[Germán Sierra, Standards,
Pálido Fuego, págs.151]
Yes, Babe, I want to become a Star in the Sky not in
TV.
-Bucky
Wunderlick-
El mundo es una máquina de ficción. Y, como
novelista, Germán Sierra conoce sus mecanismos. Publicidad, cine, moda,
televisión, fotografía, música, internet. Sí, todo eso y mucho más. Las
fantasías, los sueños, los deseos. Imágenes, historias, fantasmas, sensaciones,
espectáculos, relatos. Eso es el mundo. Eso ha sido siempre y eso es ahora, más
que nunca, cuando la tecnología más sofisticada y las pantallas ubicuas
suministran a los usuarios multitud de imágenes del mundo en un flujo incesante,
monótono, repetitivo. Pero, como dice Sierra en esta joya narrativa de alto
quilate, invirtiendo el sesgo ontológico de las reflexiones del Heidegger tardío:
“el acontecimiento fundamental de la época postmoderna es la conquista de la
imagen como mundo”.
Ya sabíamos por sus obras anteriores cómo la
combinación de mirada científica y experimentación literaria servía a Sierra
para mostrar la fascinación del neocórtex cerebral por el azar, el devenir y la
incertidumbre como procesos de un mundo en mutación radical. El mundo, como el
cerebro, se compone de redes, de nodos neurológicos, de puntos interconectados
que no solo intercambian información sino que la transforman, transformándose a
su vez en núcleos narrativos que expanden la red con nuevos contenidos. En esta
novela sobre la imagen del mundo y el mundo de la imagen, la intersección de
motivos, personajes y situaciones genera un caleidoscopio hipersensible donde se
reconoce, como en una pantalla de alta resolución, una rigurosa tentativa de
representación del mundo estrictamente contemporáneo y sus obsesiones estandarizadas
y recurrentes: la fama mediática y sus secuelas sobre la vida subjetiva, la
cirugía plástica, las conspiraciones internacionales, la delincuencia
organizada, la especulación inmobiliaria, los esfuerzos de la ciencia por
satisfacer los deseos humanos de inmortalidad y belleza, la redefinición de los
afectos, los nuevos espacios de tránsito o de encuentro, los videojuegos, etc. En
este sentido, la temporalidad de la novela se distribuye a lo largo de tres
decenios decisivos en la historia reciente: los años sesenta y los ochenta del
siglo veinte y la primera década del primer siglo de una nueva era en la
existencia humana.
Como si encarnara el espíritu de la época y, en
cierto modo, de la propia novela, Sierra coloca en el centro de su laberinto
cristalino la esquiva figura de Billy Globus, un visionario músico de jazz
nacido en los sesenta en oscuras circunstancias, de relativo éxito en los
ochenta y retirado ya en el siglo veintiuno. Como se sabe, la música es la más
sintética de las artes y la literatura la más analítica. En un mundo de
predominio visual recurrir a la música como metáfora ayuda a la literatura a
escapar de los determinismos culturales de la imagen. Y, a su vez, le permite
cuestionar el mito que sustenta la superioridad artística de la música. Esa
idea vagamente platónica de que existe, oculta entre sus entresijos, la melodía
del mundo, una suerte de esencia armónica de la realidad cifrada en clave
numérica.
En este mundo, el fracaso de la música es el
fracaso de cualquier arte o ciencia que no sepa reconocer las nuevas categorías
que configuran la experiencia y complejidad del presente. Por contra, la
literatura aspira a trascender la pura formalidad matemática de la música para
alcanzar una cierta verdad simbólica del mundo. Una verdad que ya no es musical
ni visual sino puramente narrativa y no puede enunciarse de otro modo que como
lo hace Sierra, planteándose con rigor de cuántas formas se puede contar u
organizar una historia. O mejor: cuántas historias diversas pueden surgir manipulando
la forma de narrarlas.
Así la literatura logra, una vez más,
representar un mundo irrepresentable, cartografiar una realidad que no
preexiste, como sabía Borges, a la confección del mapa que la describe con
todos sus accidentes e incidentes. Hablar de collage o de fragmentación es
conformarse con categorías antiguas. Hacía tiempo que una ficción literaria no penetraba
con tal sutileza en la superficie de las apariencias, ni se aproximaba con tal
belleza e inteligencia, esplendor verbal y agudeza cognitiva, a la brillante descripción
de la postmodernidad de Fredric Jameson: “emergencia
de lo múltiple en nuevas e inesperadas maneras, inconexas series de
acontecimientos, tipos de discurso, modos de clasificación y compartimentos de
la realidad…una coexistencia no tanto de mundos múltiples y alternativos como
de borrosos conjuntos aislados y subsistemas semiautónomos que se yuxtaponen en
la percepción como alucinógenos planos de profundidad en un espacio
multidimensional”.
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