viernes, 22 de diciembre de 2017

AMOR JEDI

Me estoy haciendo Jedi. Tal como va el mundo, no veo mejor opción. En Australia, Canadá y Escocia es una religión aceptada, con decenas de miles de seguidores. En Inglaterra y Gales existen más Jedis, como Gareth Bale, que judíos o budistas. Y aquí no tardará en implantarse, con su ironía cósmica, como una espiritualidad alternativa más adecuada a la vida del siglo XXI que cualquiera de sus milenarias competidoras.
Uno no se transforma en Jedi enseguida. Se necesita un largo proceso de instrucción. Mi psiquiatra piensa que me estoy volviendo loco por culpa del canal temático de Movistar sobre “Star Wars”. Dedicar tantas horas diarias a consumir una mitología degradada como esa es peligroso, me advirtió la última vez que hablé con ella. Tu mente puede trastornarse aún más. Mi psiquiatra cree que huyo de la depresión contemplando en bucle esas naves espaciales cruzando el cielo estrellado y esas espadas láser combatiendo el mal con alegría coreográfica. Y me recomienda salir a la calle para admirar, como mis congéneres, el espectáculo sideral de las luces navideñas. Ay, si ella conociera la realidad, dejaría de ser psiquiatra y se haría Jedi como yo.
Todo comenzó hace mucho, mucho tiempo en una remota nebulosa llamada adolescencia. Yo debía de tener quince años cuando ya me había convertido en un fan precoz de la saga galáctica. Coleccionaba toda imagen o accesorio que se me ponía a tiro y contaba con desesperación las horas que restaban para encontrarme con mi universo soñado. El primer contacto me dejó abatido. Salí del cine con la sensación de haberme perdido algo. No era eso lo que esperaba. Pero la semilla estaba sembrada. El chispazo estelar había alcanzado mi corazón. Las siguientes entregas me cogieron desprevenido llegando a la mayoría de edad o sumido en un período sentimental de experiencias tumultuosas. Cuando la saga reemprendió su viaje al hiperespacio a fines del siglo pasado, mi indiferencia era una pose adulta para conjurar la verdad.
Sentí la primera conmoción de la Fuerza al ver morir a Han Solo a manos de su malvado hijo. Una punzada cardíaca me hizo pensar en mi padre, muerto de un ictus catorce años antes, y se me saltaron las lágrimas en el cine. La segunda conmoción me atacó un año después, tras la muerte real de la princesa Leia. Mi psiquiatra achacó el dolor torácico al estrés nervioso propio de los sedentarios hiperactivos. Pero yo sabía más. La Fuerza estaba penetrando en mí con fuerza. Concentración interior, energía sublimada, disciplina emocional. La Fuerza tiene su lado oscuro, pero aprendes a controlar su poder. Es como el amor. Tensión eléctrica. Calambrazo sanguíneo. Cuando profesas el credo Jedi te despides de todos los vicios, te dejas crecer la barba carismática y afrontas el nuevo año sin miedo y sin esperanza. 
Que la Fuerza del Amor os acompañe. 

lunes, 18 de diciembre de 2017

EL CEREBRO ERES TÚ

 
 
[David Eagleman, El cerebro. Nuestra historia, Anagrama, trad.: Damià Alou, 2017, págs. 277]


Y la gris resaca, esa corriente que le aleja a uno de tierra firme, que le lleva mar gris adentro, cerebro adentro.

-Luis Goytisolo, Antagonía («Recuento», p. 514)-

No se engañe por más tiempo. No es usted, en realidad, quien lee estas palabras sino su cerebro. O mejor dicho: los millones de neuronas que componen las redes de su cerebro y que, según diría David Eagleman, usted suele identificar como su yo. Eagleman, además de un brillante neurocientífico de la prestigiosa universidad de Stanford, es un magnífico divulgador. Como reconoce en la sección de agradecimientos de este instructivo ensayo, sus padres, una bióloga y un psiquiatra, rara vez le permitían ver la televisión excepto cuando emitían la serie “Cosmos” de Carl Sagan.
Este es el modelo reconocido de Eagleman, fundado en la adquisición del conocimiento a través de la investigación rigurosa en laboratorio y, más tarde, la trascendental difusión de los datos recopilados por todos los medios de comunicación disponibles, desde la televisión a internet, para que alcancen al mayor número posible de receptores. En este aspecto, su logro más llamativo es haber creado un libro digital (“¿Por qué importa la Red?”) que es también una aplicación para tabletas a fin de concienciar sobre la importancia de internet en la conservación y transmisión del conocimiento. En la visión de Eagleton, el cerebro individual no es nada sin la interacción social con otros cerebros, constituyendo una red de redes. No otra cosa es internet, una red de cerebros interconectados a nivel mundial. Un cerebro de cerebros.
Tras esto, Eagleman escribió el guión de una teleserie documental, al estilo de Sagan, para difundir los fundamentos de la ciencia del cerebro que ya había expuesto con éxito en su libro anterior (“Incógnito”) y que ahora quería hacer llegar al gran público no lector. Para articular su ameno discurso, Eagleman recurre a la estrategia retórica de plantear los conceptos esenciales de su ideario por medio de una serie de seis preguntas clave que son también los capítulos que constituyen este interesante libro, compañero textual de la teleserie.
La primera respuesta a esas cuestiones es básica: somos siempre lo que el cerebro quiere. El cerebro humano, se entiende: esa extraña maquinaria computacional encerrada en la caja oscura del cráneo, según la definición de Eagleman, esa masa celular de plasticidad infinita que determina con sus incesantes procesos todo lo que hacemos, decimos, sentimos y pensamos.
De ese modo, respondiendo a las grandes preguntas formuladas en el libro, el yo depende del funcionamiento cerebral y sus caprichos; la realidad es una construcción mental generada con los datos cognitivos obtenidos por los sentidos; el control y las decisiones dependen del cerebro, es decir, están bajo la tutela de operaciones neuronales de las que no sabemos nada, tal es la complejidad constitutiva de nuestras necesidades y deseos vitales, y nuestra conciencia es solo un destello ilusorio en medio de ese aparente caos de señales y conexiones.
Freud dio una primera respuesta, conforme a las expectativas de su tiempo, pero desde el siglo pasado la ciencia no ha hecho sino avanzar en la exploración fisiológica del cerebro hasta llegar a una situación insólita. En este siglo, la evolución de la neurociencia y la tecnología cibernética van de la mano, como señala Eagleman, hasta el punto de poder experimentar con la fusión del humano y la máquina mediante el volcado de cerebros individuales en ordenadores, la incorporación de nuevos dispositivos sensoriales a nuestro viejo cerebro y, sobre todo, la creación de inteligencias artificiales cada vez más potentes y sofisticadas.
Al final, Eagleman, con sus grandes dotes de persuasión, nos hace comprender que la ciencia del cerebro y la vida futura forman parte de la aventura milenaria de la inteligencia humana. 

viernes, 15 de diciembre de 2017

EL PAÍS DE GASS


Tras la muerte de William Gass la pasada semana, padeciendo durante años el mal de Alzheimer, que tantos estragos le causó a un hombre que vivía en y por la memoria de lo leído y lo vivido,  recupero este post reciente para rendirle a Gass el homenaje que merece. Ojalá algún editor se anime pronto a traducir El túnel, su obra maestra novelística, a la que dedicó no menos de 25 años de escritura, lo que en el caso de Gass significa tanto un ejercicio de rigor como de imaginación, inventiva verbal y exigencia intelectual,  disciplina y placer...

[William H. Gass, En el corazón del corazón del país, La Navaja Suiza, trad.: Rebeca García Nieto, 2017, págs. 275]

Si hay un escritor norteamericano que ha recobrado actualidad, tras la victoria del espantajo Trump y la América esperpéntica que representa con su ejercicio del poder, es William H. Gass (1924), olvidado durante decenios por las editoriales españolas y uno de los escritores más originales de la segunda mitad del siglo XX.
Compañero de viaje de brillantes postmodernos como Gaddis, Barth, Hawkes, Barthelme o Coover, con los que llegó a fundar el club de los cerebros más despiertos de Norteamérica en una época histórica convulsa, es quizá el menos reconocido en España en la multiplicidad de su talento. Filósofo de formación, grandísimo ensayista y pensador literario, autor de algunas de las ficciones breves más perfectas y perturbadoras de su tiempo y de una novela suprema (El túnel; 1995), una sátira experimental de estilo bernhardiano sobre un solitario profesor universitario experto en la historia nazi y fundador infame del partido de la gente amargada y resentida.
Este libro deslumbrante supone una puesta en práctica del ideario de Gass sobre la ficción. Fue publicado en España por primera vez en 1985 por Alfaguara y estaba descatalogado desde hace años. Es una excelente iniciativa recuperarlo en una nueva traducción más literal y actualizada. Contiene cuatro relatos y una novela corta y el mejor itinerario de lectura es el inverso al propuesto en el índice. Para captar toda la intención del libro sería conveniente comenzar por el relato que titula el volumen, una muestra magistral del arte narrativo de Gass y un privilegiado portal de acceso a la realidad de la América profunda, repleta de resentimiento, frustración e ignorancia, que retroalimenta la ficción del autor con el conflicto inevitable contra su erudita inteligencia. Leyendo marcha atrás, irán encajando en el cuadro el ama de casa que se mira en el espejo abyecto de las cucarachas (“El orden de los insectos”), el voyeurismo malsano de la mediocridad doméstica (“Carámbanos”, “La señora Ruin”) y, finalmente, la gótica tragedia de los Pedersen y la violencia primordial de las planicies heladas del Medio Oeste (“El chico de Pedersen”).
El país de Gass no se mide solo por la topología y los topónimos sino también por los tropos especulativos con que el autor construye sus mapas mentales del territorio americano. Los tropos son las metáforas con que captura los peculiares tropismos de sus personajes. Este es un libro, por tanto, compuesto más por un soporte de voces narrativas y tropos textuales que por historias convencionales.
Como decía Gass en Fiction and The Figures of Life, una recopilación de ensayos contemporáneos de la escritura de los textos incluidos en este libro fundacional: el novelista que comprende su arte ya sabe que este consiste no en copiar sino en crear y recrear el mundo con el medio del que es un maestro virtuoso, el lenguaje (“Philosophy and the Form of Fiction”; 1970, p. 24). Por eso Gass se declara un escritor aquejado de la “enfermedad verbal”.
La ficción para Gass es un cerebro consciente del mundo y el tropo cerebro-mundo es uno de los que mejor definen su estética y su filosofía narrativas y, a partir de ahí, el lenguaje de la ficción construye su mundo de figuras y figuraciones. Como reflexiona en el magnífico relato que da título a la colección ese narrador decepcionado al que se le ha echado el tiempo encima sin que su corazón haya encontrado la quietud y la sabiduría que la edad promete en el ideario humanista tradicional: “El mundo –qué grandiosa, qué monumental, solemne y mortal es esta palabra: el mundo, mi casa, la poesía”.
Por todo ello se puede decir que América es el país de Gass y no de Trump. O que la América de Gass es y no es la de Trump en la medida en que su literatura incorpora una dimensión de belleza verbal y de crítica intelectual de la que carece la ramplona realidad. El mundo paradójico de Gass puede ser habitado sin miedo por el lector y su geografía mental recorrida de un extremo a otro con la certeza de que los únicos vicios amenazados ahí son el puritanismo, la pereza intelectual y la estupidez política.


Coda:

La obra más jugosa de William Gass es Willie Masters´ Lonesome Wife (1968), donde el gran experto en la “vida sexual de las palabras” (Will Gass) le daba una lección secreta al supuesto experto en la vida sexual de los individuos y las parejas (Will Masters) y no solo al otro Will palabrero (Shakespeare), como muchos han creído desde su publicación. En la misma época (finales de los sesenta) en que se hicieron públicos los resultados de los estudios de Masters & Johnson, Gass contesta a su colega científico de la Universidad de Washington (St. Louis, Missouri), recordándole que se le ha olvidado una dimensión fundamental de la experiencia: las relaciones entre el verbo y la carne, el verbo que se hace carne en la vida y la carne que se hace verbo profano en la literatura y en la novela, retornando así al origen del bucle cultural. Con su diseño original y sus páginas de colores y tonos paródicos replicando mesetas de placer, grados de ardor y orgasmos consumados, Willie Masters´Lonesome Wife plantea la lectura, en un tropo atrevido, como la posesión del cuerpo desnudo de la solitaria mujer protagonista. El objeto de deseo de la lectura era tan promiscuo e impuro que Gass, por precaución, recomendó al editor que incorporara un profiláctico al libro para evitarle contraer la “Enfermedad Verbal”. El mismo Gass, según reconoce, la habría contraído tiempo atrás leyendo a ciertos maestros inconfesables (Chaucer, Rabelais, Joyce, entre los más probables).
El verdadero designio del híbrido artefacto (narración y ensayo a partes iguales) es la reivindicación de una literatura tan contaminada de impurezas mundanas como caracterizada por una dicción deslenguada, impura e irreverente, el “estilo democrático” demandado por los nuevos tiempos culturales: “Full of the future, cruel to the past, this time we live in is so much in blood with possibility and dangerous chance, so mixed with every color, life and death, the good and bad homogenized like milk in everything we think –new men, new terrors, and new plans-  that Alexander now regrets his love to drink; Elizabeth, that only Queen, paws for her wig to seek employment; and the Swift Achilles runs against his death to be here. It´s not the languid pissing prose we´ve got, we need; but poetry, the human muse, full up, erect and on the charge, impetuous and hot and loud and wild like Messalina going to the stews, or those damn rockets streaming headstrong into stars. YOU HAVE FALLEN INTO ART-RETURN TO LIFE”. 

lunes, 11 de diciembre de 2017

CINCUENTA AÑOS DE SOLEDAD

En un reciente encuentro con periodistas y escritores, algunos amigos colombianos que habían compartido conmigo, sin conocernos, el multitudinario homenaje de la Feria de Guadalajara en 2008, me contaron que al Gabo, como lo llaman sus amigos y admiradores en todo el mundo, las gentes del pueblo, tras la concesión del Premio Nobel en 1982, lo interpelaban en la calle, cuando se lo cruzaban, llamándolo “Señor Premio” y al cabo de unos años, abreviando el tratamiento con mayor ironía si cabe, simplemente “Premio”. Solo por contar esta graciosa anécdota ya merece la pena recordar las maravillas de su obra cumbre, las Mil y una noches del continente americano…

[Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Random House, 2017, págs. 400]

            Muchos años después, cincuenta exactamente, muchos lectores siguen preguntándose con razón qué hace de un libro un acontecimiento, de una novela un clásico instantáneo, de una ficción literaria un mito incontrovertible. Muchos años después, medio siglo exactamente, los lectores especializados no salen de su asombro ante un fenómeno que nadie había previsto en su tiempo. Y los lectores sin atributos tienen la sensación de que el tiempo no ha pasado en balde y lo que en su época se devoraba sin problemas, hoy en día, dada la rebaja de los estándares de lectura, se ha convertido en un libro difícil.
Tras el premio Nobel en 1982 le preguntaron a Gabo si prefería tener muchos lectores a cambio de rebajar el nivel artístico de su escritura o mantener esta en lo más alto y obligar a los lectores a ascender en la escala cultural hasta encontrarse con la recompensa de una novela exigente como esta. Gabo, como novelista ilustrado, lo tenía muy claro: fórmese primero a los lectores.
Se olvida a menudo que la historia de los Buendía no habría sido posible sin que García Márquez recibiera la influencia fecunda de grandes maestros como Cervantes, Proust, Faulkner, Joyce, Carpentier o Kafka, mucho antes de pensar en construir un mundo que nunca existió más que en su cabeza a partir de la materia prima y los componentes residuales del folclore oral, la leyenda o el mito. Una de las fuentes de inspiración más potentes de esta novela irrepetible desde siempre y para siempre es Borges. El Borges de las ficciones y artificios, del español pulcro y exacto, pero también el Borges de las inquisiciones teóricas, relector agudo de Cervantes, el Borges de Pierre Menard y las “magias parciales del Quijote”.
Macondo es llamada “la ciudad de los espejos” por el narrador y esta concepción especular le entrega al autor el poder omnímodo de servirse de la imaginación y la fabulación hasta las últimas consecuencias. Así, todas las coordenadas del texto (la hipérbole sistemática de personajes y acontecimientos, la atmósfera onírica, los hechos inverosímiles, las especulaciones alucinantes, las anomalías naturales, las escrituras proféticas, etc.) se pondrían al servicio de la constitución de un orden narrativo autónomo, la configuración de un mundo abigarrado y múltiple, un mundo de mundos, al que dotarían de sus rasgos más destacados y singulares respecto de la realidad exterior a la fábula.
Si uno lo piensa bien, la Macondo de García Márquez es tan difícil de adaptar al cine porque sus escenarios fantásticos y la epopeya mitológica de sus personajes solo pueden brotar de las frases y las palabras mágicas con que el gran ilusionista les da vida literaria en cada página, desde el principio hasta el final, desde el momento inicial de la fundación mítica de Macondo al momento de su destrucción crítica, desde el Génesis de ese mundo imposible hasta el Apocalipsis de las últimas líneas. Cuando al final de “Cien años de soledad” aparece un viento intempestivo para borrar a Macondo del mapa de la imaginación y acabar de una vez con todas las historias de los Buendía y sus enredadas ramificaciones genealógicas, el lector comprende que la descomposición material del mundo sirve como condición inevitable de la terminación poética y estética del libro.
No por casualidad, antes de que la ciudad centenaria sucumba al peso del tiempo y la decadencia moral irreversible, uno de los personajes descubre que la literatura, como pensaba su creador, era “el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente”. 

lunes, 4 de diciembre de 2017

EL FANTASMA DE LA REVOLUCIÓN



[Wu Ming, El Ejército de los Sonámbulos, Anagrama, trad.: Juan Manuel Salmerón Arjona, 2017, págs. 584]

            Una cosa es escribir novela histórica y otra escribir novela histórica sobre una época donde no existía la novela histórica, como hacen casi todos los practicantes del género decimonónico por excelencia. Se puede sentir nostalgia por el tiempo pasado, pensando que fue distinto del nuestro y que eso lo hace más adecuado para los placeres de la literatura. Pero esa nostalgia adulterada alimenta la peor forma de novela histórica, la más conformista o degradada, la de más éxito comercial.
Conviene recordar aquella paradoja del historiador Hayden White: la escritura de la historia posee tantos componentes de ficción como poder de representación histórica tiene la novela. Por fortuna para los lectores, el colectivo Wu Ming ha asumido dos lecciones fundamentales al escribir esta gran novela sobre la Revolución francesa. Una, la escritura debe comprender la escenificación del pasado histórico como una oportunidad de intervenir en la situación política presente. Dos, para lograr este efecto revulsivo no solo se necesita desmantelar la diferencia entre fabulación y documento, sino entre ficción y verdad.
“El Ejército de los Sonámbulos” es una novela de lectura deliciosa gracias a que su manejo de los documentos de la época y los hechos atestiguados se combinan, sin apenas distinguirse, con las leyendas y fantasías del imaginario coetáneo, popular o culto. De ese modo, los escritores de Wu Ming se oponen al modelo anglosajón de novela más rigurosa e historicista, más anclado en los datos conocidos y, por tanto, menos liberador e imaginativo. El estilo, para entendernos, de Hilary Mantel, autora de una interesante novela sobre los líderes jacobinos (“La sombra de la guillotina”).
            Con inteligencia dialéctica, la ficción de la novela fecha su obertura el 21 de enero de 1793, día de la ejecución del rey Luis XVI, y se extiende hasta el 21 de enero de 1795, describiendo con recursos de folletín de aventuras y fantasía el período más tormentoso de la Revolución francesa: el Régimen del Terror, o “el tiempo de la Gran Parodia”, como lo llama el villano Yvers.
Este grandioso acontecimiento de la modernidad occidental supone, para Wu Ming, no solo una transformación de las coordenadas históricas, sino también uno de esos procesos sociopolíticos que revelan verdades primarias sobre la naturaleza humana, los deseos de cambio, los anhelos de justicia, libertad e igualdad y la tendencia a infligir el mal y la iniquidad. No se entiende la Revolución francesa si no se habla de ella, también, como de una máquina de destrucción ilimitada, protagonizada por otra máquina terrorífica como la guillotina, por la que fueron pasando primero los actores del antiguo régimen y sus aliados y luego, sin apenas transición, los actores carismáticos de la revolución.
Los héroes de esta trama épica son tres personajes novelescos: un actor italiano (Leonida Modonesi) que encarna la figura del vengador social bajo la máscara de Scaramouche cuando comprende la futilidad del teatro y la trascendencia vital de los nuevos tiempos; un médico aficionado al mesmerismo (Orphée D´Amblanc) que desvela y combate el oscuro complot reaccionario; y una costurera insurgente y altiva (Marie Nozière) que descubre la fuerza intelectual de las mujeres y anticipa el futuro de la lucha política por sus derechos.
El ingenioso acierto creativo de Wu Ming consiste en dar crédito a la hipótesis de un golpe de estado reaccionario dado desde dentro mismo del poder revolucionario y, además, metaforizarlo a través de ese ejército espectral de zombis hipnotizados que amenazan con sus acciones terroristas el nuevo orden político.
Esta estupenda novela podría convertirse en una magnífica teleserie europea.

lunes, 27 de noviembre de 2017

LA SAGA/FUGA DE JOHN BARTH (2)

            
Comencé a leer en serio a John Barth, como he contado ya, en el invierno de 1993, incitado por la lectura de Palimpsestes de Gérard Genette, donde se hacía un elogio desmesurado a El plantador de tabaco y a otros autores y obras de la corriente posmoderna. Desde hacía algunos años, sin saber por qué, me había dedicado a coleccionar libros de Barth traducidos al español, cada vez que me los encontraba por azar en librerías o sabía de su aparición. Los adquiría enseguida y curioseaba sus páginas sin llegar a imaginar que algún día los leería en cadena con la avidez adictiva con que solo se lee a los escritores verdaderamente grandes. Tras devorar entonces, es un decir, El plantador de tabaco, proseguí mis tareas de lectura heroica con Quimera, Perdido en la casa encantada, La ópera flotante. El final del camino y Sabático. Durante un viaje a Londres en la primavera de 1993, en que descubrí la pérdida de interés por los posmodernos en el mundo anglosajón (confirmada en California solo un año después), rastreé todas las librerías posibles en busca de obras de Barth y de otros colegas afines. Tuve la suerte de encontrar, perdidas en un mercadillo de libros de ocasión, una edición original de Letters (¿se traducirá alguna vez esta obra magna, suma total de la obra barthiana?) y una edición de bolsillo de Giles Goat-Boy, ambos ejemplares muy manoseados pero perfectos para lo único que quería de ellos. Leerlos cuanto antes. Cosa que hice con pasión, asombro, atención extrema y excitación incomparable a mi regreso. Después de esto, Barthelme, Gaddis y Coover cubrieron la vacante de Barth y no volví a leer a este autor hasta que Sexto-Piso decidió editar (o reeditar) algunas de sus obras fundamentales hace ahora cuatro años. Leerlo hoy, para mí, nunca puede ser lo mismo que entonces, con apenas treinta años, pero sigo creyendo que pretender discutir en el presente sobre las formas de la ficción sin haber leído a Barth, aunque sí a algunos de sus epígonos, es un grave error crítico. A Barth y a Pynchon, por supuesto, a Coover y a Barthelme, a Gass (¿para cuándo El túnel?) y a Gaddis. En suma, a todos los autores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX que elevaron el poder de la ficción literaria a la máxima potencia creativa, mucho más que la novela del boom latinoamericano, en un momento histórico en que en Europa se dudaba sobre todo, por razones obvias, y se cuestionaba la validez del arte y no solo de la narrativa y se vivía una crisis de formas y no solo de pensamiento. Leer hoy al genial y exuberante Barth de los sesenta y setenta, en medio de este reinado de la medianía comercial y la literatura sin demasiadas calorías, es una disciplina de placer estético y también de exigencia intelectual para las mentes más despiertas. Ya está dicho todo...

[John Barth, El final del camino Sexto Piso, trad.: Mariano Peyrou, 2017]

           
“En la vida no hay personajes que sean esencialmente principales o secundarios. En ese sentido, toda la ficción y la biografía, y casi toda la historiografía, son mentira. Todo el mundo es, por necesidad, el protagonista de la historia de su vida…Por lo tanto, en este sentido, la ficción no es una mentira en absoluto, sino una verdadera representación de la manera en que todos distorsionamos la vida”.

-J. B., El final del camino, p. 420-

Se atribuye a Stendhal una célebre frase que, en realidad, pertenece al historiador y polígrafo Vichard de Saint-Réal: “Una novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino”. Este pensamiento lo dispuso Stendhal como epígrafe del capítulo XIII de “El Rojo y el Negro” y se ha convertido desde entonces en el eslogan preferido de los defensores del realismo literario, incluidos aquellos que lo citan por error como tesis del gran maestro de la novela francesa decimonónica.  No sé hasta qué punto Barth la tuvo en mente mientras escribía esta novela y, sobre todo, al titularla. Lo evidente tras su lectura es que Barth suscribe los términos de la misma con ironía literal y los lleva hasta las últimas consecuencias.
En efecto, esta novela extraordinaria es un espejo que se pasea a lo largo del camino de la vida de sus personajes y se rompe en mil pedazos al llegar al final de su trayecto, donde una mujer se dispone a sufrir un aborto ilegal en un quirófano improvisado. Yo no sé si esto es realismo, el colmo del realismo, la expresión de la imposibilidad del realismo o el final estético del realismo. Lo que sí sé es que este desenlace es una de las escenas más terribles de la literatura del siglo XX. Hiperrealismo de la mejor calidad sin sensacionalismo gratuito ni detalles escabrosos o grotescos. La superación técnica, con el motivo del aborto como metáfora realista, de, entre otros, Hemingway (“Colinas como elefantes blancos”), Faulkner (Las palmeras salvajes) y Sartre (La edad de razón) y el anuncio de una estética literaria totalmente nueva e indefinible. Toda la novela conduce a ese final escalofriante con una maestría narrativa en el dominio del lenguaje, la voz y la perspectiva, los diálogos y los monólogos reflexivos, la descripción de espacios, personajes y mentalidades, con tal exactitud y rigor que haría sonrojar a todo el que después se atreva a proclamarse realista.
Ya el primer enunciado pone sobre aviso: “En cierto sentido, soy Jacob Horner”. El narrador y protagonista de esta fábula filosófica es un sujeto de identidad inconsistente, una psique dubitativa paralizada por un mal llamado “cosmopsis” que encuentra por azar a un enigmático afroamericano, el doctor Dockey, que lo somete a una cura radical que se revela una locura metódica: un tratamiento a su bloqueo vital fundado en la “mitoterapia”, es decir, en la noción de que en la vida asumimos roles y para hacerlo con éxito es necesario reconocer esa máscara sin ambages, como ficción del yo. Lo más sorprendente del tratamiento y la trama que diseña en paralelo es que conduce a una tragedia sangrienta al mismo tiempo que confirma con décadas de antelación los hallazgos del neurocognitivista Antonio Damasio y sus fascinantes teorías sobre la pugna mental entre un yo singular y un yo autobiográfico.
La escisión psíquica de Horner, agravada por la terapia ficcional que lo induce a actuar, y su antagonismo moral con otro personaje masculino, Joe Morgan, encarnación de la razón pragmática en estado puro, solo se resuelven con un aborto chapucero y la inicua muerte de una mujer manipulada hasta el extremo por la racionalidad absurda de los dos hombres de su vida, su marido intransigente y su amante perplejo.
Al final del camino, el espejo se quiebra en mil pedazos y los trozos del espejo, como en el cuento de Andersen, se dispersan por el mundo sembrando el caos y se confunden con la belleza y fealdad de la vida, generando una innovadora estética literaria (la posmoderna) para un tiempo de plenitud de la ficción como nueva clave de interpretación de la realidad. 

miércoles, 22 de noviembre de 2017

LA SAGA/FUGA DE JOHN BARTH (1)


Nunca agradeceremos bastante a Sexto Piso la iniciativa de reactualizar en español (con la valiosa colaboración del traductor Mariano Peyrou) la gran literatura de John Barth, tan ignorada en estas resecas tierras por todos los que pontifican a diario, con sospechosa intención y escaso conocimiento, sobre ficción y no ficción. Con sus inmensas novelas, Barth demuestra que la ficción es total, afecta por igual a todos los niveles de la literatura y la vida, y que solo se puede medir por grados de influencia o de impacto sobre la realidad. En literatura, en todo caso, el género de la no ficción (y cualquier forma de biografismo o autobiografismo) es solo el grado cero de la ficción, mientras la metaficción, elevada por Barth a la máxima categoría de la invención, la creatividad y el ingenio, sería el grado superior y, por tanto, la representación más completa de lo que somos en todas las dimensiones de la vida, incluidas aquellas que se ocultan a nuestro yo y a los otros. Como escribe Barth en El final del camino, sobre la que publicaré el próximo post en breve, y no se cansó de repetir en las entrevistas de aquella época: “la ficción no es una mentira en absoluto, sino una verdadera representación de la manera en que todos distorsionamos la vida”.
Por si fuera poco, la poderosa influencia literaria de Barth se deja sentir en escritores de la ambición y originalidad de Salman Rushdie, Carlos Fuentes, Julián Ríos y David Foster Wallace, cuyo conflicto edípico con el maestro de Maryland, por cierto, solo era comparable, según declaró en alguna ocasión, al que sostenía con Pynchon y Coover. El caso de Torrente Ballester, como señalo en el título, merecería como poco una tesis doctoral y, por tanto, quedará para otro día...


[John BarthLa ópera flotante, Sexto Piso, trad.: Mariano Peyrou, 2017]


Sin un ápice de exageración, el debut de un novelista de la envergadura de John Barth es análogo al estallido de una supernova o la aparición de una nueva estrella en una galaxia. En 1956, año de la primera edición de “La ópera flotante”, pocos escritores de su generación podían compararse con el talento portentoso de Barth, a pesar de sus dificultades iniciales para dar voz a sus obsesiones, o con su elevado nivel de comprensión de la situación de la literatura en aquel período cultural de cambios radicales.
Barth tenía 24 años cuando escribe esta primera novela y dos más cuando la publica, con otro final, tras algunos rechazos editoriales. Pero el gran acierto de Barth al escribir esta magnífica novela no reside solo en su capacidad para oler el aire viciado de los tiempos y percibir, a través del Atlántico, el humo nauseabundo del existencialismo parisino o los fétidos residuos del corpus beckettiano, sino en saber transfigurar este espíritu de angustia y decadencia europeas en una extravagante fiesta de humor negro e ingenio nihilista gracias a su combinación con las excentricidades de Cervantes, Rabelais, Sterne y, la gran novedad del lote, el brasileño Machado de Assis, discípulo de todos ellos y maestro posterior de los escritores más creativos en inglés o en español del siglo XX.
En un primer nivel, “La ópera flotante” cuenta en primera persona la historia de Todd Andrews: un virginiano de 54 años que nació con el siglo XX, combatió en la Primera Guerra Mundial, donde vivió un lance crucial con un soldado enemigo y descubrió que padecía una grave enfermedad de corazón, se educó intelectual y sentimentalmente en los locos años veinte, la era dorada de los filósofos y las “flappers” de Scott Fitzgerald, se hizo abogado y ejerció con éxito como tal durante años, comenzó a redactar en 1930 una encuesta (la “Investigación”) para determinar las causas del suicidio de su padre, sus relaciones con él y el sentido de su vida, y luego concibió un plan frustrado por el azar para matarse en junio de 1937 junto con otras setecientas personas, incluyendo a Harrison, Jane y Jeannine, su mejor amigo, su mejor amante y su hija adulterina, respectivamente, mientras asistía en un barco a la representación de un vulgar espectáculo de variedades titulado “La ópera flotante”.
En un segundo nivel, en sintonía con los planteamientos metaficcionales de Barth y los designios filosóficos de una narración enredada a la manera de Sterne y Machado de Assis, “La ópera flotante” logra dar cuenta de una mutación crítica en las estructuras y categorías con que el mundo se describe y reconoce y la naturaleza humana se concibe, certificando así el fin del realismo y el agotamiento de la narrativa convencional.
En “La ópera flotante”, Barth realiza un ejercicio de una suprema inteligencia al parodiar los principios del discurso existencialista, dinamitarlos con humor negro y comicidad blanca, con objeto de escenificar la muerte del sujeto, una idea tradicional del yo y la comunidad, y el comienzo de una era caótica donde la realidad, amenazada por la tecnología más destructiva jamás creada, la energía atómica, ya nunca volverá a ser la misma. Con esto, como si partiera de cero, a pesar de tomar en consideración los episodios menos ortodoxos de la historia literaria, Barth inauguraba la grandiosa renovación de las formas y formatos de la ficción que se consumaría en los años sesenta, con él como baluarte creativo y portavoz teórico del llamado posmodernismo.
Pero “La ópera flotante” es y no es una fábula posmoderna. Como novela, contiene muchos rasgos de una modernidad agonizante y sus recursos paródicos eclipsan la originalidad estética de sus planteamientos. En este sentido, la autobiografía imaginaria de Todd Andrews es, como dijo Daniel Grausam (On Endings), una alegoría de la vida y la muerte del siglo XX.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

TRAMPANTOJO AMERICANO


[Salman Rushdie, La decadencia de Nerón Golden, Seix Barral, trad.: Javier Calvo, 2017, págs. 526]

Eso era lo que la literatura sabía, lo que siempre había sabido. La literatura intentaba abrir el universo, aumentar, aunque fuera solo un poco, la suma total de lo que para los seres humanos era posible percibir, comprender y, por tanto, en último extremo, ser. La gran literatura llegaba hasta los límites de lo conocido y empujaba los límites del lenguaje, la forma y la posibilidad, para crear la sensación de que el mundo era más grande, más amplio, que antes.


-Salman Rushdie, Joseph Anton-


Bajo el signo de Rabelais y Cervantes, la novela posmoderna se erige en el discurso crítico por excelencia, aquel cuya principal función consiste en desnudar con ironía la cualidad ficcional de los demás discursos, ya sean teológicos, jurídicos, económicos o políticos, que sostienen el orden establecido, las ficciones del poder y los valores y prejuicios comunitarios.
Se ha dicho que esta novela supone, en cierto modo, el retorno de Rushdie a los derroteros del realismo satírico. Y no lo discuto, ya que en la parte final la novela se ocupa, con un lenguaje metafórico extraído de los cómics y películas de superhéroes, del auge diabólico del “Joker” Donald Trump (y su “Escuadrón suicida” de colaboradores y cómplices) y de la América oscura que posibilitó su triunfo tras la liquidación política de la era Obama. Lo que pasa es que Rushdie, haga lo que haga, es ese novelista profuso, hiperbólico y neobarroco, como le reprocha la crítica más constipada o neoclásica, que convierte a toda la novela anglosajona coetánea, con la excepción de su maestro Thomas Pynchon y del influyente David Foster Wallace, a quien demuestra haber leído con inteligencia, en realismo costumbrista o cromo minimalista.
El programa novelesco de Salman Rushdie ha sido siempre el mismo aunque cambiaran los escenarios, las perspectivas, las localizaciones o los focos de atracción de su literatura. Desde que se instaló en Nueva York, su narrativa ha encontrado en esa metrópoli abigarrada y multiétnica un centro asimétrico desde el que observar la alucinante globalización en curso sin perder de vista las secuelas regionales del fenómeno. Eso le permite, en esta fastuosa novela, reescribir el “Satiricón”, “El gran Gatsby” o “La hoguera de las vanidades”, entre otros modelos reconocibles, sin despeinarse estéticamente ni perder la brújula cultural (mediática y masiva) del presente.
Como demuestra esta novela de nuevo, con la truculenta parábola sobre la familia millonaria Golden y su destrucción trágica, Rushdie es uno de los más brillantes representantes actuales de la narrativa carnavalesca. Un virtuoso practicante de la polifonía cervantina y la imaginación rabelesiana. Como en toda novela carnavalesca que se precie, hay grandes momentos y escenas circenses y hay momentos y escenas de belleza insuperable, gestos dramáticos en que los personajes alcanzan el nivel sublime y situaciones grotescas que explotan la fealdad y el ridículo inconmensurable de la existencia humana.
Entre la vida y el cine, el narrador cineasta de Rushdie, René Unterlinden, se queda al final con la impureza de la vida, o mejor dicho: con esa nueva vida en movimiento que es el cine visto a través de las páginas de una novela. Esta es una novela de ideas y no solo de historias, una ficción fabulosa donde el narrador reflexiona sobre las culturas del mundo y las metamorfosis de la identidad individual con un conocimiento que solo un observador agudo como Rushdie plantearía con tanto ingenio. Una novela total sobre la complejidad de la vida en el siglo XXI y, por tanto, una novela comprometida con la apertura y pluralidad de la vida y contra la estupidez de la corrección política y el fascismo populista de sus enemigos.
Esta novela enciclopédica encierra, además, un panfleto vehemente contra el horror de la América de Trump. Contra la realidad envilecida por los poderes del supervillano, Rushdie alza el contrapoder de la literatura: “Hacía más de un año que el Joker había conquistado América y aún seguíamos en estado de shock y pasando por las distintas fases del luto, pero ahora necesitábamos unirnos y oponer el amor, la belleza, la solidaridad y la amistad a las fuerzas monstruosas que teníamos delante. La humanidad era la única respuesta al dibujo animado”.
La ficción, el cine, la literatura, la inteligencia, contra el horror del poder y los hombres y las ficciones del poder. 

viernes, 10 de noviembre de 2017

CIENCIA IMAGINARIA

 La ficción científica de los hermanos Borís y Arkadi Strugatski ha suscitado tanto entusiasmo entre lectores y creadores que tuvieron el privilegio de ver sus principales novelas adaptadas al cine por grandes directores rusos como Tarkovski (“Stalker”), Sokurov (“Días del eclipse”; adaptación libérrima y bellísima de esta novela de la que procede la ilustración) y Alexei Guerman (“Qué difícil es ser Dios”).

[A. y B. Strugatski, Mil millones de años hasta el fin del mundo, Sexto Piso, trad.: Fernando Otero Macías, 2017, págs. 168]

            Como saben los expertos, la ciencia ficción de los países del orbe soviético, ya se trate del polaco Stanislaw Lem o de los rusos hermanos Strugatski, por citar los nombres de los creadores más originales del género, siempre fue muy distinta de su homóloga occidental, a pesar de que la influencia de Wells y Dick se dejara sentir en sus obras.
            El extraño caso de los hermanos Strugatski es el más revelador quizá en la medida en que su imaginación narrativa se alimentaba por igual de clásicos de la ciencia ficción y de grandes autores de la tradición canónica. Arkadi (1925) se formó como lingüista mientras Borís (1933) estudió astronomía y trabajó como ingeniero informático. Uno vivía en Moscú y el otro en San Petersburgo y, sin embargo, todas sus novelas, hasta la muerte prematura de Arkadi en 1991, las escribieron juntos, ensamblando sus mentes especulativas hasta producir un cerebro creativo de una poderosa unidad.
            En esta inteligente novela, en particular, una de sus más destacadas junto con “Qué difícil es ser Dios” (1964) y “Picnic extraterrestre” (1972), no es difícil percibir la huella literaria de Lem, así como de Swift, Zamiatin o Kafka, en las paradojas enunciadas sobre las ilusiones, medios y fines de la razón científica, el porvenir de la humanidad y los factores afectivos que nos hacen más o menos humanos.
 “Mil millones de años” (1977) posee rasgos de fábula filosófica y de irónica comedia de situación, junto con una trama vertiginosa en la que la rareza de los sucesos desencadenantes se combina con las múltiples interpretaciones suscitadas en los personajes que los padecen. El argumento es intrigante y enrevesado: cuatro investigadores que trabajan en distintos ámbitos del saber, desde la astronomía a la lingüística, son víctimas de una serie de hechos misteriosos que solo buscan interrumpir sus investigaciones en curso. Existe un ente que desea evitar que culminen sus descubrimientos utilizando todo tipo de métodos, desde la distracción sexual, la coacción y el suicidio a las llamadas telefónicas, los telegramas y el envío de paquetes de vodka y caviar.
El protagonista es un astrónomo llamado Maliánov que trabaja en una importante investigación sobre la densidad de la masa estelar y el gas de la galaxia. Al principio la historia es contada en tercera persona, con las absurdas desventuras de Maliánov en primer plano, y ya al final, cuando todos los científicos excepto uno se resignan a su suerte, Maliánov se transforma en la voz narrativa en primera persona que relata su claudicación y permite clausurar la narración.
A medida que se suceden las peripecias y los enigmáticos acontecimientos que perturban el trabajo y la vida de los investigadores, la novela adquiere también trazas de indagación detectivesca. Cada uno de los científicos trata de interpretar lo que está sucediendo a partir de su mundo de ideas. Así, la trama maneja varias hipótesis a cual más desconcertante sobre qué pretende poner fin a sus investigaciones: una supercivilización extraterrestre, celosa de que la especie humana alcance un poder tecnológico superior al suyo en el universo; una conspiración religiosa de nueve hombres justos que reinan sobre el mundo y el submundo; o bien la misma naturaleza de la realidad, las leyes del universo, poniendo freno a la voluntad de poder científico para protegerse de la amenaza de ser descubierta e impedir que la civilización humana se vuelva un superpoder, con el horizonte del fin del mundo como justificación.
Es posible otra interpretación más, relacionada con la peculiar situación como escritores de los hermanos Strugatski en la Unión Soviética de los años sesenta y setenta. Y es que toda la novela sea una gran alegoría kafkiana sobre el poder de la represión y la censura comunista sobre la vida y la libertad de los individuos más creativos.
Lo fascinante de la novela es que preserva la ambigüedad más allá del final y deja abierta a la inteligencia del lector la elección de la metáfora cognitiva más convincente.

sábado, 4 de noviembre de 2017

CINE INCONSCIENTE


[Steve Erickson, Días entre estaciones, Pálido Fuego, trad.: J. L. Amores, 2017, págs. 294]

           En 1985, cuando se publica esta deslumbrante novela de Erickson, el panorama de la narrativa norteamericana comienza a dar signos de agotamiento. Como diagnostica en los ochenta el viejo zorro Tom Wolfe y sentencia Bill Buford años después, la novela no había nacido como género para ensimismarse en el ombligo del escritor o para aguardar con paciencia a que este, aquejado de impotencia, recuperara los sagrados poderes chamánicos de penetración en las entrañas de la realidad. Buford y Wolfe se equivocaban, sin embargo, en el remedio elegido contra la esterilidad literaria. La solución más eficaz no pasaba por incentivar el realismo, reelaborando viejos estereotipos, sino por potenciar la imaginación, inventando nuevas formas de narrar una realidad contemporánea que se había vuelto, a finales de siglo, más compleja y turbulenta.
            Una de las grandes salidas al bloqueo creativo consistía en perder los complejos de arte superior y acercarse sin miedo a las nuevas formas de la cultura de masas y el arte popular. Desde comienzos del siglo XX, el cine había fascinado a los escritores por su forma de redefinir categorías decimonónicas como el manejo de la acción y el tiempo, la descripción del espacio de la naturaleza y las ciudades modernas o la mente de los personajes y el revolucionario montaje narrativo.
            A partir de entonces, abundaron novelas con el mundo del cine como telón de fondo o con las técnicas y motivos del cine como sustancia misma del relato. Entre las más significativas de la primera mitad del siglo, “El día de la langosta”, de Nathanael West, aludida como referente en uno de los episodios más terribles de esta novela.
Erickson es uno de los narradores contemporáneos que ha incluido el cine en sus planteamientos literarios con más originalidad e inteligencia. Ahí está “Zeroville”, una de sus obras maestras, donde se cuenta la historia de un excéntrico quijote posmoderno que interpreta las imágenes cinematográficas como nueva religión revelada.
“Días entre estaciones” revela que la singularidad estética de Erickson al transustanciar la materia oscura del cine en carne narrativa de alto voltaje metafórico se funda en dos principios: en primer lugar, un conocimiento profundo de la historia, la tecnología y la mitología portentosas del cine, y, en segundo lugar, una sensibilidad surrealista para comprender las alucinantes relaciones del psiquismo humano con las imágenes de la pantalla, inscribiendo los traumas familiares en los fotogramas de películas existentes o inexistentes.
El cine es el inconsciente en acción, piensa Erickson, y, por tanto, el inconsciente del cine es una novela romántica y una novela gótica y hasta una novela gnóstica (como exploraría después, hasta las últimas consecuencias, Theodore Roszak en "Flicker", recién publicada por Pálido Fuego como "Parpadeo"). Así que para animar sus tramas y hacer más vibrante la deriva onírica de sus personajes, explota la idea metafísica de que la tecnología cinematográfica pone en comunicación la luminosa superficie del mundo, hecha de simulacros, con su reverso, la sombra o el negativo de la vida, donde los cuerpos y la luz mágica que les confiere falsa realidad en la pantalla acaban disipándose. 
En esta maravillosa primera novela, Erickson construye un mundo apocalíptico entre Kansas, Los Ángeles, París y Venecia para contar dos historias entrelazadas en un bucle imposible. Una: el triángulo pasional entre jóvenes de tortuosa identidad (Lauren, Jason y Michel), donde se rinde homenaje implícito al gran cine francés de Abel Gance, la “Nouvelle Vague” y, en particular, al Jean Eustache de la magnífica “La Maman et la Putain”. Y dos: la ficción folletinesca de una película muda (“La muerte de Marat”) que el abuelo de Michel, el misterioso cineasta Adolphe Sarre, trasunto de Gance, rodó pagando el precio más alto que puede pagar un creador a cambio de consumar su talento. El amor. 

jueves, 10 de agosto de 2017

UNA PESADILLA AMERICANA


[Lionel Shriver, Los Mandible. Una familia: 2029-2047, Anagrama, trad.: Daniel Najmías, 2017, págs. 520]

El futuro es la incógnita más valiosa de nuestro tiempo. Todas las ciencias pagarían un alto precio por tener acceso a sus secretos. El presente, en cambio, es confuso y convulso, pero lo rastreamos con los instrumentos disponibles en pos de los signos ambiguos del porvenir. El pasado está muerto y sus resurrecciones artificiales solo sirven como campo de batalla para luchas ideológicas superadas por la historia.
Aquí radica la audacia de una novelista inteligente como Shriver para escrutar el futuro inmediato con el recurso de la imaginación irónica. Estados Unidos, año 2029. El sistema americano, totalmente endeudado, atraviesa una de sus crisis más severas. Los periódicos han desaparecido, la televisión es el único medio de información junto con internet, donde reina el caos consabido, la gente sufre restricciones de agua y comida, la violencia y la agresividad se disparan, los espacios urbanos se degradan, los despidos se producen en masa y la riqueza se desvanece sin dejar rastro. El dólar se desmorona, batido en los mercados internacionales por una moneda nueva llamada báncor, creada por la Rusia de Putin y la China del capitalismo estatal para desbancar el poderío financiero americano. Este es el ruinoso contexto nacional en que se desenvuelve con extrema dificultad la familia protagonista, compuesta por un patriarca nonagenario en bancarrota (Douglas), sus dos hijos (Carter y Nollie), sus tres nietos (Jarred, Avery y Florence) y los cuatro bisnietos adolescentes (Goog, Bing, Savannah y Willing).
Los Mandible es la primera gran novela de la era de la naturalización de la economía, como la llama Žižek: el tiempo en que las categorías económicas ejercen tal peso aplastante sobre la vida humana que es imposible entender esta sin dominar aquellas. Basándose en los datos de la crisis de 2008, Shriver realiza un escalofriante ejercicio de especulación sobre lo que significaría darle unas cuantas vueltas de tuerca más a los terribles precedentes que conocemos. Al aplicar sin límites los conceptos de carestía y vulnerabilidad tercermundistas a una realidad opulenta como la del capitalismo americano, Shriver logra crear una pesadilla verosímil fácil de exportar a otras realidades nacionales.
Más allá de la economía, la psicología y la sociología apocalípticas, la novela funciona como un cóctel bien agitado de la crítica familiar de altura (pienso en el Jonathan Franzen de Las correcciones, a quien se alude con cierta ironía en el texto), más el sentido trágico del fin de una cultura al estilo del Cormac McCarthy de La carretera, más la dimensión de ironía geopolítica y familia disfuncional de La broma infinita de David Foster Wallace. Y todo ello mezclado luego con generosas dosis de la visión sarcástica y corrosiva de las relaciones humanas, sexuales y generacionales, marca de la casa.
Con todo, Shriver no es solo una bromista peligrosa, por más que se divierta horrores sometiendo la realidad liberal americana a la disciplina de supervivencia y el correctivo implacable de cualquier país menesteroso, sino una novelista crítica con los planteamientos conformistas de sus colegas. Como le dice Willing a su tía escritora, replica ficcional de Shriver, para convencerla de la necesidad imperativa de quemar sin miedo sus libros: “No es tiempo para novelas. Nada  inventado es más interesante que nada de lo que está ocurriendo. Estamos dentro de una novela”.
Así lo demuestra, en el sorprendente desenlace, la distopía americana de 2047, con estados secesionistas como Nevada, chips cerebrales obligatorios y regresiones políticas a mundos antitecnológicos. El futuro nunca muere, como decía aquella banal película Bond de los noventa, pero es una categoría en crisis. Esta brillante novela de Shriver nos obliga a preguntarnos de qué futuro hablamos cuando hablamos del futuro.

viernes, 4 de agosto de 2017

VERANO AZUL

En verano la realidad no se toma vacaciones, pero ciertos cerebros sí. Cuando la sobrecarga informativa amenaza con ahogarlos, recurren al salvavidas del humor. Dicen que la cárcel de Soto del Real, atestada de magnates y mangantes, no es solo la escuela de negocios de moda este verano, sino el nuevo club de la comedia española. Entre sus muros de alta seguridad se escuchan chistes sobre la justicia a todas horas y los presos comunes están encantados con el desfile diario de amiguetes implicados.
Tras la detención del capo Villar y su equipo de mafiosos ya nadie es inocente en el fútbol español. Hemos pasado de los veranos triunfales de La Roja al verano del sonrojo integral. A pesar del extenso mandato, el villarato ha hecho lucrativos chanchullos y amaños, sobre todo, desde que la selección nacional pasó de cenicienta del fútbol mundial a reina roja de los campos de juego. La conveniencia política y social de esos éxitos futboleros explicaría el despotismo calabrés del régimen villarista en que pringaban muchos más directivos, árbitros y periodistas de los que, en principio, señala el juez Pedraz.
            Sin pasar por la exigente academia de Soto del Real, Puigdemont es otro gran humorista de nuestro tiempo. Sus bromas están alcanzando un nivel desconocido en un país donde el número de graciosos por metro cuadrado bate plusmarcas olímpicas. Imagino al cómico artífice de la desconexión catalana sintiendo una punzada de envidia política con el vídeo publicitario del PP y diseñando en su mente un artefacto similar para después de la debacle. A hipérboles es imposible ganarle, aunque Rajoy se le ha adelantado por centésimas. Su comparecencia testimonial en el juicio de la Gürtel fue hilarante. Negar cuando quieres afirmar, afirmar cuando quieres negar, dudar cuando lo tienes tan claro y ser contundente cuando te faltan las ideas, es un papel demasiado complicado hasta para un actor natural como Rajoy. En Soto del Real se lo pasan en grande viéndola en bucle y estudian el método a fondo para cuando les toque. Nadie preveía, sin embargo, que el genio histriónico del presidente iba a coronarse con la dichosa emisión del vídeo sobre el empleo precario estacional como acontecimiento planetario en la historia moderna.
La propaganda, como proclaman los reclusos vip de Soto del Real, construye una realidad imaginaria en la que nadie necesita creer para que exista por sí sola. Condenados a vivir en mundos de ficción, los consumidores aún podemos elegir en el menú democrático de contenidos. Opción A: Verano azul (PP y aliados). Opción B: Juego de tronos (PSOE y Podemos). Otras opciones ni se barajan. Mientras la economía remonte el vuelo, los populares no tienen nada que temer y Rajoy lo sabe. El desprecio masivo por la política les garantiza impunidad absoluta. De momento, Verano azul para todos.  

lunes, 31 de julio de 2017

LUMINOSO (HIPER)TEXTO

 [William Carlos Williams, Paterson, Cátedra, trad.: Margarita Ardanaz, 2017, págs. 330]

           
Who restricts knowledge? Some say
it is the decay of the middle class
making an impossible moat between the high
and the low where
the life once flourished . . knowledge
of the avenues of information —

-W. C. Williams, Paterson-


Tras ver la estupenda película “Paterson” de Jim Jarmusch es muy recomendable la lectura o relectura, según los casos, del poemazo homónimo del gran William Carlos Williams, una de las personalidades más singulares de la poesía del siglo XX. Williams fue poeta de vocación y médico de profesión y sus especialidades, la ginecología y la pediatría, no deben dejarse al margen cuando se aborda su labor poética y, muy en especial, la escritura de una exorbitante epopeya vernácula como esta. “Paterson” es el topónimo de la ciudad de New Jersey donde Williams ejerció casi toda su vida dando a luz a miles de bebés y el nombre propio del gigante imaginario que surca la vertiginosa cascada de versos y textos, concebida a imitación de las cataratas del río Passaic, el símbolo nuclear del libro.
Williams gestó “Paterson” durante tres décadas, desde 1926, fecha del poema inicial, y 1946, año de edición del Libro Uno, donde aparecen las líneas mayores de su discurso caudaloso, hasta 1958, cuando se publica el Libro Cinco, epílogo jeroglífico que algunos críticos consideran un comentario prescindible. Como libro unitario solo se publicaría en 1963, el mismo año de la muerte de Williams. [Esta reedición de la primera traducción al español (2001) de “Paterson” incluye, por cierto, las notas del Libro 6 que Williams había planeado añadir para prolongar los ecos del poema hasta la extenuación.]
Inspirada por la exuberante fusión de mito antiguo y prosa cotidiana del “Ulises” de Joyce, y también por los poemas más dantescos de Eliot (“La tierra baldía”) y Pound (“Los Cantos”), la caótica arquitectura de “Paterson” pretende transmitir a la dicción innovadora del modernismo toda la fuerza genuina de la experiencia secular americana, hecha a partes iguales, como sabían sus grandes precursores Emily Dickinson y Walt Whitman, de provincianismo cultural e infinitud espiritual.  
Es muy instructivo revisar ahora las peculiaridades estilísticas y estructurales de uno de los grandes monumentos literarios del siglo veinte, una de esas obras que desafía, con su dificultad y originalidad expresivas, la intelección humana y la tendencia de esta a conferir a todo un sentido predecible. Ante una obra de tal magnitud, la inteligencia reconoce sus límites cognitivos y disfruta de la exploración mental de un territorio que ni siquiera su autor podría cartografiar sin problemas. De ahí que algunos severos intérpretes, juzgando el logro desigual de sus partes, digan que la grandeza estética de “Paterson” es directamente proporcional al tamaño mallarmeano de su fracaso. 
En cualquier caso, si uno se deja arrastrar, libro tras libro, por el torrente verbal que la mente de Williams genera, descubre que la mejor forma de no ahogarse consiste en atender, sobre todo, al doble mecanismo que agita sus aguas: la unidad mínima (versos o documentos fragmentarios) y su conexión precaria con el flujo de la totalidad. Los giros inesperados, el ingenioso poder del poema para asociar voces dispares, metáforas fulminantes y anécdotas históricas, es lo que más gratifica, finalmente, el esfuerzo de conferir un significado transitorio al montaje (hiper)textual. Y es que “Paterson”, cuya génesis es contemporánea de los primeros desarrollos de la cibernética de Norbert Wiener y el esbozo del hipertexto primigenio de Vannevar Bush (el “memex”), se configura también como un dispositivo innovador de organización de la información.
¿De qué trata “Paterson”, en suma, si es que esta operación tiene algún sentido con una obra de estas características? Del fracaso histórico de la vida americana, de la lengua fallida con que los americanos tratan de crear una cultura genuina, de cómo la naturaleza, la economía y la historia, lo masculino y lo femenino, nunca encuentran un lugar utópico en que no reine la muerte, la guerra, la frustración, el crimen o la injusticia, por más que el deseo se empeñe en fundar ciudades sobre el espacio vacío y la materia elemental. “Paterson”, como indica el juego joyceano del título, es el poema profano del hombre que es padre e hijo al mismo tiempo. Padre de las generaciones de los hombres (vivos o muertos) e hijo de sus obras (buenas o malas). La voz degenerada del patriarcado, con sus éxitos y fracasos, y la voz poética regenerada, como dice Williams al final del Libro Uno, de “la tierra, la charlatana, padre de toda habla”.