martes, 28 de abril de 2015

EL PRÍNCIPE BUFÓN


 [Slavoj Žižek, Mis chistes, mi filosofía, Anagrama, trad.: Damià Alou, 2015, págs. 167]

El esloveno Slavoj Žižek es el gran provocador escénico del pensamiento actual. Sin embargo, Žižek dista de ser un pensador académico y la variante de discurso que ha elegido como marca de fábrica se parecería más al monólogo del presentador de un circo de múltiples pistas en cada una de las cuales, con derroche de paradojas sofisticadas, anécdotas, digresiones y chistes procaces, se fueran solventando de modo acrobático los problemas más acuciantes a que se enfrenta el resquicio de inteligencia que nos queda a los contemporáneos.
Entre sus estrategias más originales para seducir al lector o convencer al reacio estarían el humor impensado y la ocurrencia grosera. Y es que Žižek, al revés de sus colegas más serios, no tiene por qué fingir. El mundo es una broma gigantesca, la vida también, las relaciones humanas y las relaciones de poder se fundan en malentendidos ancestrales, detrás de cada institución existente hay un acto cómico oculto, deseando salir a la luz con escandalosa obscenidad. La misma filosofía es un chiste demasiado largo y pretencioso que la inteligencia se cuenta a sí misma para convencerse de su propia importancia en un mundo donde no tiene otro espejo en que mirarse. Y la verdadera filosofía, como la literatura, participa de ese espíritu irreverente que desnuda los mitos y ficciones del poder que sustentan en vilo el artificio desencantado de la realidad.
Desde Platón estábamos acostumbrados a filósofos que abusaban de la ironía superior para desautorizar al rival ideológico o imponer un ideario idealista, pero nos habíamos olvidado del humor impagable de cínicos y estoicos, ese anecdotario desternillante en que las escuelas opuestas al despotismo platónico recurrían a la carcajada y la broma para desarmar al tirano. Nietzsche es otro gran humorista, pero algunos de sus grandes seguidores, como Heidegger, apenas entendieron el sentido festivo de la parodia y la risa soberana de los dioses (Bataille) que emanaba de un pensamiento tan politeísta como consciente de la impostura divina y el eterno retorno de la farsa y el ridículo en la historia humana.
Siendo Žižek un hegeliano de izquierdas y un marxista heterodoxo no podía sino apelar a la autoridad hilarante de otro gran dialéctico de la risa, Groucho Marx, para revalidar la lucidez de un pensamiento que no rehúye enfrentarse a las insensateces programadas y absurdas paradojas de la vida contemporánea, ni a los bucles políticos o culturales de esta era compleja en que las superestructuras simbólicas han colapsado en el descrédito y el humanismo sobrevive a duras penas entre las ruinas de sus monumentos y creencias.
El gracioso bufón que usurpa por momentos el intelecto del príncipe filósofo alcanza en esta brillante antología de chistes un protagonismo intelectual que no hubiera creído nunca merecer. El bufón encadena chistes y chanzas con fruición grotesca mientras el príncipe, subyugado como Hamlet con el ingenio infinito de Yorick, los analiza sin piedad o teoriza sobre su naturaleza ofensiva, llegando a una conclusión irónica respecto de la corrección política: en un chiste logrado el componente formal es tan determinante como el “sucio” contenido.
No podía olvidar Žižek la broma teológica de cómo Dios creó a los seres humanos contando a los monos un mal chiste que les insufló ese espíritu intemporal que tanto fascinara a Hegel. Pero Žižek no solo bromea con la filosofía o las religiones. Como nativo de una región europea donde el socialismo real tuvo una aplicación especialmente paródica, inventa burlas crueles a destajo para atribuírselas a funcionarios de la China contemporánea, a burócratas y políticos soviéticos, a ciudadanos serbios y bosnios, presidentes croatas impopulares y hasta a algún esloveno incauto.
Uno de los chistes filosóficos más agudos representa, sin embargo, el clímax impensable de cierto pensamiento débil en la bufonesca perversión de Žižek: “«Dios ha muerto». Y la verdad es que yo tampoco me encuentro muy bien”.

lunes, 20 de abril de 2015

HORROR VACUI


[Marisha Pessl, Última sesión, Random House, trad.: Laura Salas, 2015, págs. 683]

El cineasta Raúl Ruiz, en una de sus infinitas fabulaciones, declaró una vez que la historia de la ballena blanca Moby Dick había nacido en alguna de las islas de la costa chilena como una broma de los nativos de esa paradójica región de la geografía sudamericana donde la vida y la muerte, o la comunicación entre vivos y muertos, se produce con una naturalidad que horroriza al visitante y fomenta el humor de los lugareños.
No es casual que esta brillante novela de Pessl concluya su oscura trama en una isla misteriosa frente a la costa de Chiloé, próxima al Puerto Montt donde nació Ruiz, ni que el esotérico cineasta de culto Stanislas Cordova, de padre español y madre italiana, sea para el narrador y protagonista, el denigrado periodista de investigación Scott McGrath, una suerte de obsesión enfermiza, como Moby Dick para Ahab, según declara en algún punto de la sinuosa trayectoria que lo conduce, tras los enigmas existenciales de Cordova, al corazón de las tinieblas de la verdad. Al enigma de la vida entendida como un vacío insoportable, o solo soportable, como han hecho a lo largo del tiempo las culturas humanas, elaborando con ficciones y mitos una pantalla metafísica contra el horror.
Si algo singulariza a Cordova como creador, precisamente, es haber intuido, desde el principio, que el cine es el arte adecuado para desnudar las falacias de la vida al mismo tiempo que las envuelve de un aura mítica, un desvelo poético que hace de la producción de imágenes cinematográficas una tarea solo digna de un demiurgo borgiano. Un imitador consciente del gigantesco truco de prestidigitación que dio origen al cosmos y, con él, al decorado inabarcable donde la vida y la muerte, la materia y la antimateria, la luz y la oscuridad entablan un duelo traumático.
Los referentes se acumulan al evocar la compleja historia de la novela. Siguiendo el gran modelo de Ciudadano Kane, la enrevesada trama se configura como una encuesta en que diversas entrevistas o encuentros fundamentales revelan las maléficas vicisitudes de la vida de Cordova y de su angelical y diabólica hija Ashley, muerta en intrigantes circunstancias, y todos los que tuvieron relación con ellos, y acaba adentrándose paso a paso en el delirante laberinto de su cerebro creativo y sus grandilocuentes imposturas como artista y como hombre.


Por un momento, la parte gráfica de la novela, la reproducción visual de contenidos de páginas web del fandom del cineasta o entrevistas en revistas célebres, podría hacer pensar en Casa de Hojas de Danielewski, pese a las diferencias notorias en el designio y no solo en el diseño entre ambas novelas. Del mismo modo que la dimensión ocultista de la historia y sus rituales locales de brujería, o los misterios estéticos de la mansión desolada de Cordova (una réplica arquitectónica de los circuitos mentales de su creador), podrían recordar al maestro norteamericano de la narrativa de terror (Stephen King), o a alguno de sus truculentos discípulos comerciales, por no hablar del portentoso Resplandor de Kubrick o de ciertas metaficciones fílmicas y televisivas del gran John Carpenter (En la boca del miedo o El fin del mundo en 35 mm.).
Pero el mayor acierto narrativo del artefacto de Pessl, más allá de su discutible dispositivo hipermedia, reside en permitir el contagio narrativo de los géneros y subgéneros del escalofrío ancestral y el terror parabólico para acabar resolviendo la trama, para perplejidad de la crítica convencional, como si se tratara de una ficción de Paul Auster (pienso en El palacio de la luna o en El libro de las ilusiones). Un viaje alucinado al fin de la noche fílmica donde la intimidad del narrador fascinado queda expuesta a las fuerzas de un mundo insólito y de un personaje chamánico, el fantasioso Cordova, que es un experto manipulador de las ilusiones y los afectos humanos más profundos. Alguien que ha viajado sin miedo hasta los confines de la experiencia psicopatológica y obliga a quien quiera conocerlo a realizar un esfuerzo análogo. Un artista auténtico.

lunes, 13 de abril de 2015

CAPITALISMO ARTISTA


[Gilles Lipovetsy & Jean Serroy, La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico, Anagrama, trad.: Antonio Prometeo-Moya, 2015, págs. 403]

 Consumimos cada vez más belleza, pero nuestra vida no es más bella: ahí radican el éxito y el fracaso profundo del capitalismo artístico.

Lo que se avecina no es otra cosa que una comercialización a ultranza de modos de vida en los que la dimensión estética ocupa un lugar primordial, pero que no anuncian un universo más radiante de sensualidades y bellezas mágicas.

El mercado de la experiencia aparece como la nueva frontera del capitalismo…Nuestro mundo se presenta, pues, como un vasto teatro, un decorado hiperreal destinado a entretener a los consumidores. En la actualidad son los estilos, los espectáculos, los juegos, las ficciones los que se han convertido en mercancía número uno, y por doquier son los “creativos” los que se imponen como nuevos creadores de valores y los ampliadores de mercados.


Sí, ya sé que parece una incongruencia pero así es como el tándem de autores de esta monografía imprescindible sobre las derivas complejas de nuestro tiempo califican al capitalismo actual. El capitalismo de la era transestética, como la denominan Lipovetsky y Serroy con terminología sobrecargada de prefijos que expresan la insuficiencia del lenguaje al tratar de representar una realidad que desborda categorías racionales.
De modo que sí, vivimos en la época del capitalismo artista, la era de la hipermodernidad, una modernidad que se multiplica a sí misma al infinito hasta asfixiar todo reducto resistente, la fase crítica en que el capitalismo está llevando a cabo a velocidad de vértigo la “estetización del mundo”. Así es como explican el proceso ambos autores: el sistema capitalista, en su expansión ilimitada, habría arrebatado a los artistas el poder de ser creativos e innovadores con el fin de realizar sus objetivos de seducción comercial con más eficacia. La historia, según este razonamiento, habría dejado atrás ese modo de producción que solo sabía explotar y rentabilizar inversiones sin dar nada a cambio por otro modelo, aún más sofisticado, en que todos los órdenes de la vida se ven revestidos de valores estéticos: refinamiento y belleza, sensualidad y placer, hedonismo y calidad.
Hace años unos arquitectos señeros (Robert Venturi & Denise Scott Brown) creyeron que había que aprender lecciones artísticas de la arquitectura de Las Vegas, ciudad emblemática donde se dinamitaba la funcionalidad del edificio favoreciendo sus rasgos más decorativos y atrayentes. Hoy se podría decir, siguiendo los planteamientos de los autores, que todas las ciudades del mundo, la totalidad de los espacios edificables del orbe, han imitado esa consigna arquitectónica para ganar la batalla de las marcas frente a otras ciudades, regiones o países. Basta con mirar hacia oriente, ya sea el Golfo Pérsico o China, para darse cuenta de que el capitalismo contemporáneo no solo se propone avasallarnos con su fuerza financiera globalizada sino asombrarnos como antaño papas y reyes. La diferencia es que el capitalismo estético es más democrático en apariencia: se dirige a todos sin excepción y pretende satisfacer todas sus demandas y deseos, aun los más inconfesables.
Sus maquiavélicas estrategias de seducción, como sabemos, pasan por todos los dominios de la experiencia y la cultura del mundo: la moda y el cine, la televisión y la telefonía, la ropa y los automóviles, los viajes y los centros comerciales, la informática y los parques temáticos, los deportes y el entorno urbano transfigurado en el excitante decorado de una película tridimensional. Y también los museos y las exposiciones, sometidos al mismo régimen espectacular, esa magia capitalista que transforma la prosa de la vida cotidiana en refinada poesía para los cinco sentidos clásicos y los enésimos nuevos órganos de percepción y sensibilidad.


No faltan críticos apocalípticos, desde luego, ni síntomas inquietantes de un mundo carente de control que ha ensanchado sus fronteras en direcciones insólitas sin acabar con las desigualdades e iniquidades de siempre. No obstante, este mundo superpoblado de incongruencias y paradojas, transformado en un escenario abigarrado de atracciones y sorpresas permanentes, parece responder también, parece mentira, a preocupaciones éticas sobre problemas sociales o ecológicos que obligan a las corporaciones a volverse responsables. No puede ser tan malo, como propagan sus detractores radicales, un capitalismo en que toda estrella cultiva la filantropía de masas y las grandes compañías se comprometen con causas humanitarias para ganar prestigio y convencer a los clientes de sus buenas intenciones.
La polémica cuestión que el libro suscita, de todos modos, se refiere al estatuto del arte en un mundo semejante. Cuando el capitalismo se vuelve artista, el arte se vuelve irrelevante. Y aquí es donde el mercado, transfigurado en árbitro supremo del gusto y la belleza para la minoritaria élite económica o las masas asalariadas en busca de distinción, acaba jugando un papel decisivo. 

lunes, 6 de abril de 2015

DE LA VIDA DE LAS MARIONETAS



[Thomas Ligotti, La conspiración contra la especie humana, Valdemar, trad.: Juan Antonio Santos, 2015, págs. 305]
  
Art is the Eden where Adam and Eve eat the serpent.
-Alexander Theroux-
  
Ahora que se ha puesto de moda la teleserie True Detective es un acierto publicar en español al maléfico maestro espiritual que inspira las parrafadas metafísicas y la filosofía negativa del histriónico detective interpretado allí por Mathew McConaughey. Thomas Ligotti es el más notorio escritor actual de “ficción extraña”: un artista del terror psicópata y el horror sobrenatural, una mente bipolar que construye auténticas pesadillas infernales con la imaginación delirante y la elegancia matemática de un visionario del mal (como las incluidas en la perturbadora y escalofriante colección de ficciones Noctuario, publicada aquí también por Valdemar en 2012).
Leyendo este magnífico ensayo de prédica amoral de Ligotti, donde se retrata a la criatura humana como una marioneta desangelada cuyos hilos existenciales los mueven fuerzas tenebrosas, me ha venido a la cabeza un relato excepcional: “El maestro de marionetas” de Andersen. En este apólogo estético, la vida real de los muñecos, transformados en seres carnales por un deseo descarriado de su dueño, no es finalmente más atractiva ni estimulante que la vida fantástica de los toscos simulacros labrados en madera.
Ligotti se inspira para escribir su implacable tratado sobre la inutilidad de la existencia en el filósofo noruego Peter Wessel Zapffe, pesimista a ultranza, y en su obra El último Mesías (1933). Para Zapffe el problema de la existencia mundana no reside solo en su irremediable vanidad, la intrascendencia absoluta en que se desenvuelven los días y las noches de los seres humanos desde el nacimiento hasta la muerte, sino en la gran tragedia que supone la irrupción de la conciencia como signo acusador de la mortalidad individual y la finitud de la vida (“Es mejor inmunizar tu conciencia contra cualquier pensamiento alarmante y horrendo para que podamos todos seguir conspirando para sobrevivir y reproducirnos como seres paradójicos”).
Tal como Ligotti (o su perverso alter ego académico, el “profesor Nadie”) explica a Zapffe, la criatura nacida de mujer, por emplear la lengua grandilocuente de Shakespeare, suele recurrir a cuatro antídotos para atemperar o anular si cabe el dolor moral de la conciencia: aislar lo negativo o marginarlo; anclarse en valores y creencias menores como la patria, la familia, el amor, el trabajo, etc.; distraerse o entretenerse sin límites, ofreciendo gratos espectáculos que obnubilen la lucidez; y, el más cruel, sublimar la experiencia a través de actividades que den sentido a la existencia como el pensamiento o la creación artística. Solo se engaña quien quiere. Y estos remedios apenas funcionan. Ligotti participa, como el Sileno mitológico, de esa sabiduría nihilista según la cual lo mejor es no haber nacido o, en su defecto, morir pronto. Tarde o temprano, la tragedia de la mortalidad se impone como “único argumento de la obra” (Gil de Biedma).


El pesimismo tiene un efecto tonificante en los espíritus bien nutridos de obras intransigentes. Su lectura irónica produce beneficios a corto, medio y largo plazo en quienes gracias al cultivo de la literatura menos condescendiente y el pensamiento más demoledor ya no tiemblan ante las verdades terribles de la vida. Hay lectores a los que sus invectivas solo regocijan, confirmándoles sus peores sospechas. Son los mismos, un club selecto quizá, que han leído como si fuera el juicio furioso de una deidad inhumana los discursos despiadados de Sade, Schopenhauer, Nietzsche, Cioran o Lovecraft, por citar solo a unos cuantos expatriados del ideario común.
Marionetas manipuladas somos todos, desde luego, pero nadie que tenga el humor curtido en la frecuentación de estos autores, y no en los sermones piadosos de los biempensantes y las homilías cursis de los santurrones, podría dejar de estremecerse de placer dionisíaco al leer diatribas como esta: “Colectivamente, somos los muertos vivientes, y siempre nos aguardará el trabajo, nunca acabará el devorarnos hasta que alguien o algo nos haga el favor de exterminar nuestra raza de ratas o nosotros mismos nos exterminemos”.