[Ángel
Esteban, El escritor en su paraíso,
Periférica, 2014, págs. 380]
Al leer este libro, uno se acuerda del
bibliotecario humanista de Arcimboldo: una extraña figura humana compuesta por
entero de libros de variados tamaños. Y eso que el escritor no es por
definición un bibliotecario conservador sino alguien que ha nacido para
incendiar creativamente las bibliotecas, como decía Foucault de cierta obra de
Flaubert (La tentación de San Antonio) y sirve como glosa de la tarea estética del escritor respecto de la
tradición libresca en que se reconoce, o de la que discrepa por medio de la
crítica y la parodia, como Cervantes.
Esto vuelve fascinante el recorrido taxonómico
del libro por las semblanzas animadas de aquellos grandes escritores cuya
relación con la biblioteca, más allá de los afanes habituales en el gremio, se
hizo profesional. Aquí están, agrupados por un orden alfabético doblemente
valioso, una treintena de autores, desde Reinaldo Arenas a Vargas Llosa, prologuista
entusiasta del libro, una impresionante galería de escritores de sexo masculino
que en algún momento de su vida vieron confundirse los límites de esta con las
dimensiones de un lugar poblado solo por silenciosos libros y manuscritos.
Bajo un título tomado en préstamo a Borges,
Esteban configura una suerte de viaje intelectual al Paraíso borgiano: la
biblioteca babélica, una entretenida excursión literaria por todos los
anaqueles y estanterías de una biblioteca políglota que termina dibujando en la
mente del lector una alegoría del mundo de las letras tan potente como la de
Arcimboldo.
La historia de la cultura podría dividirse según
la diversa relación de los creadores literarios de cada época con las
bibliotecas. Y también los escritores. Están aquellos, como Borges, Robert
Burton, Arias Montano o el erudito absoluto Menéndez Pelayo, cuyo temor cerval a
la vida o el repudio a las servidumbres cotidianas los lleva a buscar refugio
en el estudio y la contemplación de los libros y sus absorbentes contenidos,
mucho más atractivos para sus cerebros privilegiados que las mediocres
vicisitudes de la vida convencional. Y están otros, la gran mayoría, desde Robert Musil a Reinaldo Arenas, por citar ejemplos del libro, que
administran con inteligencia sus relaciones fecundas con las bibliotecas,
privadas o públicas, a fin de intensificar las experiencias de la vida y
fomentar la creación.
Uno de los casos más curiosos es el de Georges Perec,
inventor incluso de un método de clasificación documental. Y el más patológico,
sin discusión, el de Borges, quien examinó en muchas de sus famosas ficciones
los engañosos espejismos de la sabiduría y la erudición alcanzadas al precio de
la renuncia vital. La “biblioteca de Babel” es el sueño húmedo de un
bibliotecario delirante que fantasea con un mundo infinito formado solo de
enigmáticos volúmenes encuadernados. Y en “El sur”, su relato más íntimo, la
pulsión quijotesca por abandonar los áridos confines de la biblioteca y
enfrentarse a la aventura de estar vivo se consuma con la aceptación mental de
la muerte en una reyerta brutal con un gaucho broncoso.
Un caso antagónico es el de Georges Bataille,
filósofo dionisíaco de la vitalidad del mal y el erotismo humano, bibliotecario
vocacional que supo extraer de las distintas instituciones para las que trabajó
el tiempo necesario y las fuentes documentales con que fundamentó uno de los
pensamientos más originales e influyentes del siglo XX.
La biblioteca puede ser, sin duda, el paraíso prometido
del escritor, pero en ella también puede encontrar el “infierno”, ese submundo polvoriento
donde yacen olvidadas las obras que el tiempo censuró o relegó con desprecio.
Dígalo Sade, dígalo Apollinaire, aventurero de cuyo descenso al sótano de la
Biblioteca nacional francesa surgió una de las recuperaciones más relevantes de
la historia literaria.
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