Juan Antonio Ramírez in memoriam
Bueno, si usted quiere, mi arte sería el de vivir; cada segundo, cada respiración es una obra que no se inscribe en ninguna categoría, que no es ni visual ni cerebral. Es una especie de euforia constante.
Oh! Do shit again…Oh! Douche it again!
MD
Estocolmo (marzo, 2009). Estoy en Estocolmo, la ciudad invernal donde vivió Ingmar Bergman la mayor parte de su vida, donde murió Strindberg, viajando (sin apenas equipaje) de un infierno a otro infierno. He estado preguntando por la escalera mecánica en cuya cúspide murió Stieg Larsson, el hombre que amaba, como una variante desviada del personaje de Truffaut, a todos los lectores-hembra de todos los países del mundo globalizado en este nuevo milenio. He estado, en realidad, preguntando por el sexo de la escalera mecánica donde a Larsson se le paró el corazón de pronto. Nadie responde. Está visto. Cuarenta años después de su muerte y del descubrimiento de la obra secreta a la que el alquimista consagró su último esfuerzo, Marcel Duchamp, como un perverso de otro tiempo, deserta de la calle helada, donde nadie parece conocerlo ya, y se recluye en el museo. Es un destino moderno. Así que estoy en el Museo Moderno de Estocolmo, ubicado en un emplazamiento idóneo para un gigantesco contenedor de arte del siglo veinte: una isla (Skeppsholmen) flotando a la deriva del tiempo en las gélidas aguas del Báltico. La nieve, como se ve a través de la cristalera de una de las salas, amenaza con cubrirlo todo con su mortaja como en un emotivo poema de Lorca. Estoy en una sala dedicada a Duchamp, parado frente a dos obras que sólo conocía en reproducción (con todo lo que esto implica tratándose de un artista que hizo del celibato y la infertilidad, más que de la apropiación o la copia, todo un programa de vida y de creación). Dos aparentes (todo en Duchamp, no nos engañemos, es aparente: un juego de apariencias y (des)apariciones) curiosidades:
UNO. Pharmacie (Phare-massif/Phale massif). Un paisaje de traza convencional en el que Duchamp inscribe dos puntos cromáticos que aspiran a conferir relieve y perspectiva perversa al espacio pictórico. Dos puntos ópticos (los “simpáticos” o, más bien, los precursores formales de los “Testigos Oculistas” del “desnudo” de La Mariée) suspendidos en el aire familiar de la escena. Vertical and horizontal (bad) features, como para marcar la masculinidad o feminidad de los componentes del plano espacial: el curso de un arroyo, troncos de árboles, juncos, cañas, matojos, etc. Las dos manchas de color (como en Blow Up) invitan al voyeur/voyant a ahondar con la mirada en el bucólico escenario hasta hallar el cuerpo del delito (corpus delicti o corps délit/délice/délire: cuerpo desleído que se transfigura, delirio del deseo, en cuerpo delicioso). El punto de vista y el punto de fuga, como escribiera Lyotard, son simétricos en la medida en que son, sí, métricos. Decimales. Subproductos del cálculo racional. Crítica de la razón metódica.
DOS. “Étant donnés”. Estudio preparatorio en bajorrelieve de la obra del mismo nombre: el maniquí acéfalo, de brazos y piernas amputadas, el sexo depilado o descarnado, la vulva hendida (como el cadáver despedazado de Elizabeth Short, alias “La dalia negra”). Homenaje al (turbador) “origen del mundo” de Courbet, corps-délice de Pharmacie: el torso desfigurado y expuesto a la mirada de la escultora brasileña Maria Martins, amante de Duchamp durante cinco años y amada por él hasta el onanismo, como muestra el (masturbador) Paysage fautif (manchurrón de esperma con figura de torso impregnado en la tela como huella indeleble de una pasión culpable). La contigüidad entre los signos cromáticos de la mirada penetrante (Pharmacie) y el desnudo femenino reconfigurado a la medida métrico decimal de esa mirada cartesiana da la razón a Lyotard de nuevo: el coño es “la imagen especular de los ojos del voyeur”. Añádase el paisaje, sus insinuaciones horizontales y verticales, sus verduras y cañizos, su follaje, la espesura fragante, y se tendrá la imagen exacta de una fornicación mental aplazada sine die por imperativos estéticos. Rien n´aura lieu que le (bas) lieu, Duchamp enmendando a Mallarmé. Nada tendrá lugar excepto el lugar o, más bien, el lugar común, la bajeza instintiva. El lugar de la comunión y el holgar de los cuerpos.
Filadelfia (agosto, 1992). Estoy en Filadelfia, donde pasó su infancia Brian de Palma, el más duchampiano de los cineastas junto con Peter Greenaway. Estoy en el Museo de Arte Moderno de Filadelfia, donde De Palma rodó, por problemas técnicos, el memorable plano secuencia de la cacería sexual de Vestida para matar en lugar del Metropolitan de Nueva York, donde tenía lugar en la ficción. Estoy parado frente al ensamblaje Étant donnés. Con los ojos pegados a los orificios ópticos del portalón catalán que dan acceso a la visión trascendental. La visión con que los ojos se enfrentan al objeto de su deseo (la mujer desnuda, el paisaje insinuante, la cascada, la vegetación, el muro de ladrillos violentado, el farol, etc.) y al mismo tiempo descubren el precio a pagar por ejercer la mirada sin restricciones. Pienso en Body Double de Brian de Palma, de quien acabo de ver en un cine de Times Square, unos días atrás, su nueva película, Raising Cain, recién estrenada. Pienso en los mecanismos (tan festivos como afectivos) de la liberación a través del voyeurismo y en los mecanismos (aún más efectivos) de la castración por el voyeurismo. En la ambigüedad (punible) de cualquier mirada indecente sobre la realidad de un cuerpo. En la impunidad imposible: la mirada es culpable de desvelar con su gesto las zonas erógenas del cuerpo elegido e impedir la sublimación que lo protegería del asalto. Pienso en Buñuel, en Un perro andaluz, y en El ojo tachado, que reseñé en el momento de su aparición. Pienso en la frase con que cerraba mi reflexión sobre la octogenaria película de Buñuel y el brillante análisis de Talens: “No hay ojo intachable”. Viendo el comienzo revulsivo del cortometraje de Buñuel lo supe enseguida. Viendo Etant donnés de Duchamp en directo por primera vez, con los ojos sobrecargados con todas las otras obras de Duchamp (L. H. O. O. Q. y La mariée mise à nu par ses célibataires, même, sobre todo) que la rodean, envuelven o asedian en estas salas con sus enigmas y adivinanzas eróticas, lo sé aún más. ¿Lo supo Duchamp gracias a Buñuel? Es difícil saberlo. La impresión en la retina y más allá de esa imagen de una desnudez extrema: una desnudez que desnuda al que la mira sin pudor. La mujer sin cabeza se desnuda para desnudar al que se atreve a mirarla y pierde la cabeza al mismo tiempo (quizá por esto, comentando la tendencia contemplativa encerrada en la obra de Duchamp, Octavio Paz concluyera: “la inacción es la condición de la actividad interior”). La imagen cruda del deseo. Un deseo puesto al desnudo sin contemplaciones. El soltero desnudado por la novia, incluso. Nunca el arte ha ofrecido con tanta contundencia una imagen de la pusilanimidad o fragilidad masculina ante la potencia (en apariencia pasiva o inerte) femenina. Mentira y verdad de la noche de bodas (el bodrio del bodorrio). Mentira y verdad de la violación (no viola el novio). Mentira y verdad del crimen sexual (no viola/no violóla). “O lo que es igual: cuando estos ojos creen ver la vulva, se están viendo a sí mismos. Un coño/gilipollas es el que ve (un con c´est celui qui voit)” (Lyotard).
La insistencia en la “vulva” (labia majora) por parte de algunos de sus más conspicuos analistas parecería excluir la “vagina” del imaginario sexual de Duchamp, aunque la Cheminée Anaglyphe (o, más bien, los póstumos dibujos del “Marchand du Sel” que la diseñaban) podría desmentir esta obcecación de eyaculador precoz o masturbador compulsivo en no adentrarse más allá del palpitante umbral de la cosa (tal vez por esto la idea de incorporar a su observación unas gafas tridimensionales, para conferir relieve, como en Pharmacie, a los planos del objeto de deseo). Habría que verlo, sin duda, habría que verlo. Abrir para ver la apariencia inaccesible: la aparición alegórica de eso mismo que la Enciclopedia Británica, con su impagable mezcla de erudición y gazmoñería, denomina “un destello del enigma de Duchamp” (“a glimpse of Duchamp´s enigma”). O lo que es igual, como señalan las instrucciones del producto: para no perder la cordura, quizá el soltero mirón deba abrir la puerta de par en par y correr por el campo a toda velocidad al encuentro de su amada, que le estaría esperando (viva o muerta) tendida en el prado del deseo reconvertido en decorado nupcial. Hollywood Ending. Pienso en Jeff Koons, artista duchampiano de segunda o tercera generación, follando escandalosamente con la muñeca hinchable “Cicciolina” en todos los formatos, soportes y tamaños artísticos, como en un sex-shop de fantasía, en la Bienal de Venecia del 89 (Made in Heaven). Pienso en Pierre Klossowski y su pasión monomaníaca por la fisonomía de Denise-Roberte: el monoteísmo del deseo masculino expresado a través de un fantasma adulterino que suplanta el misterio carnal de la eucaristía. Pienso en Picasso crucificando al rojo la entrepierna velluda de todas sus modelos. Qué astuto Duchamp, en cambio, al prolongar el gesto original de Courbet: borrando el rostro de la modelo yacente, proyectando la perspectiva única sobre el fetiche peludo o depilado (da igual: el peluche hendido y sonriente), favorece por irrisión paradójica la multiplicación de los fantasmas y los simulacros. Cada espectador se proyecta en ese espacio ausente y el rostro deseable ocupa el vacío creativo generado por Duchamp.
Roma (agosto, 1991). Estoy en Roma, donde vivieron e hicieron cine muchos cineastas admirables (Fellini, Antonioni, Pasolini). Estoy en la Galleria Borghese, parado frente a una escultura de Bernini, una obra maestra demasiado desconocida: La Veritá (revelata dal tempo). Una muchacha sonriente aposenta su torneado pie sobre el globo terráqueo, como en un escenario fetichista, mientras se ofrece, desnuda, jubilosa, triunfante, a la contemplación del Tiempo. Como una victoria de la materia en movimiento. El esplendor voluptuoso de la carne y la belleza. No obstante, el Tiempo, ese viejo verde de todos los cuentos folclóricos, no desvela ni revela ningún enigma ya que un lienzo decorativo viene a velar (o promete re-velar algún día) la entrepierna de la impúdica joven. La comedia del arte era conocida, al menos, desde el barroco. Si Courbet o Picasso trataron de reciclar este impulso venéreo, como si nada hubiera pasado en la historia excepto una enésima mutación estilística en torno a lo mismo, Duchamp lo tradujo sin malearlo en exceso al código mecánico y frío de la sociedad industrial y comercial. Nada más y nada menos. La risa automática de Duchamp lo delata ipso facto como un gran maquinador o estratega estético de su época. Sobre todo cuando le pinta finos mostachos y perilla de mosquetero al adusto travestido de Leonardo (L. H. O. O. Q.: un guiño postfreudiano) o se traviste él mismo de dama en pose burguesa, flâneuse proustiana de las galerías parisinas. Rrose Sélavy: una Madame de Guermantes, una Gilberte de Swan, una Odette de Crécy, o una Albertine de rostro afilado y varonil, lanzada en busca del tiempo perdido de las compras y las modas. La casada es ahora viuda (Fresh Widow) y los solteros pueden cortejarla de nuevo a cambio de que no le pidan lo imposible, que les entregue su corazón de esteta más o menos plástico. “C´est la vie”, el eslogan de la temporada en todos los escaparates y boutiques a la moda. La vida es rosa, en efecto, o tiende al rosa. O puede serlo, si nos empeñamos. Un esfuerzo más. Pienso en el gesto queer de Andy Warhol (leo la jugosa anécdota en sus fascinantes Diarios) olisqueando o fingiendo que olisquea las perfumadas bragas de Bianca Jagger en un restaurante de lujo de Nueva York. Ella, después de quitárselas con picardía, la muy traviesa, ha tenido el pudor o la delicadeza de pasárselas por debajo de la mesa para someterlas en vano a su escrutinio nasal. Estoy convencido de que, durante el acto, Warhol, el sujeto estético por excelencia, repetiría mentalmente, como un ensalmo, esta relectura de Kant por Derrida: “no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de nada que sea por nada que sea. Y sin embargo me gusta: no, todavía es demasiado, todavía implica interesarse por la existencia, sin duda. No me gusta sino que obtengo placer de lo que no me interesa, de aquello que resulta por lo menos indiferente que me guste o no me guste”, etc. El juicio de gusto, por una vez, restituido en su universalidad comunicable al grado cero de la experiencia estética: fino olfato + inteligencia aguda.
“A rose is a rose is a rose”, escribía la gran Gertrude Stein, amiga y admiradora de Picasso y amante ferviente de los tender buttons y el lifting belly de, entre otras fellow travellers, Alice B. Toklas (Q. E. D.). “Arrose la rose” (“riega la rosa”), contraatacaba Duchamp con obscenas paronomasias, erradicando cualquier lirismo o cursilería sentimental de su propuesta vital y artística. La verdad en pintura (Cézanne) era esto, entonces, y nada más que esto. En apariencia, en imagen, en figura. El “devenir-mujer de la idea como presencia o puesta en escena de la verdad” (Derrida, ventrílocuo de Nietzsche con "espolones", canalizando a Duchamp sin pensar dos veces en las consecuencias).
De un museo a otro museo o galería, de un continente a otro continente, de Estocolmo a Nueva York, Philadelphia o Roma, cepillando la historia personal a contrapelo, como recomendaba el esteta Walter Benjamin, construyendo un mapa cognitivo de lo que es imposible conocer por definición. Todos los nombres de la historia. De la “Pharmacie” de Duchamp a la “Pharmacie” de Platón (Derrida otra vez), sólo un trecho, estrecho (des(h)echo). Pharmakon: remedio y enfermedad, antídoto y veneno. La visión y la ceguera. La infección y la cura (qué locura). Una estética del deseo o del placer. ¿Estamos seguros de haber salido de ahí? O lo que es igual: ¿Qué es el arte para nosotros? ¿Estamos seguros de haber entendido la peligrosa relación entre las dos preguntas? La verdad, en el fondo, según Nietzsche, una vulgaridad obscena: “un atentado contra todos nuestros pudores”.
Pongamos otro escenario posible, fotográfico esta vez: una distendida partida de ajedrez (no de damas) en una galería de arte californiana repleta de obras de Duchamp. A la izquierda, jugando con las negras, Eve Babitz, desnuda, exuberante, deseable; a la derecha, jugando con las blancas, Marcel Duchamp, viejo, vestido y con gafas de mirón (accesorio duchampiano par excellence: prótesis ocular, para ver mejor, de cerca y de lejos, por dentro y por fuera, a la pulposa adversaria en esta partida infinita). El gesto malicioso de Duchamp delata que le toca mover a él: ya ha decidido su jugada maestra y dispone los dedos como pinzas para apoderarse de la figura pensada (una presa de carne: el clítoris de la jugadora tal vez). Esta figura en disputa no puede ser otra que la Reina blanca, a la que el avance anterior del peón ha liberado de ataduras protocolarias y le permite soñar con expandir su dominio a todo el tablero. Al fondo de la imagen, por si quedara alguna duda, la presencia imponente del “Gran Vidrio”, con todas sus rajaduras, insinuaciones infrafinas y orificios oculares, controla la evolución de la partida más enigmática de la historia. Como en la ficción de Alicia a través del espejo, de Lewis Carroll, la trama retorcida ha sido concebida para apoderar al humilde peón (niña) y transformarlo en Reina (mujer). Pienso en Cindy Sherman, sus falsos fotogramas de película y sus muñecas maltratadas, maniquíes doblados o desdoblados en imágenes y reflejos de una feminidad escénica o escenificada como fetiche del deseo del otro (Cindy, the Doll is mine). Pienso en Eric Fischl y sus imágenes pictóricas de un erotismo furtivo: un panorama pornográfico de vulvas visionarias. Pienso en Baudelaire, sobre todo, inscribiendo en verso la verdad escandalosa de la pintura de Manet sobre la bailarina Lola de Valencia: Le charme inattendu d´un bijou rose et noir. Pienso en las lecciones y erecciones de Tom Wesselmann y en sus escenarios de un morboso erotismo, donde los desnudos femeninos y los accesorios domésticos ocupan la más turbadora y chillona de las superficies estéticas. Pienso en Britney Spears, una de las reinas (púbicas) de la cultura de masas (It´s Britney Bitch). ¿Qué diría Lacan, sabiendo todo lo que supuestamente sabía sobre las mujeres, del vídeoclip y la letra de su canción Gimme More? La femme n´est pas toute? Encore?...
Homo ludens. Femina vita.
L. H. O. O. Q. (“Elle a chaud au cul”). Lui aussi, quand même.
Bueno, si usted quiere, mi arte sería el de vivir; cada segundo, cada respiración es una obra que no se inscribe en ninguna categoría, que no es ni visual ni cerebral. Es una especie de euforia constante.
Oh! Do shit again…Oh! Douche it again!
MD
Estocolmo (marzo, 2009). Estoy en Estocolmo, la ciudad invernal donde vivió Ingmar Bergman la mayor parte de su vida, donde murió Strindberg, viajando (sin apenas equipaje) de un infierno a otro infierno. He estado preguntando por la escalera mecánica en cuya cúspide murió Stieg Larsson, el hombre que amaba, como una variante desviada del personaje de Truffaut, a todos los lectores-hembra de todos los países del mundo globalizado en este nuevo milenio. He estado, en realidad, preguntando por el sexo de la escalera mecánica donde a Larsson se le paró el corazón de pronto. Nadie responde. Está visto. Cuarenta años después de su muerte y del descubrimiento de la obra secreta a la que el alquimista consagró su último esfuerzo, Marcel Duchamp, como un perverso de otro tiempo, deserta de la calle helada, donde nadie parece conocerlo ya, y se recluye en el museo. Es un destino moderno. Así que estoy en el Museo Moderno de Estocolmo, ubicado en un emplazamiento idóneo para un gigantesco contenedor de arte del siglo veinte: una isla (Skeppsholmen) flotando a la deriva del tiempo en las gélidas aguas del Báltico. La nieve, como se ve a través de la cristalera de una de las salas, amenaza con cubrirlo todo con su mortaja como en un emotivo poema de Lorca. Estoy en una sala dedicada a Duchamp, parado frente a dos obras que sólo conocía en reproducción (con todo lo que esto implica tratándose de un artista que hizo del celibato y la infertilidad, más que de la apropiación o la copia, todo un programa de vida y de creación). Dos aparentes (todo en Duchamp, no nos engañemos, es aparente: un juego de apariencias y (des)apariciones) curiosidades:
UNO. Pharmacie (Phare-massif/Phale massif). Un paisaje de traza convencional en el que Duchamp inscribe dos puntos cromáticos que aspiran a conferir relieve y perspectiva perversa al espacio pictórico. Dos puntos ópticos (los “simpáticos” o, más bien, los precursores formales de los “Testigos Oculistas” del “desnudo” de La Mariée) suspendidos en el aire familiar de la escena. Vertical and horizontal (bad) features, como para marcar la masculinidad o feminidad de los componentes del plano espacial: el curso de un arroyo, troncos de árboles, juncos, cañas, matojos, etc. Las dos manchas de color (como en Blow Up) invitan al voyeur/voyant a ahondar con la mirada en el bucólico escenario hasta hallar el cuerpo del delito (corpus delicti o corps délit/délice/délire: cuerpo desleído que se transfigura, delirio del deseo, en cuerpo delicioso). El punto de vista y el punto de fuga, como escribiera Lyotard, son simétricos en la medida en que son, sí, métricos. Decimales. Subproductos del cálculo racional. Crítica de la razón metódica.
DOS. “Étant donnés”. Estudio preparatorio en bajorrelieve de la obra del mismo nombre: el maniquí acéfalo, de brazos y piernas amputadas, el sexo depilado o descarnado, la vulva hendida (como el cadáver despedazado de Elizabeth Short, alias “La dalia negra”). Homenaje al (turbador) “origen del mundo” de Courbet, corps-délice de Pharmacie: el torso desfigurado y expuesto a la mirada de la escultora brasileña Maria Martins, amante de Duchamp durante cinco años y amada por él hasta el onanismo, como muestra el (masturbador) Paysage fautif (manchurrón de esperma con figura de torso impregnado en la tela como huella indeleble de una pasión culpable). La contigüidad entre los signos cromáticos de la mirada penetrante (Pharmacie) y el desnudo femenino reconfigurado a la medida métrico decimal de esa mirada cartesiana da la razón a Lyotard de nuevo: el coño es “la imagen especular de los ojos del voyeur”. Añádase el paisaje, sus insinuaciones horizontales y verticales, sus verduras y cañizos, su follaje, la espesura fragante, y se tendrá la imagen exacta de una fornicación mental aplazada sine die por imperativos estéticos. Rien n´aura lieu que le (bas) lieu, Duchamp enmendando a Mallarmé. Nada tendrá lugar excepto el lugar o, más bien, el lugar común, la bajeza instintiva. El lugar de la comunión y el holgar de los cuerpos.
Filadelfia (agosto, 1992). Estoy en Filadelfia, donde pasó su infancia Brian de Palma, el más duchampiano de los cineastas junto con Peter Greenaway. Estoy en el Museo de Arte Moderno de Filadelfia, donde De Palma rodó, por problemas técnicos, el memorable plano secuencia de la cacería sexual de Vestida para matar en lugar del Metropolitan de Nueva York, donde tenía lugar en la ficción. Estoy parado frente al ensamblaje Étant donnés. Con los ojos pegados a los orificios ópticos del portalón catalán que dan acceso a la visión trascendental. La visión con que los ojos se enfrentan al objeto de su deseo (la mujer desnuda, el paisaje insinuante, la cascada, la vegetación, el muro de ladrillos violentado, el farol, etc.) y al mismo tiempo descubren el precio a pagar por ejercer la mirada sin restricciones. Pienso en Body Double de Brian de Palma, de quien acabo de ver en un cine de Times Square, unos días atrás, su nueva película, Raising Cain, recién estrenada. Pienso en los mecanismos (tan festivos como afectivos) de la liberación a través del voyeurismo y en los mecanismos (aún más efectivos) de la castración por el voyeurismo. En la ambigüedad (punible) de cualquier mirada indecente sobre la realidad de un cuerpo. En la impunidad imposible: la mirada es culpable de desvelar con su gesto las zonas erógenas del cuerpo elegido e impedir la sublimación que lo protegería del asalto. Pienso en Buñuel, en Un perro andaluz, y en El ojo tachado, que reseñé en el momento de su aparición. Pienso en la frase con que cerraba mi reflexión sobre la octogenaria película de Buñuel y el brillante análisis de Talens: “No hay ojo intachable”. Viendo el comienzo revulsivo del cortometraje de Buñuel lo supe enseguida. Viendo Etant donnés de Duchamp en directo por primera vez, con los ojos sobrecargados con todas las otras obras de Duchamp (L. H. O. O. Q. y La mariée mise à nu par ses célibataires, même, sobre todo) que la rodean, envuelven o asedian en estas salas con sus enigmas y adivinanzas eróticas, lo sé aún más. ¿Lo supo Duchamp gracias a Buñuel? Es difícil saberlo. La impresión en la retina y más allá de esa imagen de una desnudez extrema: una desnudez que desnuda al que la mira sin pudor. La mujer sin cabeza se desnuda para desnudar al que se atreve a mirarla y pierde la cabeza al mismo tiempo (quizá por esto, comentando la tendencia contemplativa encerrada en la obra de Duchamp, Octavio Paz concluyera: “la inacción es la condición de la actividad interior”). La imagen cruda del deseo. Un deseo puesto al desnudo sin contemplaciones. El soltero desnudado por la novia, incluso. Nunca el arte ha ofrecido con tanta contundencia una imagen de la pusilanimidad o fragilidad masculina ante la potencia (en apariencia pasiva o inerte) femenina. Mentira y verdad de la noche de bodas (el bodrio del bodorrio). Mentira y verdad de la violación (no viola el novio). Mentira y verdad del crimen sexual (no viola/no violóla). “O lo que es igual: cuando estos ojos creen ver la vulva, se están viendo a sí mismos. Un coño/gilipollas es el que ve (un con c´est celui qui voit)” (Lyotard).
La insistencia en la “vulva” (labia majora) por parte de algunos de sus más conspicuos analistas parecería excluir la “vagina” del imaginario sexual de Duchamp, aunque la Cheminée Anaglyphe (o, más bien, los póstumos dibujos del “Marchand du Sel” que la diseñaban) podría desmentir esta obcecación de eyaculador precoz o masturbador compulsivo en no adentrarse más allá del palpitante umbral de la cosa (tal vez por esto la idea de incorporar a su observación unas gafas tridimensionales, para conferir relieve, como en Pharmacie, a los planos del objeto de deseo). Habría que verlo, sin duda, habría que verlo. Abrir para ver la apariencia inaccesible: la aparición alegórica de eso mismo que la Enciclopedia Británica, con su impagable mezcla de erudición y gazmoñería, denomina “un destello del enigma de Duchamp” (“a glimpse of Duchamp´s enigma”). O lo que es igual, como señalan las instrucciones del producto: para no perder la cordura, quizá el soltero mirón deba abrir la puerta de par en par y correr por el campo a toda velocidad al encuentro de su amada, que le estaría esperando (viva o muerta) tendida en el prado del deseo reconvertido en decorado nupcial. Hollywood Ending. Pienso en Jeff Koons, artista duchampiano de segunda o tercera generación, follando escandalosamente con la muñeca hinchable “Cicciolina” en todos los formatos, soportes y tamaños artísticos, como en un sex-shop de fantasía, en la Bienal de Venecia del 89 (Made in Heaven). Pienso en Pierre Klossowski y su pasión monomaníaca por la fisonomía de Denise-Roberte: el monoteísmo del deseo masculino expresado a través de un fantasma adulterino que suplanta el misterio carnal de la eucaristía. Pienso en Picasso crucificando al rojo la entrepierna velluda de todas sus modelos. Qué astuto Duchamp, en cambio, al prolongar el gesto original de Courbet: borrando el rostro de la modelo yacente, proyectando la perspectiva única sobre el fetiche peludo o depilado (da igual: el peluche hendido y sonriente), favorece por irrisión paradójica la multiplicación de los fantasmas y los simulacros. Cada espectador se proyecta en ese espacio ausente y el rostro deseable ocupa el vacío creativo generado por Duchamp.
Roma (agosto, 1991). Estoy en Roma, donde vivieron e hicieron cine muchos cineastas admirables (Fellini, Antonioni, Pasolini). Estoy en la Galleria Borghese, parado frente a una escultura de Bernini, una obra maestra demasiado desconocida: La Veritá (revelata dal tempo). Una muchacha sonriente aposenta su torneado pie sobre el globo terráqueo, como en un escenario fetichista, mientras se ofrece, desnuda, jubilosa, triunfante, a la contemplación del Tiempo. Como una victoria de la materia en movimiento. El esplendor voluptuoso de la carne y la belleza. No obstante, el Tiempo, ese viejo verde de todos los cuentos folclóricos, no desvela ni revela ningún enigma ya que un lienzo decorativo viene a velar (o promete re-velar algún día) la entrepierna de la impúdica joven. La comedia del arte era conocida, al menos, desde el barroco. Si Courbet o Picasso trataron de reciclar este impulso venéreo, como si nada hubiera pasado en la historia excepto una enésima mutación estilística en torno a lo mismo, Duchamp lo tradujo sin malearlo en exceso al código mecánico y frío de la sociedad industrial y comercial. Nada más y nada menos. La risa automática de Duchamp lo delata ipso facto como un gran maquinador o estratega estético de su época. Sobre todo cuando le pinta finos mostachos y perilla de mosquetero al adusto travestido de Leonardo (L. H. O. O. Q.: un guiño postfreudiano) o se traviste él mismo de dama en pose burguesa, flâneuse proustiana de las galerías parisinas. Rrose Sélavy: una Madame de Guermantes, una Gilberte de Swan, una Odette de Crécy, o una Albertine de rostro afilado y varonil, lanzada en busca del tiempo perdido de las compras y las modas. La casada es ahora viuda (Fresh Widow) y los solteros pueden cortejarla de nuevo a cambio de que no le pidan lo imposible, que les entregue su corazón de esteta más o menos plástico. “C´est la vie”, el eslogan de la temporada en todos los escaparates y boutiques a la moda. La vida es rosa, en efecto, o tiende al rosa. O puede serlo, si nos empeñamos. Un esfuerzo más. Pienso en el gesto queer de Andy Warhol (leo la jugosa anécdota en sus fascinantes Diarios) olisqueando o fingiendo que olisquea las perfumadas bragas de Bianca Jagger en un restaurante de lujo de Nueva York. Ella, después de quitárselas con picardía, la muy traviesa, ha tenido el pudor o la delicadeza de pasárselas por debajo de la mesa para someterlas en vano a su escrutinio nasal. Estoy convencido de que, durante el acto, Warhol, el sujeto estético por excelencia, repetiría mentalmente, como un ensalmo, esta relectura de Kant por Derrida: “no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de nada que sea por nada que sea. Y sin embargo me gusta: no, todavía es demasiado, todavía implica interesarse por la existencia, sin duda. No me gusta sino que obtengo placer de lo que no me interesa, de aquello que resulta por lo menos indiferente que me guste o no me guste”, etc. El juicio de gusto, por una vez, restituido en su universalidad comunicable al grado cero de la experiencia estética: fino olfato + inteligencia aguda.
“A rose is a rose is a rose”, escribía la gran Gertrude Stein, amiga y admiradora de Picasso y amante ferviente de los tender buttons y el lifting belly de, entre otras fellow travellers, Alice B. Toklas (Q. E. D.). “Arrose la rose” (“riega la rosa”), contraatacaba Duchamp con obscenas paronomasias, erradicando cualquier lirismo o cursilería sentimental de su propuesta vital y artística. La verdad en pintura (Cézanne) era esto, entonces, y nada más que esto. En apariencia, en imagen, en figura. El “devenir-mujer de la idea como presencia o puesta en escena de la verdad” (Derrida, ventrílocuo de Nietzsche con "espolones", canalizando a Duchamp sin pensar dos veces en las consecuencias).
De un museo a otro museo o galería, de un continente a otro continente, de Estocolmo a Nueva York, Philadelphia o Roma, cepillando la historia personal a contrapelo, como recomendaba el esteta Walter Benjamin, construyendo un mapa cognitivo de lo que es imposible conocer por definición. Todos los nombres de la historia. De la “Pharmacie” de Duchamp a la “Pharmacie” de Platón (Derrida otra vez), sólo un trecho, estrecho (des(h)echo). Pharmakon: remedio y enfermedad, antídoto y veneno. La visión y la ceguera. La infección y la cura (qué locura). Una estética del deseo o del placer. ¿Estamos seguros de haber salido de ahí? O lo que es igual: ¿Qué es el arte para nosotros? ¿Estamos seguros de haber entendido la peligrosa relación entre las dos preguntas? La verdad, en el fondo, según Nietzsche, una vulgaridad obscena: “un atentado contra todos nuestros pudores”.
Pongamos otro escenario posible, fotográfico esta vez: una distendida partida de ajedrez (no de damas) en una galería de arte californiana repleta de obras de Duchamp. A la izquierda, jugando con las negras, Eve Babitz, desnuda, exuberante, deseable; a la derecha, jugando con las blancas, Marcel Duchamp, viejo, vestido y con gafas de mirón (accesorio duchampiano par excellence: prótesis ocular, para ver mejor, de cerca y de lejos, por dentro y por fuera, a la pulposa adversaria en esta partida infinita). El gesto malicioso de Duchamp delata que le toca mover a él: ya ha decidido su jugada maestra y dispone los dedos como pinzas para apoderarse de la figura pensada (una presa de carne: el clítoris de la jugadora tal vez). Esta figura en disputa no puede ser otra que la Reina blanca, a la que el avance anterior del peón ha liberado de ataduras protocolarias y le permite soñar con expandir su dominio a todo el tablero. Al fondo de la imagen, por si quedara alguna duda, la presencia imponente del “Gran Vidrio”, con todas sus rajaduras, insinuaciones infrafinas y orificios oculares, controla la evolución de la partida más enigmática de la historia. Como en la ficción de Alicia a través del espejo, de Lewis Carroll, la trama retorcida ha sido concebida para apoderar al humilde peón (niña) y transformarlo en Reina (mujer). Pienso en Cindy Sherman, sus falsos fotogramas de película y sus muñecas maltratadas, maniquíes doblados o desdoblados en imágenes y reflejos de una feminidad escénica o escenificada como fetiche del deseo del otro (Cindy, the Doll is mine). Pienso en Eric Fischl y sus imágenes pictóricas de un erotismo furtivo: un panorama pornográfico de vulvas visionarias. Pienso en Baudelaire, sobre todo, inscribiendo en verso la verdad escandalosa de la pintura de Manet sobre la bailarina Lola de Valencia: Le charme inattendu d´un bijou rose et noir. Pienso en las lecciones y erecciones de Tom Wesselmann y en sus escenarios de un morboso erotismo, donde los desnudos femeninos y los accesorios domésticos ocupan la más turbadora y chillona de las superficies estéticas. Pienso en Britney Spears, una de las reinas (púbicas) de la cultura de masas (It´s Britney Bitch). ¿Qué diría Lacan, sabiendo todo lo que supuestamente sabía sobre las mujeres, del vídeoclip y la letra de su canción Gimme More? La femme n´est pas toute? Encore?...
Homo ludens. Femina vita.
L. H. O. O. Q. (“Elle a chaud au cul”). Lui aussi, quand même.
12 comentarios:
Buen recorrido! Yo, al enlazarte en mi blog, he aprovechado para colocar el culo caliente de Britney (también al sol: aprendiz al sol), al que le tenía ganas desde que vi esta foto:
http://joseantoniomontano.blogspot.com/2009/09/britney-tiene-el-culo-caliente.html
¿Estás seguro de que ésa es Britney? Si parece una turista torremolinera despatarrada al sol que más calienta...
En la web donde la cacé (que ahora no sé cuál es) ponía que era Britney. Y yo diría que sí. Fíjate, por ejemplo, en este foto en que sí es Britney seguro: es el mismo culo y, sobre todo, el mismo tatuaje:
http://img.thesun.co.uk/multimedia/archive/00862/Britney_Spears_862256a.jpg
navegando por el mundo...
voy y me encuentro este blog.
Me parece muy bueno, seguiré leyendo...
saludos
Qué bueno! Como siempre, hay muchísimas jugadas posibles para seguir la partida, -el comienzo del juego-, el desnudo en esa escalera, el amante cocinado de Greenaway, el ojo cacodilato –ahí hay una idea para mí-, ...
Koons me parece demasiado frívolo, pero sin embargo es un gran timador, un bono basura calificado AAA+ por Lehman Brothers. Tal vez ese sea su mérito. Prefiero a Hirst, con sus armarios llenos de bisturís. Creo que tiene el discreto encanto de la burguesía, como esa cajita cuyo contenido no ves pero de la que ella huye despavorida, mucho más Buñuel.
Hay también en la Galleria Borghese un hermafrodita acostado. Muestra su trasero femenino. Su sexo, quizás masculino, queda oculto apuntando a la pared. Algún pacato convirtió la escultura en un ready-made duchampiano. Sí, su espalda es magnífica, pero ¿qué hay oculto tras su nombre?, ¿será igual de bella la escultura por el otro lado? Rrose y no Rose.
Estupendo citar a Cézanne y Picasso. Y a Baudelaire:
Que tu viennes du ciel ou de l‘enfer, qu’importe,
O Beauté! Monstre énorme, effrayant, ingénu!
Dani: Bienvenido, muchas gracias por el comentario y vuelve cuando quieras/puedas.
Jesús: Hirst está entre los míos, pero no ha trabajado en estos turbios aspectos como Koons, a quien yo veo como un espejo deforme o un doble amorfo de la sociedad de consumo, aprendiz de Warhol con su coeficiente duchampiano incorporado.
Con todas sus similitudes y disimilitudes, Baudelaire y Warhol, son, sin duda, los estetas a seguir más de cerca...
Y, sí, claro: el turbador hermafrodita de la Borghese, que Velázquez copió y ahora está en el Prado como una especie intrusa en el panorama de las artes antiguas...
Sí, Montano, pareces tener razón y ésa es la grupa de Britney con su sello de calidad o denominación de origen, ¿será un tatuaje duchampiano o un ideograma barriobajero?...
Bueno creo que re-visitar a Duchamp sin fetichizarlo de esta manera sería un sano ejercicio. Todo pase por Ramírez, eso sí.
Disculpa, Gloria: ¿fetichizarlo?, ¿sano ejercicio? No entiendo bien qué quieres decir...
El descifra-fetichizador que lo descifretichice, buen descifra-fetichizador será. Et voilà, je ne le sais pas.
Leí deprisa, marcada la página para releer en breve con más atención... pero no me pareció ver nombrado a Dalí ¿? Recomendadísimo libro de Francisco Javier San Martín "Dalí-Duchamp. Una fraternidad oculta"
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