[Jorge
Fernández Gonzalo, Políticas de la nueva
carne, Excodra editorial, 2016, págs. 128]
La trascendencia es una vieja cuestión. Liquidadas
todas las ilusiones ligadas a ella, no nos queda más que el cuerpo para
responder a los desafíos de la existencia. El cuerpo y sus prótesis acopladas. Si
algo ha tenido de original el cine de David Cronenberg desde los años setenta
ha sido, precisamente, su poder de sugestión para recordarnos esta lección
fundamental.
Una y otra vez, en escenarios siempre nuevos y
revulsivos, el cineasta canadiense ha sabido formular desde la pantalla, sin
renunciar al aplauso del público, una de las revisiones más radicales y
profundas de cuanto significa la condición humana en el primer siglo
verdaderamente tecnológico de la historia.
Es por ello un acierto total la publicación de
un ensayo como este consagrado a glosar, película a película, la peculiar
filosofía narrativa de Cronenberg. Una filosofía que se expresa a través de
fábulas oscuras y ficciones alambicadas que logran, sin embargo, iluminar las
dimensiones más reales de la experiencia humana. La muerte, el sexo, la
enfermedad, el envejecimiento y la decrepitud, la relación íntima con la
máquina y la tecnología, las pulsiones y mutaciones del cuerpo expuestas en plena
desnudez orgánica, las máscaras de lo masculino y lo femenino, los fantasmas
eróticos, etc.
Más allá de la exégesis discutible de algunas
películas, el planteamiento global del libro es apasionante. En efecto, cabe
destacar dos etapas en el modo en que Cronenberg ha afrontado su singular visión
de la vida y el arte. Una más relacionada con los géneros del horror y la
ciencia ficción, donde plasmó, con recursos gráficos y efectos especiales de
impacto visceral, una primera aproximación a sus motivos dominantes. Esta “etapa
teratológica”, como la denomina Fernández Gonzalo, se extendería desde “Vinieron
de dentro de…”, su explosivo debut en 1974, hasta “La mosca”, la película donde
su asociación con la maquinaria hollywoodiense le permitió llevar hasta las
últimas consecuencias una estética financiada hasta entonces con limitaciones.
Es en ese momento cuando Cronenberg, un cineasta
procedente de los márgenes del sistema de producción, se lanza a la conquista
del prestigio cultural con “Inseparables”, la película que le gana el respeto de
la crítica cinéfila. Esta segunda etapa, etiquetada como “perversa” por
Fernández Gonzalo, es la que se extiende desde finales de los ochenta hasta ahora
mismo, cuando el cineasta, tras completar memorables adaptaciones de Ballard (“Crash”)
y de DeLillo (“Cosmópolis”) y una corrosiva sátira del Hollywood actual (“Mapas
a las estrellas”), ha dado el salto a la literatura de calidad, consumando su
ideario en formato novelesco (“Consumidos”).
No comparto del todo, sin embargo, la idea de
Fernández Gonzalo de que estas etapas sean tan estancas y no haya signos de comunicación
entre ambos períodos. Más bien, advierto en Cronenberg una evolución artística
e intelectual que le lleva a renunciar a las aparatosas metáforas del subgénero
para enfocar los mismos temas con mayor literalidad conceptual y despojamiento visual.
Consciente de que los tiempos han mutado y los
gustos del público también, Cronenberg estaría conformando su obra como un
bucle creativo para que en el futuro sea posible abordar la contemplación de
sus películas en cualquier orden, partiendo del principio o del final, o desplazándose
con movimientos arbitrarios entre una etapa y otra, sabiendo que en cualquier
película estará asistiendo a la conjugación con variaciones significativas de un
programa filosófico en el que, en palabras de Fernández Gonzalo, “la ficción,
la fantasía, los sueños, configuran modelos de disidencia y resistencia”.
El cine de Cronenberg servirá como ningún otro,
además, para entender el tránsito histórico de lo humano a lo posthumano.
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