[Gilles
Lipovetsky, De la ligereza, Anagrama,
trad.: Antonio-Prometeo Moya, 2016, págs. 339]
Todo lo que es sistémico se vuelve cargante. Se
impone en la historia un valor sobre los otros y ya sirve de nivelador
universal, de estándar a partir del cual se consideran los otros valores,
aplastando cualquier atisbo de disidencia. La vida humana es dialéctica. Se
alimenta de disenso y antagonismo. Oscila como un péndulo al ritmo cambiante de
las necesidades, gustos y deseos de individuos y colectivos.
Milan Kundera se hizo famoso hace más de tres
décadas centrando una novela magistral (“La insoportable levedad del ser”) en
torno al conflicto entre la levedad y el peso en la vida y la historia humanas.
La levedad de las relaciones y el peso de los atavismos, la pesadez del amor y
la levedad del libertinaje, la gravedad de las ataduras y la ligereza del
deseo, y, sobre todo, la reversibilidad de todo ello y el malentendido ancestral
que confunde a las mentes y los cuerpos.
Lipovetsky, en su primer libro en solitario desde
hace un decenio, se enfrenta al análisis de los temas referidos a lo que
denomina el tiempo hipermoderno pero vistos ahora desde un prisma renovador.
Como él mismo dice desde el principio, no cabe abordar la ligereza sin sentir la
tentación de hacer de esta un rasgo o un atributo de su estudio. Nada más
pesado, sin embargo, que un tratado ligero sobre la ligereza. Un tratado que no
toma lo bastante en serio su objeto de estudio. No es el caso. Lipovetsky ha practicado
el windsurf en lagos y océanos y como activo windsurfista del pensamiento sabe
que el momento en que la tabla despega de la superficie del agua y sobrevuela
movida por la potencia del viento que impulsa la vela es el momento de verdad del discurso.
La sensación de levedad asociada a la fuerza de penetración y desplazamiento.
En un asunto como este no caben medias tintas.
No se puede estar a favor de la ligereza del modo de vida de la sociedad
consumista y capitalista ni tampoco en contra de una manera radical. Con gran astucia
discursiva, Lipovetsky va trazando un incisivo retrato de la época a partir de
lo que el ideal de la ligereza aporta de positivo o de negativo en todos los
campos: desde el consumo y la economía al cuerpo y la salud, la tecnología y la
ciencia, la vida privada y la pública, la sexualidad y los roles sexuales, los
placeres culinarios y las modas vestimentarias, el arte y la arquitectura, la
democracia y la ética, etc.
Y lo hace siendo consciente en todo momento de
los límites, extremos y paradojas de nuestro tiempo. El aligeramiento de grasa,
la obsesión por el sobrepeso y la belleza esbelta que afectan a la cocina y el
cuerpo producen también anorexia y bulimia. El sexo se libera de lastres
heredados y, al mismo tiempo, se sobrecarga de la angustia individual de la
libertad excesiva y pierde gratificación instintiva. El arte se libera de la trascendencia
y, sometido a las leyes del mercado y asimilado al consumo de lujo, se vuelve
irrelevante. La arquitectura se impone en las metrópolis como expresión del
poder de las multinacionales. La tecnología cuanto más atractiva y portátil se ofrece
más escapa al control de los usuarios. La tiranía de la frivolidad y la seducción de la publicidad
fascinan y fastidian a partes iguales.
No es casual que Lipovetsky reivindique al final
la “ligereza de ser” propugnada por Nietzsche: la vieja aspiración a una forma
de vida ingrávida, desprovista de las lacras de la pesadez existencial y
repleta de gracia aérea.
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