[Vladimir Nabokov, Opiniones contundentes, Anagrama, trad.:
María Raquel Bengolea y Damià Alou, 2017, págs. 372]
Ante un libro como este, solo caben dos
opciones. Pasar de largo y proseguir un camino sembrado de falacias y
medianías, o adquirirlo con valentía para entablar con él un combate agónico.
Acceder por la puerta grande, sin profilácticos mentales, al mundo de ideas y
convicciones del autor de “Lolita”, “Pálido Fuego” y “Ada, o el ardor”, sus
tres obras maestras absolutas y tres de las novelas más originales del siglo
veinte, es una de las principales cualidades de esta extraordinaria recopilación
de entrevistas y textos ocasionales concebidos por Vladimir Nabokov con la plena
conciencia de que ningún documento salido de la escritura de un genio literario
puede ser insignificante, chapucero o necio.
Nabokov no desaprovecha la oportunidad que le da
la fama internacional conquistada por “Lolita” (“mi pobre niña”, como la llama,
con tierno humor, en la entrevista de “The Paris Review”) para despacharse a
gusto contra la mediocridad humana en todas sus facetas, desde las más
mezquinas a las más sofisticadas, y mostrarse como un escritor plenamente
consciente de las posibilidades de su medio artístico y un lector altamente
crítico con sus colegas más encumbrados.
Se ha dicho a menudo que sus prejuicios reaccionarios
(“todo lo que es malo para los rojos es bueno para mí”) trastornaron su juicio
literario hasta volverlo ciego a cualquier talento situado a la izquierda del
espectro político. Hasta donde yo sé, cuando celebra a grandes escritores (Wells,
Borges, Robbe-Grillet, Tolstoi o Joyce, por citar los elogiados sin ambages), o
cuando los execra (Faulkner, Brecht, Dostoievski, Forster o Sartre, por citar solo
a los despreciados), lo hace con criterios estéticos que pueden ser
discutibles, qué no lo es cuando se trata de preferencias subjetivas, pero
nunca con el martillo de la ideología, como han hecho otros con rencoroso ahínco.
Por decirlo sin merodeos: su anónimo desdén hacia literatos disidentes del
régimen soviético no era menos contundente, por emplear el mismo calificativo
del título, que su virulenta aversión al marxismo, las religiones organizadas o
el psicoanálisis.
Un compendio como este, releído en otro contexto
cultural y literario, merece que se espiguen en público algunas de sus sentencias
más heterodoxas y provocadoras con el fin de demostrar su intempestiva actualidad.
Desde el punto de vista político, en una situación presente donde vivimos entre
el ruido mediático infinito, que apaga las voces originales y favorece a los
mindundis, y la vigilancia policial de todos los discursos, no conviene olvidar
la trascendencia ética del credo liberal a la antigua usanza defendido por
Nabokov con vehemencia: “Libertad de palabra, libertad de pensamiento, libertad
de arte. La estructura social o económica del estado ideal me importa poco”.
Contra la plaga sentimental que amenaza hoy más
que nunca la inteligencia literaria y la creación narrativa exigente, por
razones comerciales apenas disimuladas tras valores falsamente democráticos,
sigue siendo un revulsivo intelectual este juicio inapelable: “Escribo sobre
todo para artistas, compañeros y acompañantes del arte…el libro de un artista
no se lee con el corazón
(el corazón es un lector notablemente estúpido) ni con el cerebro solamente,
sino con el cerebro y la espina dorsal”. Y da gusto verlo, en este sentido, defender
con ardor el “Ulises” de Joyce: “la más lúcida de las novelas”.
En suma, quien busque en este memorable libro clichés
literarios o perspectivas conformistas, una reivindicación de la novela mediocre,
la carencia de ambición artística o el rechazo a los excesos del estilo y el
pensamiento, que huya a toda prisa de sus intransigentes páginas y se refugie
en las sábanas promiscuas de sus contemporáneos más timoratos.
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