martes, 16 de marzo de 2021

LA LLAMADA DE LOVECRAFT


[Michel Houellebecq, H. P. Lovecraft: contra el mundo, contra la vida, Anagrama, trad.: Encarna Gómez Castejón, 2021, págs. 128] 

Houellebecq es uno de los novelistas más apasionantes del nuevo siglo. Un explorador desinhibido de las antinomias morales y los territorios tabú de la conciencia europea contemporánea. Un cronista implacable de la descomposición de los valores ilustrados en la Eurozona. Por si fuera poco, Houellebecq ha escrito este hermoso ensayo sobre Lovecraft, mostrando así la intensa vibración neogótica de toda su literatura. Este libro imprescindible comienza de un modo devastador, formulando una poética existencial que eleva el disgusto profundo ante las condiciones de la vida (“La vida es dolorosa y decepcionante”) a una dimensión cósmica en la que ya no se aspira a hallar consuelo sino a contemplar el verdadero tamaño del horror sobre el que se cimienta la impostura moral del orden establecido y las costumbres sancionadas por el ideario conformista dominante.

No se engañaba John Banville, en su apología estética de Houellebecq, al calificar el libro de “manifiesto apenas velado de un joven escritor desenfrenadamente ambicioso, ferozmente iconoclasta y simplemente salvaje”. El Houellebecq que lo escribió pugnaba ya por convertirse en el Houellebecq exitoso y polémico que todos conocemos. A pesar de ser una obra de encargo, es posible encontrar en esta biografía crítica del mitógrafo del horror de Providence el sustrato genuino de la filosofía de Houellebecq. Como buen postmoderno, Houellebecq ha sabido transformar este ideario sin futuro en una rentable simulación de sentido, el remedo mediático de un pensamiento pesimista que bebe alegremente de fuentes amargas como Schopenhauer y Lovecraft sin abandonar un instante la pose mundana que garantiza el éxito comercial.

Por eso quizá, como reconoce, en la narrativa de Lovecraft faltan dos realidades fundamentales del mundo moderno: el sexo y el dinero. El segundo no es tampoco demasiado relevante en la obra de Houellebecq, pero sí desde luego el primero (“el único juego que les queda a los adultos”). No cabe la fuerza genesíaca en los planteamientos literarios de Lovecraft, del mismo modo que constituye, con plena lucidez y pornográfica exactitud, el impulso vital incuestionable de las novelas de Houellebecq. Lo que sí compartirían ambos escritores, en cambio, es una visión del mundo absolutamente materialista y, en consecuencia, la tendencia a integrar conceptos científicos avanzados en sus tramas narrativas.

En muchos relatos de Lovecraft, de hecho, el triunfo del monstruo indescriptible, la alianza espantosa con el mal, el horror o el caos de la materia viva aquejada de impredecibles mutaciones, parecería anunciar el momento en que todos los terrores se disipan y sólo queda un porvenir indefinible y totalmente radiante más allá de lo humano. De ese modo, como insinúa Houellebecq, las fantasmagorías inhumanas de Lovecraft parodian el lenguaje puritano de las iglesias protestantes y subvierten sin pretenderlo el objetivo trascendente de su discurso al constatar el fracaso de toda empresa humana enfrentada al mal. Ese paroxismo del mal que excede las categorías morales con que se ha interpretado tradicionalmente el cosmos.

No obstante, los terrores que Lovecraft escenifica superan ampliamente los límites de la resistencia racional ante lo desconocido. Es por eso que Houellebecq se atreve, en una de sus piruetas más arriesgadas, a relacionar a Lovecraft con Kant. Esta vinculación se fundaría solo en la tentativa atribuida al escritor de concebir el horror a la medida de la racionalidad extrema propia de los desarrollos de la sociedad occidental. También se podría probar a vincularlo con Nietzsche, aunque Houellebecq, por razones obvias, no mencione esta interesante posibilidad de construir una mitología alternativa.

En este sentido, las aprensiones sexuales y raciales de Lovecraft, tan bien analizadas por Houellebecq, por más que nos disgusten o perturben la comprensión del personaje, forman parte inevitable del mundo de fantasmas inconscientes al que se enfrentó con los únicos instrumentos con que contaba este norteamericano desgarbado y enfermizo, de imaginación calenturienta y pánico cerval a la realidad de la vida: el lenguaje heredado de sus ancestros y las fábulas primordiales de una teogonía malvada solo apta para descreídos.

Ayer se cumplieron 84 años de su muerte.

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