Houellebecq
es uno de los novelistas más apasionantes del nuevo siglo. Un explorador
desinhibido de las antinomias morales y los territorios tabú de la conciencia
europea contemporánea. Un cronista implacable de la descomposición de los
valores ilustrados en la Eurozona. Por si fuera poco, Houellebecq ha escrito
este hermoso ensayo sobre Lovecraft, mostrando así la intensa vibración neogótica
de toda su literatura. Este libro imprescindible comienza de un modo
devastador, formulando una poética existencial que eleva el disgusto profundo
ante las condiciones de la vida (“La vida es dolorosa y decepcionante”) a una
dimensión cósmica en la que ya no se aspira a hallar consuelo sino a contemplar
el verdadero tamaño del horror sobre el que se cimienta la impostura moral del
orden establecido y las costumbres sancionadas por el ideario conformista
dominante.
No se
engañaba John Banville, en su apología estética de Houellebecq, al calificar el
libro de “manifiesto apenas velado de un joven escritor desenfrenadamente
ambicioso, ferozmente iconoclasta y simplemente salvaje”. El Houellebecq que lo
escribió pugnaba ya por convertirse en el Houellebecq exitoso y polémico que
todos conocemos. A pesar de ser una obra de encargo, es posible encontrar en
esta biografía crítica del mitógrafo del horror de Providence el sustrato
genuino de la filosofía de Houellebecq. Como buen postmoderno, Houellebecq ha
sabido transformar este ideario sin futuro en una rentable simulación de
sentido, el remedo mediático de un pensamiento pesimista que bebe alegremente
de fuentes amargas como Schopenhauer y Lovecraft sin abandonar un instante la
pose mundana que garantiza el éxito comercial.
Por
eso quizá, como reconoce, en la narrativa de Lovecraft faltan dos realidades
fundamentales del mundo moderno: el sexo y el dinero. El segundo no es tampoco demasiado
relevante en la obra de Houellebecq, pero sí desde luego el primero (“el único
juego que les queda a los adultos”). No cabe la fuerza genesíaca en los
planteamientos literarios de Lovecraft, del mismo modo que constituye, con plena
lucidez y pornográfica exactitud, el impulso vital incuestionable de las
novelas de Houellebecq. Lo que sí compartirían ambos escritores, en cambio, es
una visión del mundo absolutamente materialista y, en consecuencia, la
tendencia a integrar conceptos científicos avanzados en sus tramas narrativas.
En muchos relatos de Lovecraft, de hecho, el triunfo del monstruo indescriptible, la alianza espantosa con el mal, el horror o el caos de la materia viva aquejada de impredecibles mutaciones, parecería anunciar el momento en que todos los terrores se disipan y sólo queda un porvenir indefinible y totalmente radiante más allá de lo humano. De ese modo, como insinúa Houellebecq, las fantasmagorías inhumanas de Lovecraft parodian el lenguaje puritano de las iglesias protestantes y subvierten sin pretenderlo el objetivo trascendente de su discurso al constatar el fracaso de toda empresa humana enfrentada al mal. Ese paroxismo del mal que excede las categorías morales con que se ha interpretado tradicionalmente el cosmos.
No obstante, los terrores que
Lovecraft escenifica superan ampliamente los límites de la resistencia racional
ante lo desconocido. Es por eso que Houellebecq se atreve, en una de sus
piruetas más arriesgadas, a relacionar a Lovecraft con Kant. Esta vinculación
se fundaría solo en la tentativa atribuida al escritor de concebir el horror a
la medida de la racionalidad extrema propia de los desarrollos de la sociedad
occidental. También se podría probar a vincularlo con Nietzsche, aunque
Houellebecq, por razones obvias, no mencione esta interesante posibilidad de
construir una mitología alternativa.
En
este sentido, las aprensiones sexuales y raciales de Lovecraft, tan bien
analizadas por Houellebecq, por más que nos disgusten o perturben la
comprensión del personaje, forman parte inevitable del mundo de fantasmas
inconscientes al que se enfrentó con los únicos instrumentos con que contaba
este norteamericano desgarbado y enfermizo, de imaginación calenturienta y
pánico cerval a la realidad de la vida: el lenguaje heredado de sus ancestros y
las fábulas primordiales de una teogonía malvada solo apta para descreídos.
Ayer
se cumplieron 84 años de su muerte.
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