“Pero el azar es el punto de un dado que se va a lanzar, un lance. El inventor del fauno que duerme tarde en la tarde sabía de dados, y yo me declaro aprendiz de ese magisterio, L´après-midi d´Infante es mi única declaración de vocación y de juego”.
GCI, La ninfa inconstante
Como saben todos sus lectores, las relaciones especulares entre literatura y vida constituyen el bucle que anuda toda la obra narrativa de Guillermo Cabrera Infante. La vida se mira en el espejo de la literatura durante el tiempo suficiente como para darse cuenta de que es la literatura la que se está contemplando en el espejo de la vida tratando de reconocerse. Así ha sido desde su revolucionaria primera colección de relatos (Así en la paz como en la guerra) hasta sus grandes novelas (Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto) pasando por algunas colecciones tardías (Delito por bailar el cha-cha-chá y Todo está hecho con espejos).
Es necesario, por tanto, regresar al origen autobiográfico de La ninfa inconstante, esta gran novela póstuma de Cabrera Infante. En principio están, en esa misma época, las experiencias vitales ligadas a la visión de ciertas películas: Buenos días, tristeza (Otto Preminger, basada en la novela homónima de Françoise Sagan), Baby Doll (Elia Kazan, basada en un guión de Tenessee Williams), Cara de ángel (Otto Preminger), Gigi[1] (Vincente Minnelli) o Y Dios creó a la mujer (Roger Vadim, la película que consagró a Brigitte Bardot como mito erótico), entre otras. Pero después, sobre todo, la conmoción literaria causada por la Lolita de Nabokov.
En 1957, Cabrera Infante halló en una librería francesa de La Habana la edición original de Lolita, encuadernada en verde y en dos volúmenes, publicada en París en 1955 (en Estados Unidos la censura previa había impedido su aparición a causa de su escabroso contenido) por una editorial atrevida, Olympia Press (que también publicaría, algunos años después, El almuerzo desnudo de William Burroughs). No sé si los tiempos han cambiado mucho, quizá Lolita sería hoy un escándalo aún mayor para la mentalidad puritana[2], pero si esta “ninfa” libresca no lo es tanto se debe en exclusiva a la indiferencia con que la literatura es recibida en los medios sociales.
En La ninfa inconstante, una novela memorable no sólo por sus logros artísticos sino por su arraigo en los laberintos mentales de la memoria, el narrador, que no es otro que Cabrera Infante reflejándose en el espejo convexo de las palabras, se reconoce “un esteta” cuando conoce los primeros sinsabores y la desazón del desamor juvenil: «El esteticismo es el último refugio del fracaso de la vida». La que condena al autor a este infierno mental y sentimental es una hermosa quinceañera llamada Estela Morris. Esta falsa “ninfa” habanera no sabe nada de literatura (ni de juegos lingüísticos o literarios: “Stella not yet sixteen, para lectores bilingües. Para los monolingües, Estela no tenía dieciséis años todavía. Dijo Swift. Pero yo soy más Sterne que Swift. Swifty McDean. Los dos eran clérigos obsesionados con el sexo. Pero ¿no lo estamos los tres?”.), e ignora, por tanto, que el falso “fauno” con el que vive un romance fallido es un escritor que concibe su arte, según escribió sobre Lolita, como «un juego de placer como el sexo y casi tan vital». De ese modo, el narrador compulsivo se cobrará entre sábanas su codiciada virginidad como recompensa por inmortalizarla (como señala el epígrafe de Mallarmé, extraído del extraordinario poema sinfónico La siesta de un fauno (L´après-midi d´un faune): “Ces nymphes, je les veux perpetuer”) entre las páginas de una novela futura. Esta ficción erótica y elegíaca que ahora el lector tiene por fin entre sus manos como hace cincuenta años su autor tuvo el cuerpo adorable de Estela entre las suyas para consumar con virtuosismo tropical sus jugosos juegos de palabras y obras salaces: “Esta Estelita, Estalactita, Estalagmita: su cueva súcubo, de entrada íncubo, antes espeluz, espeluznante, espelunca nunca. Imagina vagina. Porque ella es impúber púber. Pubis. Ver verijas y el motivo de la V: V de virgen pero también de virago, vera efigie en el verano emotivo de la V”.
Volviendo a los orígenes de la novelística de Cabrera es significativo comprobar cómo el encuentro casual con la provocativa ficción del ruso blanco se produce sólo unos meses antes de toparse por azar (Mallarmé de nuevo) en las calles de La Habana con el ardor vital de Estela. Cabrera Infante escribió bajo el impacto de esa lectura absorbente la primera crítica en español a Lolita, donde la calificaba con un juicio perfectamente aplicable a su nuevo libro: «una orgía de frases felices y falsa fornicación: lectura lúdica». Tras el deslumbramiento de Lolita, Cabrera Infante padecería el de otras nínfulas novelescas: la Alicia de Lewis Carroll (la real y la especular) y la Zazie de Raymond Queneau, sobre todo. Menuda nómina de infantas (más o menos) desnudas: Alicia, Lolita, Zazie y ahora Estelita, “niñas” viejas, como las de Balthus, o prematuramente mustias por la vivencia exacerbada de sus días[3].
Con todos estos antecedentes, la historia amorosa entre Estela y el narrador palabrero es más bien el cortejo del novelista en ciernes a su objeto de deseo narrativo, su referente carnal gozado como “cuerpo divino” antes de hacerse palabras y desvanecerse en la nada (de ahí tal vez la procedencia metaficional del segundo epígrafe, el título del célebre relato de Diderot: “Ceci n´est pas un conte”), pero no en el olvido, como diría un bolero (uno de los sustratos afectivos más importantes de la narración). El bagaje del novelista incipiente es la atracción erótica y la curiosidad existencial, mientras el de la “ninfa” perseguida es la desidia sensual y la apatía anímica. El precio a pagar por el escritor será el desprecio moral de la chica, mostrando que la literatura, al revés de lo que piensan tantos moralistas al uso, no puede ser nunca inocente, pero tampoco sentirse culpable (“Sería hipócrita de haber dicho yo no quiero tu cuerpo sino tu alma, porque lo que deseaba era su cuerpo. Su pequeño, perfecto cuerpo imperfecto.”).
Sin embargo, el destino de Estela (“la persona más inteligente que había conocido hasta entonces”) es estelar: la muerte real le permitirá acceder a la inmortalidad estética de la mano de su amante accidental, el narrador derrotado por la vida en el curso de la historia narrada y ahora, al publicarse la novela, también muerto en la realidad. Con lo que el Cabrera Infante difunto, impostando el melódico timbre de H. H. en el cine[4], podría repetirle a Estela la frase final de la obra maestra que inspiró esta otra obra de un maestro: «Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir»[5].
[1] En este fastuoso musical, Maurice Chevalier canta con osadía libertina, para celebrar los encantos y la inocencia coreográfica de Leslie Caron, el que podría ser el lema non sancto de la novela: “Thank Heaven for Little Girls!”.
[1] En este fastuoso musical, Maurice Chevalier canta con osadía libertina, para celebrar los encantos y la inocencia coreográfica de Leslie Caron, el que podría ser el lema non sancto de la novela: “Thank Heaven for Little Girls!”.
[2] La hipocresía contemporánea en esta cuestión se expresa en esta falsa paradoja: la sacralización ideológica de la infancia (como objeto de veneración familiarista y explotación para el consumo, pero también como estado ideal, experimentado como envidia de la inmadurez y la minoría de edad por la mayoría de adultos asqueados de las capitulaciones, compromisos indignos y corrupción implicadas en la mayoría de edad) y la persecución implacable y la condena del pederasta, esto es, no ya la figura transgresora de antaño sino el sujeto hipnotizado que aplica al pie de la letra sobre su objeto ideal la ideología vigente en la materia (la adoración al niño como nueva religión de la clase media demográficamente amenazada).
[3] Simón del desierto, de Luis Buñuel, incluye una muestra paradigmática de esta patología obsesiva: esa secuencia prodigiosa, de una retorcida ironía, en que el diablo tentador reviste la apariencia carnal de Silvia Pinal disfrazada de colegiala arquetípica. La fascinante diablesa, impostando un registro pueril en voz y actitud, proclama una y otra vez “Soy una niña pequeña” con el fin de incrementar su atractivo erótico ante el asceta cristiano con una infalible dosis de inocencia simulada, como en un escenario pornográfico diseñado para viejos verdes. Por otra parte, todas las películas mencionadas más arriba fueron vistas por Cabrera Infante antes o después de la experiencia real narrada en la novela, por lo que unas determinaron el sesgo de la vivencia y otras sólo el recuerdo de la misma, es decir, la narrativa post facto que conduce la escritura de la novela. Si uno rastrea en busca de pistas la memoria cinéfila inscrita en Un oficio del siglo XX, descubre pronto que estas películas, con la excepción de Gigi, son reseñadas o citadas como referencia por Caín. Más llamativo aún es el modo en que, al escribir sobre la cinta de Vadim, Caín describe la actitud en la cama del personaje de Bardot en estos términos: "baila semi-desnuda, se envuelve en la sábana y no contenta con esto, envuelve a su marido en una crisálida erótica" (Oficio, p. 275; las cursivas son mías). En La ninfa inconstante, durante los prolegómenos del acto de desfloramiento de Estela, el narrador comenta: "Había esperado que ella se levantara de la cama, sobre la cama o alrededor de la cama y usara su sábana como una lívida coraza de su cuerpo y viniera a envolverme (sus manos cogiendo las puntas, sus brazos enfundados en la tela para rodear con ellos mis hombros y mi espalda) en una crisálida erótica" (p. 119; las cursivas vuelven a ser mías). La metáfora entomológica muestra que el recuerdo no sólo de la película sino de la crónica de la película escrita por su alter ego es determinante en su concepción narrativa. Y proporciona una de las claves fundamentales de la novela y de toda la estética novelística de su autor: el juego de reescrituras propias y ajenas que caracteriza el paradigma del neobarroco tal y como lo teorizara Severo Sarduy (sin olvidar la broma maliciosa inscrita en el título). Pero Cabrera Infante no se cita o excita sólo a sí mismo con esta escena crucial de la peripecia amorosa: por un instante, si nos fijamos con atención, tendremos la impresión de que en su escenificación verbal podría estar parodiando las piruetas y volteretas en el lecho de la niña poseída de El exorcista, y atribuyéndose como narrador y actor el doble papel de daimon posesivo de los encantos de la "niña" y exorcista compulsivo de sus obsesiones eróticas (invirtiendo los postulados de la película de Buñuel mencionada al comienzo de esta larga nota). Todo esto, sin embargo, sólo sucede en la recalentada imaginación del narrador (y en la atrevida interpretación de este lector), pues nada turba durante los prolegómenos descritos la pasividad física de la "niña" en el lecho.
[4] En la magistral adaptación de Kubrick, como no podía ser de otro modo, la hipocresía mayoritaria de sustituir a la actriz niña que debía haber interpretado a la nínfula epónima por una actriz adolescente (Sue Lyon) no hizo sino incrementar el appeal erótico (y disminuir la culpabilidad moral) que para el adulto medio occidental podía representar la consumación de dicha transgresión sexual en un entorno doméstico, con o sin las connotaciones del incesto. Nadie sexualmente activo podría negar la seducción de la Lolita de Sue Lyon (que tenía en 1962 la misma edad de Estela Morris en la novela de Cabrera Infante), mientras que la infantilización semántica sufrida por el personaje de la segunda versión (Adrian Lyne, 1997) había de considerarse tan escandalosa y provocativa que fue prohibida en las salas americanas, aunque el reclamo erógeno de la nínfula (interpretada esta vez por la descocada Dominique Swain, a pesar de sus diecisiete años, con fidelidad mimética al original literario) hubiera disminuido notoriamente para ese mismo espectador medio (respetable marido, padre de familia, amante o novio ejemplar).
[5] Otra muestra de que estas inquietudes estéticas ligadas a la perversión sexual de la infancia y la degeneración del género no caducan la ha expuesto en un estupendo artículo, con su habitual inteligencia crítica, Eloy Fernández Porta (acaba de publicar en Anagrama, prolongando los postulados sobre el Afterpop de su anterior libro, el impresionante ensayo Homo Sampler. Tiempo y consumo en la Era Afterpop, del que daré cuenta en este blog muy pronto). El texto, publicado recientemente en el diario La Vanguardia y titulado “Gramática de la fantasía trans”, incorpora refinados argumentos sobre algunas tendencias artísticas contemporáneas como éste: “[la artista] Violeta Gomez hace suyo y elabora de manera estética el lugar donde la ilusión de naturalidad es más poderosa: el mundo onírico de las niñas. De este modo, discos como El cul de les fades y series fotográficas como Alicia en el País del Amor nos hacen pensar en un [Gianni] Rodari reloaded y transgénero, donde el devenir-mujer de las niñas ha sido sustituido por el devenir-niña de un adulto”. (Las cursivas son mías.) Otros ejemplos de la misma tendencia: la voluminosa rareza de Henry Darger, La historia de las Vivians, más de quince mil páginas con historias e ilustraciones que no habrían dejado indiferente al reverendo Charles Dogdson; y la más reciente y perversa: Lost Girls, la novela gráfica de Alan Moore y Melinda Gebbie que restituye la potencialidad polimorfa de la vida infantil a las ya adultas y adúlteras Alicia, Dorothy (El mago de Oz) y Wendy (Peter Pan), un genuino devenir-niña deleuziano para mujeres victorianas maltratadas por los estragos de la edad, el tedio y el infortunio en una sociedad aún demasiado patriarcal en gustos y maneras.
[3] Simón del desierto, de Luis Buñuel, incluye una muestra paradigmática de esta patología obsesiva: esa secuencia prodigiosa, de una retorcida ironía, en que el diablo tentador reviste la apariencia carnal de Silvia Pinal disfrazada de colegiala arquetípica. La fascinante diablesa, impostando un registro pueril en voz y actitud, proclama una y otra vez “Soy una niña pequeña” con el fin de incrementar su atractivo erótico ante el asceta cristiano con una infalible dosis de inocencia simulada, como en un escenario pornográfico diseñado para viejos verdes. Por otra parte, todas las películas mencionadas más arriba fueron vistas por Cabrera Infante antes o después de la experiencia real narrada en la novela, por lo que unas determinaron el sesgo de la vivencia y otras sólo el recuerdo de la misma, es decir, la narrativa post facto que conduce la escritura de la novela. Si uno rastrea en busca de pistas la memoria cinéfila inscrita en Un oficio del siglo XX, descubre pronto que estas películas, con la excepción de Gigi, son reseñadas o citadas como referencia por Caín. Más llamativo aún es el modo en que, al escribir sobre la cinta de Vadim, Caín describe la actitud en la cama del personaje de Bardot en estos términos: "baila semi-desnuda, se envuelve en la sábana y no contenta con esto, envuelve a su marido en una crisálida erótica" (Oficio, p. 275; las cursivas son mías). En La ninfa inconstante, durante los prolegómenos del acto de desfloramiento de Estela, el narrador comenta: "Había esperado que ella se levantara de la cama, sobre la cama o alrededor de la cama y usara su sábana como una lívida coraza de su cuerpo y viniera a envolverme (sus manos cogiendo las puntas, sus brazos enfundados en la tela para rodear con ellos mis hombros y mi espalda) en una crisálida erótica" (p. 119; las cursivas vuelven a ser mías). La metáfora entomológica muestra que el recuerdo no sólo de la película sino de la crónica de la película escrita por su alter ego es determinante en su concepción narrativa. Y proporciona una de las claves fundamentales de la novela y de toda la estética novelística de su autor: el juego de reescrituras propias y ajenas que caracteriza el paradigma del neobarroco tal y como lo teorizara Severo Sarduy (sin olvidar la broma maliciosa inscrita en el título). Pero Cabrera Infante no se cita o excita sólo a sí mismo con esta escena crucial de la peripecia amorosa: por un instante, si nos fijamos con atención, tendremos la impresión de que en su escenificación verbal podría estar parodiando las piruetas y volteretas en el lecho de la niña poseída de El exorcista, y atribuyéndose como narrador y actor el doble papel de daimon posesivo de los encantos de la "niña" y exorcista compulsivo de sus obsesiones eróticas (invirtiendo los postulados de la película de Buñuel mencionada al comienzo de esta larga nota). Todo esto, sin embargo, sólo sucede en la recalentada imaginación del narrador (y en la atrevida interpretación de este lector), pues nada turba durante los prolegómenos descritos la pasividad física de la "niña" en el lecho.
[4] En la magistral adaptación de Kubrick, como no podía ser de otro modo, la hipocresía mayoritaria de sustituir a la actriz niña que debía haber interpretado a la nínfula epónima por una actriz adolescente (Sue Lyon) no hizo sino incrementar el appeal erótico (y disminuir la culpabilidad moral) que para el adulto medio occidental podía representar la consumación de dicha transgresión sexual en un entorno doméstico, con o sin las connotaciones del incesto. Nadie sexualmente activo podría negar la seducción de la Lolita de Sue Lyon (que tenía en 1962 la misma edad de Estela Morris en la novela de Cabrera Infante), mientras que la infantilización semántica sufrida por el personaje de la segunda versión (Adrian Lyne, 1997) había de considerarse tan escandalosa y provocativa que fue prohibida en las salas americanas, aunque el reclamo erógeno de la nínfula (interpretada esta vez por la descocada Dominique Swain, a pesar de sus diecisiete años, con fidelidad mimética al original literario) hubiera disminuido notoriamente para ese mismo espectador medio (respetable marido, padre de familia, amante o novio ejemplar).
[5] Otra muestra de que estas inquietudes estéticas ligadas a la perversión sexual de la infancia y la degeneración del género no caducan la ha expuesto en un estupendo artículo, con su habitual inteligencia crítica, Eloy Fernández Porta (acaba de publicar en Anagrama, prolongando los postulados sobre el Afterpop de su anterior libro, el impresionante ensayo Homo Sampler. Tiempo y consumo en la Era Afterpop, del que daré cuenta en este blog muy pronto). El texto, publicado recientemente en el diario La Vanguardia y titulado “Gramática de la fantasía trans”, incorpora refinados argumentos sobre algunas tendencias artísticas contemporáneas como éste: “[la artista] Violeta Gomez hace suyo y elabora de manera estética el lugar donde la ilusión de naturalidad es más poderosa: el mundo onírico de las niñas. De este modo, discos como El cul de les fades y series fotográficas como Alicia en el País del Amor nos hacen pensar en un [Gianni] Rodari reloaded y transgénero, donde el devenir-mujer de las niñas ha sido sustituido por el devenir-niña de un adulto”. (Las cursivas son mías.) Otros ejemplos de la misma tendencia: la voluminosa rareza de Henry Darger, La historia de las Vivians, más de quince mil páginas con historias e ilustraciones que no habrían dejado indiferente al reverendo Charles Dogdson; y la más reciente y perversa: Lost Girls, la novela gráfica de Alan Moore y Melinda Gebbie que restituye la potencialidad polimorfa de la vida infantil a las ya adultas y adúlteras Alicia, Dorothy (El mago de Oz) y Wendy (Peter Pan), un genuino devenir-niña deleuziano para mujeres victorianas maltratadas por los estragos de la edad, el tedio y el infortunio en una sociedad aún demasiado patriarcal en gustos y maneras.
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