Entre la multitud de libros publicados el año pasado rescato esta joya literaria[i] traducida ahora por primera vez al español y que sólo conocía en su versión francesa. Esta circunstancia, cómo la abundancia masiva de libros sólo sirve para ocultar o eclipsar a otros libros más interesantes, es una perniciosa secuela del estado de cuentas de la edición literaria en la actualidad. Pero vayamos con esta extraordinaria obra de Georges Perec que, a pesar de su brevedad, confirma que la insubordinación ética es correlativa a la insumisión estética.
Perec, como se sabe, es el creador de algunas de las obras más inventivas e ingeniosas del siglo XX: Las cosas, El secuestro, La vida, instrucciones de uso y El gabinete de un aficionado, entre otras. Perec se inscribe, como prestigioso descendiente posmoderno, en esa tradición incombustible de la narrativa francesa más original y menos publicitada que se remonta por lo menos hasta Rabelais y Cyrano de Bergerac y alcanza su cenit moderno con escritores excéntricos como Alfred Jarry, Raymond Roussel o Raymond Queneau. Con estos dos últimos creadores, en particular, ha establecido la literatura de Perec el diálogo más productivo. En el caso particular de este libro, sin embargo, Perec juega más con Queneau y sus inimitables Ejercicios de estilo o su hilarante Zazie en el metro (¿para cuándo una nueva traducción española de esta obra maestra?), aprendiendo a combinar sofisticados juegos de lenguaje con fábulas humorísticas.
Esta novela desternillante, basada en una anécdota autobiográfica, tendría dos caras visibles, como los buenos vinilos de antaño, pero con una peculiaridad insólita: el reverso incorpora un jugoso comentario crítico del anverso. En la “Cara A”, por así decir, nos encontramos una hilarante historia sobre los esfuerzos de un grupo de jóvenes parisinos por evitar el envío a Argelia del camarada de armas de uno de ellos. Aunque se publicó en 1966, el libro se ambienta unos años atrás, en plena guerra de Argelia, cuando ese conflicto colonial trastornaba la posguerra francesa y la convertía en un período turbulento y autoritario. Perec se había comprometido activamente en favor de la causa argelina y, al escribir esta novela, acertó a distanciarse a través de la irrisión y la parodia de todo el dramatismo sociopolítico de la situación. Las disparatadas artimañas de los simpáticos “activistas” para librar de la guerra al recluta de vida atolondrada y apellido versátil son propias de los Hermanos Marx o de Jerry Lewis en sus mejores momentos. Con esta pieza de orfebrería “oulipiana”, donde los gags más extravagantes se alcanzan con trucos puramente verbales, Perec lograba imponer el humor en el tratamiento de los temas más serios como modo favorito de la sensibilidad contemporánea.
Por eso mismo en la “Cara B” de su divertido artefacto añade Perec, como apéndice destinado al usuario más exigente, un listado alfabético e incompleto (no pasa de la letra p) de figuras y tropos, ornamentos y demás florituras estilísticas que componen el texto. Un catálogo falaz y juguetón, todo sea dicho, ya que algunas figuras citadas se reconocen enseguida y otras se esconden con astucia entre líneas. Sin contar las que no son nombradas, como el “anacronismo” cinéfilo con que fechar la escritura, o se señalan en falso, como el “japonesismo” inexistente o las correferencias trucadas.
De este modo lúdico se burlaba Perec, en cierto modo, de las taxonomías académicas de sus coetáneos Barthes y Genette, sin renunciar a la lucidez de sus hallazgos, produciendo una virtuosa puesta en escena de los recursos expresivos y las rutinas inconscientes del idioma coloquial, una suerte de manual de instrucciones con que evidenciar la artificialidad mecánica, los múltiples juegos de sentido e imposible neutralidad ideológica del lenguaje en todos sus registros.
No cabe concebir mejor estrategia para desmontar, así sea con la levedad de una sonrisa irónica, el imperativo nacionalista y militar del que los personajes de la ficción tratan de escapar en vano. Como sabemos desde hace tiempo, las proclamas patrióticas, la propaganda del mando y las imposturas del poder, basan sus efectos indudables sobre la realidad en la eficacia retórica de sus enunciados. Pero no nos engañemos. La vida misma funda sus mitos, creencias y valores dominantes en un puñado de persuasivas metáforas y metonimias naturalizadas.
“Imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida”, decía Wittgenstein, y no otra conclusión se extrae de la excitante lectura de esta pequeña obra maestra.
[i] ¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado en el fondo del patio?, Alpha Decay, Barcelona, 2009.
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