[Jean-Claude
Carrière, Las palabras y la cosa,
adaptación: Ricard Borràs, Blackie Books, 2016, págs. 110]
El sexo es un ejercicio mental que se ejecuta con el cuerpo.
Vulvar es vulgar: las dos palabras de seis letras. Verbalizado el amor (palabra de cuatro letras) se convierte en una narración de vulgaridades variopintas.
-G. Cabrera Infante-
La escolástica siempre se ha preocupado por
cuestiones espurias. ¿Qué fue antes: la palabra o la cosa? ¿La carne o el
verbo? Sin entender que la pregunta estaba mal planteada.
En el fondo, como muestra este jugoso e
incitante libro de Carrière, las palabras y las cosas, el vocablo venéreo y la
carne palpitante que tienta, como acuñara Darío, con “sus frescos racimos”, estrechan una
relación tan íntima en cada lengua que es imposible determinar si al aludir a
la misma cosa las palabras difieren por azar, capricho o impotencia. La
sexualidad humana, la del animal parlante, no es nunca natural, solo un efecto
de lenguaje.
En su tratado fundacional sobre el erotismo, explicaba
Bataille que “los nombres vulgares del amor no por ello dejan de asociarse…a
esa vida secreta que llevamos a la par con los sentimientos elevados”. Y
atribuía a la bajeza e indecencia del hampa, relacionada con la prostitución y
el sexo desinhibido, la imposición social de ese vocabulario degradado.
Con mayor o menor fortuna, la literatura ha
tratado de redimir a lo largo de los siglos esa infamia de los nombres de
órganos innombrables y actos indecibles y crear una nomenclatura nueva, una
taxonomía carnal más refinada y no menos eficaz. Así es “la vida sexual de las
palabras”, como la llama Julián Ríos, ardua labor de cunilingüista, artesanía
verbal que mediante la fricción reiterada de las palabras obscenas y las cosas
sucias (o viceversa) alcanza el clímax del ingenio y el orgasmo retórico.
En este libro de Carrière, una joven actriz de
doblaje de películas porno, hastiada de la pobreza lingüística de sus
enunciados, se dirige por carta y luego por teléfono a un doctor especialista en
la lengua erótica del español inquiriéndole por usos menos degradantes del
idioma. A medida que el viejo académico le proporciona a la curiosa dobladora un
rico arsenal de términos literarios, el lector comprende que tiene frente a sí
un espejo interrogativo en el que mirarse desnudo como hablante o escritor.
El mayor problema de la casta y castiza lengua
de Castilla ha sido siempre este: sus vagidos cultos adolecían de contacto con
las indecencias de la vida y sus usos populares abusaban de la creatividad verbal
para vulgarizar aún más realidades ya de por sí inmundas. La versión original del
libro reivindica el espíritu y la letra libertina del dieciocho francés. La
versión doblada, acomodando las voluptuosas intenciones del original al acervo nacional
con el sostén del catedrático Blecua, revela sin pretenderlo los límites creativos
y los síntomas del malestar profundo de la economía libidinal de la cultura y
la literatura españolas.
Es verdad que, con todos sus deliciosos logros,
se echan en falta en el texto más citas de “La lozana andaluza”, donde la expresión
del placer femenino alcanza cimas inexploradas, y que el desdén injustificado hacia
el siglo dieciocho español lleva a ignorar a una figura singular como Meléndez
Valdés, que en sus versos amorosos más ardientes (“Los besos de amor”),
glosando los éxtasis y fatigas del “dulce ayuntamiento apetecido”, logró
extraer chispazos rococó del pedregal hispano (“Ya las tetas mostrabas/redonduelas
y cándidas qual nieve”).
La poesía intemporal no solo canta la belleza de
la rosa, o su fatídica caducidad, sino también el enigma oscuro de la cosa y su
hechizo irreparable. Como Góngora, justamente celebrado, en contraste con la
grotesca ridiculización quevediana, como gran poeta erótico, en sus obras populares
(“Decidme, dama graciosa,/qué es cosa y cosa”) o en las herméticas “Soledades”,
donde desmintiendo las sugerencias ascéticas del título incita con malicia a
entablar batallas de amor en campo de pluma.
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