EL VERBO HECHO CARNE
La novela sacramental de Elfriede Jelinek[*]
Recordar este viejo principio es lo que le valió a Jelinek provocar un gran escándalo en Austria. Recordarnos este principio es lo que vuelve finalmente escandalosa y provocativa la lectura de esta novela. Recordar, en el contexto de una cultura europea amortecida en el sueño mediático y mercantil de su unificación, que Dios ha muerto, la religión es el opio mayoritario, las iglesias un instrumento de opresión en franco declive histórico, los valores sociales, culturales y familiares dominantes instrumentos de represión y normalización, como hizo Bernhard hasta la extenuación, podría parecer redundante, o fastidioso, pero seguir insistiendo a estas alturas en que la verdad del lenguaje humano está en la carne y la verdad de la carne humana está en el lenguaje, como hace Jelinek, es una hazaña digna de elogio y admiración, y no estoy seguro de que la Academia sueca le haya otorgado su máximo galardón siendo consciente de este aspecto subversivo de su literatura. Es verdad que con ello ha hecho justicia, de modo impensado, al mentor egregio que da nombre al premio, pues por una vez se ha recompensado a una autora explosiva, a una auténtica dinamitera del lenguaje y las historietas y valores convencionales.
La pornografía se basa en la explotación de la carne en tanto carne y nada más, y si puede fascinar es por su obtusa inmersión en la materia oscura de la que estamos hechos, por eso esta novela no es pornográfica. El erotismo es un refinamiento sensorial y un tamizado del instinto por la inteligencia y la cultura, y si puede seducir es por su estilización fantasmática o fetichista de las relaciones sexuales, por eso tampoco es erótica. Por el contrario, si hay una lección “católica”, si se quiere, que Jelinek ha extraído del tratamiento prohibitivo que confiere Joyce a la sexualidad de sus personajes, en particular en su femenino monólogo de Molly Bloom, es que el tono, la modulación, la declinación verbal y sustantiva, la combinación del registro sublime y el obsceno en el mismo párrafo y hasta en la misma frase es el estilo más elocuente, la expresión consumada del deseo humano en vista de su doble condición verbal y carnal, sin olvidar su rechazo categórico a cualquier idealización puritana o normativa romántica.
El escándalo de Jelinek reside así en la invención suprema de una voz narrativa tan poderosa que es capaz de registrar musicalmente la multiplicidad de dimensiones que constituyen la experiencia humana y ofrecer sobre ellas una mirada penetrante y cáustica que a nada ni a nadie perdona. De ese modo, alcanza a conferir cuerpo expresivo a las pulsiones más soeces, las ideas más sucias, los comportamientos más indignos, los comentarios más indecentes, y logra incorporarlos a una descripción integral de la sociedad austriaca tan siniestra como exportable. La prosa de Jelinek incurre en la vulgaridad o la grosería del mismo modo que propende a la denuncia social, la acerba crítica de costumbres, la burla del matrimonio, la religión y la familia, la política, la publicidad y el deporte, la crudeza sarcástica acerca de la guerra de sexos o la lucha de clases, o el descrédito mordaz de la modernidad económica y tecnológica tanto como de su antecesora reaccionaria.
Pero si hay mucho de Joyce en la jugosa dicción de la novela, también lo hay de Flaubert (Madame Bovary) en el diseño cruel de la historia de Gerti, la moderna heroína tragicómica emparentada con algunas de las máscaras más carismáticas de la feminidad occidental (re)creadas por grandes escritores masculinos: pienso en Eurípides (Medea y Las bacantes), en Barbey D´Aurevilly (Las diabólicas) o en Faulkner (Las palmeras salvajes).
El pesimismo antropológico de la novela y su terrible desenlace se compensan, no obstante, con una ironía socarrona a prueba de denuncias y, sobre todo, con el fulgor carnal de sus aforismos, como éste, precisamente, sobre el exaltado (des)encuentro de los amantes: “¡Pueden hacer cosas por las que merece la pena tener un cuerpo!”. Ya está todo dicho.
Recordar este viejo principio es lo que le valió a Jelinek provocar un gran escándalo en Austria. Recordarnos este principio es lo que vuelve finalmente escandalosa y provocativa la lectura de esta novela. Recordar, en el contexto de una cultura europea amortecida en el sueño mediático y mercantil de su unificación, que Dios ha muerto, la religión es el opio mayoritario, las iglesias un instrumento de opresión en franco declive histórico, los valores sociales, culturales y familiares dominantes instrumentos de represión y normalización, como hizo Bernhard hasta la extenuación, podría parecer redundante, o fastidioso, pero seguir insistiendo a estas alturas en que la verdad del lenguaje humano está en la carne y la verdad de la carne humana está en el lenguaje, como hace Jelinek, es una hazaña digna de elogio y admiración, y no estoy seguro de que la Academia sueca le haya otorgado su máximo galardón siendo consciente de este aspecto subversivo de su literatura. Es verdad que con ello ha hecho justicia, de modo impensado, al mentor egregio que da nombre al premio, pues por una vez se ha recompensado a una autora explosiva, a una auténtica dinamitera del lenguaje y las historietas y valores convencionales.
La pornografía se basa en la explotación de la carne en tanto carne y nada más, y si puede fascinar es por su obtusa inmersión en la materia oscura de la que estamos hechos, por eso esta novela no es pornográfica. El erotismo es un refinamiento sensorial y un tamizado del instinto por la inteligencia y la cultura, y si puede seducir es por su estilización fantasmática o fetichista de las relaciones sexuales, por eso tampoco es erótica. Por el contrario, si hay una lección “católica”, si se quiere, que Jelinek ha extraído del tratamiento prohibitivo que confiere Joyce a la sexualidad de sus personajes, en particular en su femenino monólogo de Molly Bloom, es que el tono, la modulación, la declinación verbal y sustantiva, la combinación del registro sublime y el obsceno en el mismo párrafo y hasta en la misma frase es el estilo más elocuente, la expresión consumada del deseo humano en vista de su doble condición verbal y carnal, sin olvidar su rechazo categórico a cualquier idealización puritana o normativa romántica.
El escándalo de Jelinek reside así en la invención suprema de una voz narrativa tan poderosa que es capaz de registrar musicalmente la multiplicidad de dimensiones que constituyen la experiencia humana y ofrecer sobre ellas una mirada penetrante y cáustica que a nada ni a nadie perdona. De ese modo, alcanza a conferir cuerpo expresivo a las pulsiones más soeces, las ideas más sucias, los comportamientos más indignos, los comentarios más indecentes, y logra incorporarlos a una descripción integral de la sociedad austriaca tan siniestra como exportable. La prosa de Jelinek incurre en la vulgaridad o la grosería del mismo modo que propende a la denuncia social, la acerba crítica de costumbres, la burla del matrimonio, la religión y la familia, la política, la publicidad y el deporte, la crudeza sarcástica acerca de la guerra de sexos o la lucha de clases, o el descrédito mordaz de la modernidad económica y tecnológica tanto como de su antecesora reaccionaria.
Pero si hay mucho de Joyce en la jugosa dicción de la novela, también lo hay de Flaubert (Madame Bovary) en el diseño cruel de la historia de Gerti, la moderna heroína tragicómica emparentada con algunas de las máscaras más carismáticas de la feminidad occidental (re)creadas por grandes escritores masculinos: pienso en Eurípides (Medea y Las bacantes), en Barbey D´Aurevilly (Las diabólicas) o en Faulkner (Las palmeras salvajes).
El pesimismo antropológico de la novela y su terrible desenlace se compensan, no obstante, con una ironía socarrona a prueba de denuncias y, sobre todo, con el fulgor carnal de sus aforismos, como éste, precisamente, sobre el exaltado (des)encuentro de los amantes: “¡Pueden hacer cosas por las que merece la pena tener un cuerpo!”. Ya está todo dicho.
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