Hay una idea fija, una morbosa obsesión,
en el corazón de esta fascinante novela: el cadáver desnudo de Marilyn Monroe,
tendido boca abajo en su cama, con el pelo plateado derramándose sobre la
almohada como un enigma de belleza artificial. Hay también una psique obsesiva,
un cerebro monomaníaco, conectado a las vibraciones sexuales de la realidad con
hipersensibilidad e inteligencia animal, encarnada por el detective Freddy
Otash, ex policía corrupto reconvertido en agente al servicio de los famosos y
los poderosos. Otash es el narrador febril de la historia, la máscara que
Ellroy utiliza para ocultar sus turbios manejos como prosista forense al
enfrentarse a un submundo tan complejo y atractivo como el Hollywood de
comienzos de los años sesenta, tiempo real de la ficción, y las décadas
inmediatamente anteriores de los cuarenta y los cincuenta, momentos traumáticos
de algunos hechos desvelados en la trama.
Como se ve, Ellroy emplea en la novela uno de los
recursos predilectos de los novelistas posmodernos, desde Doctorow y DeLillo en
adelante, para envolver sus misterios policiales extraídos de la realidad en
los efluvios y las emanaciones tóxicas de la imaginación más calenturienta.
Muchos de los personajes secundarios y las subtramas que rodean el caso de la
muerte de Marilyn son ficción, como en La dalia negra, su novela más famosa, y permiten explorar la realidad acreditada con
una luz ambigua que la desnuda y la encubre al mismo tiempo, como el cuerpo vivo
o muerto de Marilyn ofreciendo a la mirada de sus espectadores partes selectas
de su exuberante anatomía y cubriendo otras de un pudor falsificado que la
hacía aún más deseable y seductora.
Ficción y realidad confunden sus dimensiones a tal
grado, en la trama calculada por Ellroy con tanto cuidado a los detalles, que el
lector tiene que aguardar al final, como un sabueso que a su vez fiscaliza la
labor de los detectives y policías que investigan todas las ramificaciones del
caso, para sentir la misma satisfacción que los hermanos Kennedy, Jack y Bobby,
el presidente y el fiscal general, con la resolución inesperada. Otash entrega
a Bobby, a cambio de cincuenta mil dólares, un objeto precioso: la “baraja
porno” de cartas que Orson Welles había realizado en 1948, en un picadero de
Palisades, donde se retrataba desnudos y copulando en todas las posturas
imaginables al futuro presidente de los Estados Unidos y la futura estrella de
Hollywood, muchos años antes de que Jack Kennedy y Marilyn Monroe fueran
amantes reales, según la historiografía oficiosa, al menos una vez al año.
En la retorcida versión de Ellroy, sin embargo, la
muerte de Marilyn no tiene nada que ver con los Kennedy, trama colateral engañosa,
sino con su asociación ilícita con una banda de huérfanos angelinos como ella,
llenos de ambición y codicia, aficionados al robo y al asalto de domicilios y a
otros crímenes terribles, perturbados mentales o mentes frágiles en muchos
casos, como Gwen Perloff, Ricky Dawes o Albie Haaland. Esta trama inventada por
Ellroy le permite introducir al sesgo a uno de los grandes personajes reales de
la novela, Natasha Lytess. Perdidamente enamorada de Marilyn y dispuesta a todo
con tal de salvarla de sí misma y de sus peores tendencias, esta actriz fracasada
y profesora de interpretación de origen ruso es la gran beneficiada en la trama:
de hecho, los cincuenta mil dólares que recibe Otash de los Kennedy a cambio
del documento escandaloso van a parar a su buzón en recompensa por sus generosos
servicios y su valor moral.
Este guiño irónico es una prueba de que Ellroy concibe y escribe la novela con el mismo espíritu crítico y la rabia moralista de Kenneth Anger en Hollywood Babilonia (1965-1975). Nadie está a salvo allí de la inmoralidad, la indecencia y el crimen, y las supuestas víctimas del sistema, como Marilyn, son ellas también depravados engranajes de su funcionamiento implacable.
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