viernes, 31 de diciembre de 2021

DOS MIL VEINTIDÓS

 [Publicado en medios de Vocento el 28 de diciembre] 

Lo han conseguido. La vida se ha vuelto aún más insufrible de lo que ya era antes de la pandemia. ¿En beneficio de qué o de quién? Mejor no planteárselo. Es Navidad y nadie excepto la valiente Alina Chan se pregunta por el origen del virus y menos todavía por sus variantes. Esta pandemia ha inoculado en nuestros cuerpos y mentes un componente mucho más poderoso que las dichosas vacunas. Mucho más fuerte que la genética mutante del virus. Ahora somos más conscientes que nunca de lo que somos en realidad. Seres humanos que viven en todo el planeta con miedo a morir.

Somos lo que somos, frágiles y vulnerables, no se trata de creerse superhéroes, pero juntos podemos hacerlo. Acabar con la pandemia y con los que nos la echaron encima como una maldición para fastidiarnos. Somos muchos y estamos en la misma lucha, no cabe rendirse. Afrontemos lo peor sintiéndonos parte de una especie animal que tiene numerosos motivos para sentirse orgullosa. Acabemos con esto. No veo mejor propósito para el año nuevo. Reinventemos la vida, el amor, las relaciones, con todo lo que sabemos ahora. Con todo lo que hemos perdido, en nombre de los millones que han muerto, hagámoslo ya. Pongamos fin a la pesadilla.

No hay que ser un idealista para pensar que las cosas pueden mejorar. Tampoco un pelmazo para recordar que están muy mal. Y que debemos hacer algo para cambiarlas. Creer en otros valores tal vez. Afirmar lo que tenemos en común y apartar por un tiempo las diferencias. No usarlas para enfrentarnos, debilitando nuestras fuerzas. Necesitamos un cambio drástico y no es tan fácil. No perdamos el tiempo atacando a los políticos. Son nuestros empleados y no deberían olvidarlo. Vean la hilarante sátira “No mires arriba”, lo último de la factoría Netflix, y comprenderán qué está pasando en el mundo. La tarea es inmensa. Miremos al futuro sin miedo y sin esperanza. Es la única salida del siniestro laberinto en que nos han metido. Mantengamos los ojos abiertos y la inteligencia despierta.

Y podemos, a partir de ahora, formular en libertad una serie de dudas racionales. La ciencia es una aliada fiable, o no. El salvoconducto perfecto es haber superado la enfermedad, o no. El remedio infalible es vacunarse hasta la enésima dosis, o no. El ómicron representa el final de la pandemia, o solo el principio de la endemia, o ninguna de las dos. Nadie sabe nada. Qué alegría. Vivir en la incertidumbre de verdad. 2022 podría ser un buen año para empezar a imaginar otro mundo. O no. 

miércoles, 29 de diciembre de 2021

EL EVANGELIO SEGÚN PHILIP K. DICK (NUEVA VERSIÓN)

 

 [Philip K. Dick, La invasión divina, Minotauro, trad.: Albert Solé, 2021, págs. 320] 

La literatura no puede ser solo literatura. Si la literatura no va más allá de sí misma, si no excede sus medios y sus fines, no merece el tiempo que le consagramos. La literatura participa, en cierto modo, de una búsqueda espiritual y aspira a una forma genuina de conocimiento que no deben nada ni a la filosofía ni a las religiones oficiales ni a las creencias folclóricas. La iluminación profana de la literatura adopta múltiples rostros, perspectivas plurales, desde Dante y Rabelais hasta Borges, Lezama Lima, Hermann Broch o Raymond Abellio, ese gran novelista gnóstico y esotérico tan escasamente conocido hoy como imprescindible. Pero también formatos menos canónicos, como el terror (Lovecraft o Ligotti) y la ciencia ficción. En esta facción más popular de la gnosis literaria, uno de los líderes supremos es Philip K. Dick.

La invasión divina, reeditada ahora, es la segunda entrega de la “Trilogía Valis”, donde Dick se planteó revisar en clave de ficción científica las cuestiones trascendentales de la historia, la política y la espiritualidad humanas. Así como Nietzsche sucumbió a la locura para consumar el sino de su filosofía, Dick llevó al extremo la experiencia mental de la contracultura (paranoia política, videncia lisérgica, espiritualidad oriental) para poder alcanzar un nivel de comprensión de la realidad como el demostrado en esta trilogía decisiva escrita en sus años finales. Todo comienza del modo más trivial, después de una década de vida inestable y cierta fatiga respecto de las posibilidades de la ficción. La sensación de que escribir no sirve para nada y de que por más que el escritor se empeñe en atacarlos los poderes que mantienen este mundo bajo su control siguen intactos.

El 19 de febrero de 1974, tras la extracción de la muela del juicio, Dick padece una neuralgia aguda. Su mujer Tessa llama a una farmacia que sirve a domicilio solicitando un analgésico. Al abrir la puerta, Dick se encuentra con que la chica que le trae el fármaco lenitivo lleva al cuello el colgante de un pez metálico. Dick le pregunta por el motivo del accesorio y ella le contesta que es el símbolo de los primeros cristianos. En ese momento crucial, sus veintidós años de escritor de ficciones con mundos alternativos, tiempos dislocados, viajes entre distintos planos y dimensiones de la realidad, conspiraciones virtuales, juegos interplanetarios y demás temas de su literatura imaginativa cristalizan en una revelación privada. No está viviendo en la siniestra América de Nixon sino en la Roma de Nerón. La historia se detuvo alrededor del año 70 a. C. y persiste, desde entonces, la misma dictadura disimulada (el “Imperio”, como lo denomina Dick en las notas de la Exégesis) que impone su dominio totalitario sobre la realidad a través de artificiosos mecanismos de ilusión cognitiva que engañan a los humanos.

A partir de ese día, un ente llamado Tomás, como el doble gnóstico de Jesucristo, le habla desde el hemisferio derecho del cerebro y recibe por radio misteriosos mensajes personales. Uno de esos mensajes encriptados, por cierto, le permitirá salvar la vida de su hijo, adivinando el mal inguinal que la amenazaba. El 8 de agosto de ese mismo año, fecha en que Nixon dimite por el escándalo “Watergate”, todo cesa de repente. La voz de Tomás desaparece y los crípticos mensajes también. Dick entiende que es tiempo de ponerse a escribir ficciones que revelen la existencia de un vasto sistema de inteligencia viva (VALIS) que sirve, como generador de falsas realidades, espejismos y trampantojos, para preservar el engaño metafísico de que el mundo visible es real y no un holograma espectacular.

La invasión divina es, de todas las novelas del ciclo, la más filosófica y teológica. No en vano Dick estudió el judaísmo y la cábala judía a través de la ontología de Heidegger, paradoja ideológica, justo antes de ponerse a escribirla en marzo de 1980. En su trama, Dick escenifica la segunda venida del Mesías a una tierra tenebrosa y opresiva gobernada por un régimen policial producto de una confabulación política entre la iglesia cristiano-islámica y el partido comunista. Yahvé, exiliado en un planeta remoto, vuelve a encarnarse en una virgen enfermiza (Rybys) y a encomendarle su cuidado a un padre putativo (Herb) y a un avatar afroamericano del profeta Elías. Nada ocurre, sin embargo, conforme a los rigurosos planes de la Providencia y el Mesías extraterrestre recibirá, para vencer al mal, una educación mística de signo solar guiado por Zina, una heterodoxa María Magdalena (la Shekhina de los cabalistas, o el costado femenino de Dios). El nuevo evangelio del amor terrestre escrito por un visionario pop.

Como señala Adam Roberts, esta parábola especulativa “funciona mejor que VALIS porque es capaz de dramatizar lo ordinario de su premisa mesiánica, un sentido dramáticamente convincente de la precariedad y contingencia divinas” (The History of Science Fiction, p. 355). 

Posdata: A la trilogía inicial (ValisLa invasión divina y La transmigración de Timothy Archer) podrían sumarse otras novelas póstumas (en especial la sorprendente Radio Libre Albemut) para ampliar el ciclo fundamental de las “novelas religiosas”, como las denomina, con desprecio inexplicable, un fan de Dick de la talla intelectual de Fredric Jameson. Por ceguera ideológica, Jameson ha sido incapaz de comprender la coherencia temática del corpus dickiano hasta el final y cómo estas novelas tardías no lo degradan, como piensa Jameson, sino que lo consuman, llevándolo hasta la construcción de una nueva mitología cósmica para la era tecnológico-publicitaria del capitalismo triunfante. A fin de realizar este ambicioso proyecto de transvaloración moral era necesario, entre otras muchas cosas, tomar en préstamo paródico, como ya hiciera Nietzsche antes que Dick, el lenguaje, las ideas y las imágenes y metáforas de todas las ortodoxias y heterodoxias monoteístas de la historia. 

miércoles, 22 de diciembre de 2021

LIBERTAD


  [Anthony Burgess, La naranja mecánica, Debolsillo, trad.: Aníbal Leal, 2021, págs. 201] 

        Anthony Burgess (1917-1993) es uno de los grandes fabuladores ingleses del siglo XX y un narrador inventivo e ingenioso. “La naranja mecánica” (1962), a pesar del menosprecio de su autor, es una de las obras que demuestra su originalidad y singular talento. Concebida de modo sinfónico como una narración que constaría de veintiún capítulos distribuidos en tres partes simétricas de siete capítulos cada una, “La naranja mecánica” es un paradigma de la inteligencia con que un novelista puede tramar sus historias a partir del simbolismo numérico.

Burgess escribió antes una novela corta en un idiolecto basado en el modo expresivo de los grupos adolescentes que idolatraban la música pop y rock de comienzos de los sesenta. Durante una visita a la URSS descubrió que los jóvenes allí eran tan insurgentes como los ingleses, vestían como dandis y hablaban un argot exclusivo. Entonces decidió reescribir esa primera versión en una lengua inventada (el “nadsat”) que fuera tan creativa como la del “Finnegans Wake” de Joyce, uno de sus modelos más admirados, pero que representara al mismo tiempo una síntesis verbal de la lengua literaria isabelina y las jergas juveniles habladas en los dos grandes imperios (soviético y anglo-americano) enfrentados durante la guerra fría.

En esa pretensión estética, además de una tendencia a los juegos de palabras y los retruécanos joycianos, Burgess expresaba también un cierto coeficiente de cobardía como novelista, como él mismo reconoció. De modo que el peculiar estilo narrativo de la novela actúa para Burgess como profiláctico eficaz contra la pornografía de la violencia y el sexo que abunda en sus páginas y que haría de “La naranja mecánica” una obra favorita entre los movimientos contraculturales y las subculturas musicales de los sesenta. No fue Kubrick, por cierto, el primero en adaptar la novela. Mucho más rápido se mostró el artista pop Andy Warhol, quien hizo suyos en 1965 los planteamientos de Burgess y los trasladó a las coordenadas de su factoría neoyorkina de productos underground en una versión vanguardista titulada “Vinyl”.

Todo el mundo conoce la truculenta historia de Álex, el adolescente proletario amante de la música clásica que dedica su ocio nocturno a las sesiones de ultraviolencia, en compañía de su pandilla de colegas, hasta que el Estado lo encarcela, lo somete a un experimento científico y lo transforma en una criatura inofensiva antes de que vuelva a las andadas y luego, en el último capítulo, decida madurar. No es tan conocida, sin embargo, la anécdota traumática que dio origen a este panfleto contra la animalidad juvenil. La primera mujer de Burgess (Lynne Jones) fue violada durante el apagón londinense de 1944, estando embarazada, por un grupo de cuatro soldados americanos. El fantasma de esa violación y el aborto posterior persuadieron a Burgess de que la malvada conducta de los jóvenes era un grave síntoma de decadencia cultural y degeneración moral.

La figura ficcional del escritor F. Alexander significa un guiño autobiográfico ya que este también escribe un libro titulado “La naranja mecánica”, donde defiende el libre albedrío y ataca los programas estatales que pretenden intervenir sobre la libertad individual. La casa de Alexander es asaltada una noche por Álex y su banda y su mujer violada y asesinada. Las coincidencias son absolutas, pero Burgess no es un escritor patético ni melodramático, sino uno de los grandes narradores cómicos del siglo XX. Por lo que la ironía con que afronta la historia de la novela la aplica hasta el final, cuando el lector aprende que el escritor subversivo que propugna la libre elección moral, como el católico Burgess, ha sido encerrado en un manicomio para proteger al enemigo público de su venganza.

domingo, 19 de diciembre de 2021

LA NARANJA MECÁNICA

 

 [Publicado en medios de Vocento el martes 14 de diciembre] 

La pandemia remite, los vacunados se infectan y la última variante, de nombre ominoso, mata menos que un resfriado, pero las restricciones aumentan como si el peligro fuera extremo.

Escucho a un portavoz de la derecha cultural atacar la Constitución acusándola de incongruente y me doy cuenta, por primera vez, de que la libertad depende de la preservación de la incongruencia como valor democrático. Según el orondo bocazas, la Constitución es mala o está viciada de origen porque incita al ciudadano a ser lo que se le antoje, pero la legislación vigente, al mismo tiempo, le prohíbe serlo plenamente. Si reflexiones de esta clase son las que cabe esperar de gente que presume de inteligente e instruida, qué podemos exigirle al podemita indocumentado o al okupa desahuciado.

Es cierto que la incongruencia conduce a errores como los de la vicepresidenta Yolanda Díaz, estrella emergente del comunismo Dior. No me refiero a la estilización de su imagen de marca y la glamurización de su figura pública, no soy un anticuado. Me refiero a su escandalosa revelación de que ella contaba con un plan contra la pandemia que el gobierno de Sánchez rechazó para celebrar sin límites los fastos feministas del 8-M. Díaz fue más previsora que ninguno de sus colegas, pero no fue coherente con la información que manejaba sobre la amenaza vírica. Resignarse a la negativa presidencial y no acudir a la manifestación por precaución, en lugar de dimitir como protesta, es un grave acto de incongruencia. Como que haga pública ahora esa discrepancia y siga sin dimitir. Y que Sánchez no la cese por evitar el descrédito definitivo.

Estamos tan acostumbrados al simulacro de los discursos y la simulación de los actos que nada nos extraña. Que el ministro Garzón, avatar de la izquierda más insulsa, produzca una “toy story” panfletaria para denunciar el sexismo de los juguetes ya solo funciona como ridícula fantasía. El gesto retórico apesta a impotencia política. Igual sucede con la “memoria histórica” y la ley de género. Si no puedes construir una sociedad acorde con tus ideas y deseos, programa mentes, a través de la educación y la propaganda mediática, que perciban el mundo utópico como si fuera real.

Celebremos, pues, el cincuentenario de “La naranja mecánica” de Kubrick como se merece. Y no solo por su originalidad cinematográfica. Ese estrafalario mundo feliz se parece cada vez más al nuestro. Un mundo donde la incongruencia se ha vuelto sistémica y ya ni siquiera es noticia. 

martes, 14 de diciembre de 2021

CARNOVELA

  [Julián Ríos, Larva. Babel de una noche de San Juan, Jekyll & Jill, 2021, págs. 598] 

[La literatura de Julián Ríos es la más creativa e ingeniosa expresion del Eros joyciano en la literatura española. He escrito un extenso ensayo para probar este aserto, que puede leerse en la revista Tropelías en un impresionante número consagrado a la literatura de Ríos. El texto que publico a continuación es un compendio del primer apartado, referido a la grandiosa Larva y su impacto en el joven lector que yo era en los años ochenta. Quienes me reprochan no haber seguido la estela creativa de Ríos en mi literatura no han entendido nada: ni de la literatura de Ríos ni, por descontado, de la mía, por la que el autor de Larva, modestia aparte, siente el aprecio que demuestra, entre otras cosas, el prólogo que escribió para la edición francesa de Providence de 2011 y que aparecerá en su próxima colección de ensayos, como Ríos mismo me anunció hace unos meses.] 

Todos los nombres de la literatura, decía Borges, designan al mismo escritor de todos los libros de la historia. Esa lista infinita incluiría a Julián Ríos, escritor plurilingüe y cosmopolita como pocos. Si no fuera por Ríos, la literatura española sería un velatorio interminable. Un velatorio sin verdadera novela bufa. La vela fúnebre del velatorio se transformó en novela de novelas gracias a la gracia incomparable de Ríos. Y así se gestó Larva (1983), la novela gigante o giganovela. La primera novela cibernética e hipertextual de la literatura española, por la gran cantidad de información que almacena para el cerebro de sus usuarios, y también la primera novela activa e interactiva, por el alto nivel de participación y colaboración que exige de estos. Y adictiva, además, por el enganche verbal que causa su escritura, compuesta a partes iguales de puzles, enigmas y crucigramas promiscuos como de calambures políglotas.

Desde que descubrí las vibrantes y “culteróticas” aventuras de Babelle (la Bella Durmiente de Babel) y Milalias (avatar de Don Juan y de Fausto: Don Johannes Fucktotum), no he dejado de considerar el espacio textual de Larva como una utopía ilimitada de libertad imaginativa y felicidad carnal al alcance de todos los lectores. El espíritu festivo y las formas innovadoras de Larva representaron en el inconsciente político español, y representan todavía hoy para quien sepa leer la novela desde esta óptica algo diferente, además de un desafío literario, la alegoría más alegre y carnavalesca de lo que debió ser la superación del franquismo cultural. En todo caso, un libro único en el que la libertad de expresión se transformaba en expresión de libertad. Por eso también Larva es el libro más libre y liberador de la literatura española y uno de los más felices de la literatura universal. En el siglo pasado, solo encuentro otro libro que exprese de modo similar la felicidad libidinal de la vida y la literatura: Ada, o el ardor (1969), de Vladimir Nabokov.

Larva es una obra suma que aporta a la literatura española la comicidad que le había faltado desde hacía siglos, exactamente desde el Libro de Buen Amor de Juan Ruiz. Larva es otro Libro de Buen Amor escrito seis siglos después del originario por un Ovidio hispano versado en el Ars Amandi de la urbe más animada (Londres) y la movida de su tiempo y metamorfoseado en archilector de la modernidad y la posmodernidad narrativas. Larva es una obra original que lo canibaliza todo con desenfreno (metalibro que canibaliza otros libros, metatexto que ensambla fragmentos de otros textos) en su proyecto de generar y regenerar la cultura total del siglo XX en un crisol de lenguas y literaturas. Un libro ingenioso hecho casi enteramente de citas y excitación, de acoplamientos verbales tanto como carnales, donde lo culto y lo afrodisiaco se abrazan con ardor en el desmembramiento de cada vocablo como no se había vuelto a hacer desde Rabelais, Joyce, Arno Schmidt y Cabrera Infante.

En este sentido, Larva es una meganovela que se compone de infinitas micronovelas, de las ramificaciones interminables y las fricciones sin cuento a que da lugar el cruce polimorfo de una palabra con otra, el roce sensual de una lengua con otra, la perversión de un refrán, una frase hecha o un tópico gastado. Una novela que construye su ética sexual desde la fonética misma, desde las raíces en celo de las palabras hasta los encuentros o desencuentros amorosos de los personajes en los escenarios de un Londres reinventado y “carnovelesco”.

Vuelve Larva a las librerías, en una edición primorosa que le restituye la intempestiva novedad de la primera vez, y, con ella, la fiesta novelesca más explosiva de la literatura española del siglo XX. 

lunes, 6 de diciembre de 2021

CONTROL

[Publicado en medios de Vocento el martes 30 de noviembre] 

          La palabra fetiche es control. El efecto principal de la droga del poder en el nuevo orden mundial. El narcótico más poderoso inventado para consumo privado de los políticos. Lo absorben por todas las vías disponibles, en cuantas dosis sea necesario, para mantenerse en el privilegio del cargo el máximo tiempo posible. En una sociedad de verdad libre los poderes tienen un papel secundario. En una sociedad amordazada, dominada por el pánico a la infección mortal y el error ideológico, los poderes se creen entes omnipotentes frente a una colectividad medrosa y desarmada. Las medidas arbitrarias sirven para confirmarles el grado de popularidad alcanzado en la oscilante bolsa de los valores electorales.

Omnipotencia del gobernante, impotencia del ciudadano. Cualquier político mediocre se cree un titán cuando decreta medidas ilegales para frenar el impulso libertino de sus súbditos, su peligrosa tendencia a la promiscuidad de trato en casa o en la calle, su irresponsable deseo de cenar, beber o bailar en locales abarrotados. Estamos acostumbrados, por desgracia, a que gobernantes impunes nos amenacen con acortar los horarios del ocio nocturno, o decidan cuándo podemos liberarnos del asfixiante bozal que deshumaniza los rostros.

Cuánto tiempo vamos a pasarnos pronosticando lo peor, sin atrevernos a asumir la endemia con inteligencia en nuestras vidas, mientras las vacunas se debilitan y las dosis se multiplican, así como las variantes letales que el mundo global produce en masa como si fueran su mercancía estrella. Llegará el día de juzgar como se merece a esta indigna casta política que nos trata como a menores de edad, continuando la tradición despótica más antigua. Los mismos que no previeron la pandemia y luego la gestionaron con incompetencia se sienten autorizados a imponernos de nuevo restricciones inicuas, manipulando cifras científicas, con tal de salvar las apariencias.

La droga del poder es muy poderosa. La ebriedad del control total. Pienso ahora en el difunto Antonio Escohotado, filósofo de inteligencia insobornable y ética libertaria. Lo conocía todo de las drogas, de las mentiras e imposturas del poder sobre las drogas y del dinero y el poder como únicas drogas legales del sistema. Y supo disponer de su vida, gracias a ellas, cuando ya no valía la pena prolongarla más de lo razonable, como recomendaba Plinio el Viejo. Mucho menos en un mundo donde la libertad, guiada por el miedo del pueblo, estaba deslizándose progresivamente hacia la servidumbre. 

martes, 30 de noviembre de 2021

FELICIDAD

 

 [Aldous Huxley, Un mundo feliz, Debolsillo, trad.: Ramón Hernández, 2021, págs. 255] 

¿Qué es la felicidad? ¿En qué consiste? ¿Qué sería un mundo regido por el más alto ideal de la felicidad? En las páginas finales de esta memorable novela, de lectura obligatoria en el siglo XXI, aparece Mustafá Mond, uno de los líderes de este nuevo mundo enfocado a la felicidad, para explicarle al trío de disidentes que la protagonizan el fundamento esencial del mismo: “La felicidad es un patrón muy duro, especialmente la felicidad de los demás…siempre que las masas alcanzaban el poder político lo que importaba era más la felicidad que la verdad y la belleza”. Huxley comienza a escribir "Un mundo feliz" bajo los alarmantes signos del nazismo, pero también bajo los publicitarios anuncios de la radiante sociedad americana que se erigía en modelo alternativo a la colectivización comunista o fascista.

Es un error leer esta ingeniosa novela sobre un mundo futuro gobernado por élites eugenésicas, tecnologías vanguardistas y una racionalización totalitaria de la vida en sintonía con la intensificación de los placeres más refinados, comparándola con distopías políticas como “Nosotros” (Zamiatin) o “1984” (Orwell). La portentosa inteligencia de Huxley, literaria, filosófica y científica a partes iguales, y su formidable intuición histórica, le permitieron culminar el género utópico bajo los rasgos de una sátira del mundo moderno. Es la modernidad, su ideario y sus energías, sus mecanismos de organización sistemática de la realidad y su ideología o mitología complementaria, lo que Huxley estaría cuestionando con todo lo que hay en ella de fascinante novedad cultural y siniestra prefiguración de un porvenir deshumanizado.

El mundo feliz imaginado por Huxley es personificado por Lenina Crowne, una alta empleada de la factoría de producción de seres humanos, que sintetiza en sus atributos de belleza y atractivo, moda vestimentaria, cuidado corporal, promiscuidad sexual y optimismo mundano, los cambios que la cultura de las primeras décadas del siglo XX estaba decantando en la conducta y mentalidad de las mujeres. Mientras que los antagonistas del sistema, encarnados por Bernard Marx y Helmholtz Watson, representarían una variante tibia y gris de disidencia moral e intelectual, siempre a punto de claudicar ante los indudables encantos del mundo en que viven a disgusto, antes de verse exiliados en una isla remota para mentes privilegiadas incapaces de adaptarse a la vida colectiva. Por no hablar del “salvaje” John, ese ingenuo volteriano, procedente de una reserva india mexicana, que no consigue aceptar la vitalidad desinhibida del mundo novísimo y acaba viviendo en un faro como un sociópata y suicidándose hostigado por el morbo de periodistas y curiosos.

La abolición de la pareja reproductora y la familia nuclear freudiana, junto con la producción científica de seres humanos longevos, como en una factoría de automóviles Ford, gran deidad del tiempo futuro, divididos en castas en función de su utilidad social y laboral y nombrados con las letras del alfabeto griego (Alpha, Beta, Gamma, Épsilon, etc.), son algunos de los componentes de ese mundo revolucionario en el que la promiscuidad sexual es la ley. Pero Huxley, además, emplea la ficción para extremar tecnologías que ya despuntaban entonces como promesas futuristas: el cine sensorial, donde el espectador comparte experiencias nerviosas con los actores de la pantalla; la televisión planetaria; la navegación aérea por el cielo urbano, como en “Metrópolis” (Lang); el control de la farmacología (el “soma”) sobre los estados anímicos de la población; etc.

Más que un régimen político interesado en la represión u opresión de sus súbditos, “Un mundo feliz” anticipa el hedonismo banal de la sociedad de consumo y el espectáculo de masas que surgirían en Occidente tras la segunda guerra mundial. El absoluto acierto de Huxley, más allá de las profecías realizadas o no, consistiría, como dice Adam Roberts, en haber sabido describir una distopía como una utopía materialista. Es por ello un texto de inquietante ambigüedad.

miércoles, 24 de noviembre de 2021

GROUCHO MARX EN LA HABANA

 [Guillermo Cabrera Infante, Tres tristes tigres, Alfaguara, 2021, págs. 512] 

Tres tristes tigres ha cumplido cincuenta y cuatro años y no encuentra aún todos los lectores cómplices que merece la revolución literaria emprendida en el seno de sus neobarrocas páginas. Una revolución total que comienza con el lenguaje y el modo de representar la realidad y termina en la transformación cómica de la actitud del lector ante la vida, la cultura, el sexo y el poder.

Convendría comenzar a leer esta novela extraordinaria no por el final, sino por el revés de la trama, en pos de la presencia oculta entre sus páginas durante años: la mirada aviesa del censor franquista que obliteró zonas erógenas del libro a través de sus incisivos informes y a quien Cabrera Infante consideró siempre un colaborador textual imprescindible. Palabras o frases amputadas que aludían, en especial, a los pechos femeninos, cuya desinhibida omnipresencia perturbaba el sueño casto del censor, o expresaban opiniones irreverentes y obscenas en materias tan peligrosas como la religión, la política o la sexualidad. Leída con los ojos del censor, esta novela realiza un gesto tan insolente para la España franquista como para la Cuba castrista, demostrando la tesis más atrevida del autor: la represión libidinal como fundamento de toda forma de autoritarismo y el humor como arma disolvente contra la fúnebre seriedad de todas las dictaduras, ya sean de izquierdas o de derechas.

Comparada con otras novelas coetáneas, la audacia de Tres tristes tigres no radica solo en la representación sensorial de la sugestiva Habana de 1958, sino también en su innovadora construcción novelística. Cabrera Infante desmontó los planos de esa realidad asimétrica en tantos estratos que su reconstrucción posterior, mezclándolas al ritmo de una prosa musical arrebatadora, no podía sino causar asombro y fascinación. El discurso de Tres tristes tigres involucraba literatura y vida en un mecanismo mimético saboteado por la ironía, la comicidad irrefrenable, los juegos verbales, el ingenio desbocado, los ejercicios de ventriloquía, las parodias profanas y los exorcismos de estilo.

Un error frecuente entre especialistas consiste en insertar esta novela fabulosa en una supuesta tradición cubana, desvinculándola de la corriente carnavalesca de la antigua sátira menipea que llega hasta Joyce, Flann O´Brien o Raymond Queneau, pasando por Rabelais, Cervantes, Sterne, Carroll y Machado de Assis. En este sentido, el gran logro del libro reside en su polifonía narrativa. Exceptuados el “Prólogo” y el “Epílogo”, donde cobran voz el maestro de ceremonias del cabaret Tropicana y una loca en un parque para expresar, respectivamente, la entrada teatral en un mundo de ficciones sociales y una salida a través de la locura de una situación imposible, y “Los debutantes”, donde aparecen vibrantes voces femeninas, los capítulos restantes se organizan, sobre todo, en torno de las voces de sus protagonistas masculinos (Silvestre, Arsenio, Eribó, Códac, Bustrófedon) y los relatos de sus hilarantes andanzas por una Habana que se transfigura en un laberinto lúdico de encuentros y desencuentros carnales.

A menudo se han privilegiado capítulos concretos sobre un todo narrativo que siempre fue percibido como caótico y fragmentario por la crítica más conservadora. Es comprensible que, entre todos los capítulos del libro, la serie “Ella cantaba boleros”, donde se narra la historia truncada de La Estrella, una cantante de cualidades hiperbólicas, deslumbre con su descripción excesiva y sentimental del submundo nocturno de clubes y cabarets. Por otra parte, “La casa de los espejos”, sobre el encuentro en dos tiempos del narrador con una pareja de modelos cubanas cuyo desparpajo verbal solo es superado por su exuberante belleza y artificio cosmético, es uno de los relatos más complejos y técnicamente impecables de cuantos escribiera Cabrera Infante.

Pero Tres tristes tigres no sería una ficción suprema sin esa “Bachata” final que funciona como cuadratura espectacular de la trama caleidoscópica de este irónico remake de La dolce vita felliniana. Un alucinante viaje en coche por La Habana, durante una tarde y una noche que se prolongan hasta el amanecer tropical, de dos amigos (Silvestre y Arsenio) que mantienen uno de los diálogos más digresivos y divertidos de la historia de la literatura, mientras desfilan, interminables, los bares, las amigas, los chistes, las bromas, las confidencias, los recuerdos, las alusiones, con la tristeza y la nostalgia como ruido de fondo de todo el humor desplegado. La tristeza por una juventud cuyo esplendor se desvanece sin remedio y la nostalgia por una ciudad fastuosa que, después de la revolución, nunca volverá a ser la misma.

sábado, 20 de noviembre de 2021

PARADOJAS


 [Publicado en medios de Vocento el martes 16 de noviembre]         

El mundo posterior a la pandemia no ofrece grandes novedades, que me perdonen los politólogos en activo, pero agudiza sus paradojas. Es irónico que sea Vox, de todas las fuerzas políticas del espectro, la que haya activado los mecanismos constitucionales para declarar ilícitos los dos estados de alarma decretados por Sánchez durante la pandemia. Como si Vox personificara la imagen del constitucionalismo más puro en un contexto legal de dimisión generalizada. La palabra fascismo debe usarse con exactitud, sin duda, pero es alarmante que sea una franquicia española de esa ideología la que logre el éxito publicitario de obligar al Tribunal Constitucional a recordarle a Sánchez que una democracia seria no tolera decisiones arbitrarias.

Vox, como otros partidos de la extrema derecha europea, representa el fascismo posmoderno. Lo posmoderno siempre supone una rebaja de nivel en la calidad de los productos y, por tanto, una disminución notable de sus riesgos. Cuando se analiza el cuadro social que ha devuelto vigencia a un programa político amortizado en la historia, no hay más remedio que culpar a los líderes de los últimos cuarenta años. Dirigentes de izquierda y derecha tan desconectados de los problemas reales y las condiciones de vida de la gente que no percibían el grado de alienación de los ciudadanos respecto del sistema democrático.

Ya sea la metapolítica de Vox, las metáforas de Greta Thunberg o el Metaverso del imperio Facebook, todo proyecto que quiere triunfar en el gran mercado de las ideas virales necesita aportar esa dimensión “meta” imprescindible hoy para hacerse multitudinario. Otra vuelta de tuerca, esa es la demanda suprema del consumidor, el espectador o el votante actuales. Las narrativas de izquierda han perdido ese atractivo comercial y sus reivindicaciones más audaces chocan con un muro de indiferencia total.

La democracia es rutinaria y funciona a pesar de sus representantes. Estando Sánchez en la Moncloa, cualquier aberración política es posible, como piensan sus enemigos. Y, sin embargo, lo que estos no tienen en cuenta es que, por mal que lo haga el presidente socialista, es difícil imaginar quién podría ocupar su lugar y hacerlo mejor, antes, durante y después de la pandemia. Y lo mismo pasa con Macron, me temo, pese a la resistencia de la izquierda a sus medidas autoritarias, y con Biden, pese al descrédito popular, y hasta con Johnson y su descontrol. La situación es muy preocupante, ya digo. Plagada de ironías y paradojas.

martes, 16 de noviembre de 2021

KAFKA EN LA HABANA

 

 A pesar de todo lo que conspiró contra ella en vida del escritor, la literatura de Cabrera Infante es siempre una fiesta carnavalesca de parodias y bromas, incluso en libros más autobiográficos como sus póstumos La ninfa inconstante, Cuerpos divinos y Mapa dibujado por un espía (publicado inicialmente en Galaxia Gutenberg; 2013). Este último, en particular, es una odisea tropical en la que Cabrera Infante vuelve a una Ítaca metamorfoseada en Gulag y luego la abandona para siempre no sin antes enfrentarse a los cíclopes y lestrigones del castrismo y dejarse seducir por algunas féminas fascinantes… 

[Guillermo Cabrera Infante, Mapa dibujado por un espía, Debolsillo, 2021, págs. 392] 

La historia de la literatura, según decía Claudio Guillén, está iluminada de principio a fin por el sol de los desterrados. La luz del exilio alumbra el nuevo paisaje encontrado y permite recuperar también el territorio genuino bajo la perspectiva paradójica de la nostalgia y la distancia. Hay tantas clases de exilio como individuos, sin duda. Pero entre los exiliados del siglo XX, pocos escritores han dejado un testimonio crítico y melancólico de su huida del país natal como Guillermo Cabrera Infante, convirtiendo su alejamiento radical de la Cuba castrista en motivo de toda su literatura, tanto para preservar creativamente la memoria originaria como para combatir hasta la extenuación a los culpables de su amargo exilio. Al abandonar la utopía infernal para siempre, Cabrera Infante diseñó, parodiando a su maestro James Joyce, un programa irónico de supervivencia ética y estética: “Insolencia. Exislios. Punning”. O lo que es lo mismo: burlas, provocaciones, irreverencias, parodias y carcajadas.

La situación descrita en esta espléndida crónica de una defección política inevitable no puede ser más novelesca. La muerte súbita de su madre en junio de 1965 obliga al autor, destinado entonces en la embajada cubana en Bruselas como agregado cultural y encargado de negocios, a regresar a la Cuba revolucionaria de la que salió tres años atrás. La visita se prevé breve e intensa. Por razones burocráticas dignas de un Kafka caribeño la odisea se prolonga durante cuatro meses sin disminuir la intensidad de la absurda experiencia. Durante ese interregno vital, Cabrera Infante tendrá ocasión de contemplar con asombro la metamorfosis de su amada ciudad en un fantasma de sí misma, un doble decrépito al que la memoria no logra encontrar ningún parentesco con el original. En unos años, La Habana se ha degradado hasta transformarse en una capital fantasma habitada por zombis menesterosos, como en La invasión de los ladrones de cuerpos. Por borrar los signos del viejo capitalismo colonial se clausuran cabarets y bares, se raciona el alimento hasta extremos tercermundistas, se empobrece la vida cultural y, sobre todo, se establece una red social de vigilancia y delación de conductas y opiniones. Nadie puede criticar el mandato progresivamente totalitario de Castro y su cohorte soviética de comisarios ni, por supuesto, comportarse de un modo que el régimen puritano regido por el máximo cacique considere escandaloso o subversivo.

Cabrera Infante vuelve entonces a su Ítaca tropical a descubrir el error y el horror de la revolución con que colaboró creyendo con ingenuidad en sus valores democráticos. En este regreso temporal al paraíso mítico de los sentidos y la imaginación, una Habana espectacular consumida ahora en la desolación y la incuria, Cabrera no desaprovecha la ocasión de llevarse con él un puñado de recuerdos felices que le servirán para reescribir la maravillosa novela Tres tristes tigres a la luz crepuscular de un mundo que asiste, entre la tragedia y la farsa, a la fastuosa escenificación de su final.

Como en toda su obra, la subtrama erótica, el relato ovidiano de sus amoríos adulterinos, es uno de los alicientes más estimulantes del libro, con el suplemento jugoso de ver al autor enamorarse perdidamente de una joven mestiza habanera (Silvia Rodríguez) que es una réplica rejuvenecida de la madre muerta. Este episodio vagamente edípico, la última tentación del exiliado antes de abandonar Ítaca para siempre, es otra demostración de que, aunque falten el humor, el retruécano y el calambur, los exorcismos de estilo de Cabrera Infante son siempre incisivos y excéntricos. Y todo lo demás es leyenda de la literatura. 

jueves, 11 de noviembre de 2021

UTOPÍA FEMENINA

 

[Joanna Russ, El hombre hembra, Nova, trad.: Maribel Martínez, 2021, págs. 272] 

Larga es la historia literaria de las utopías femeninas. Larga es la historia de este género narrativo que ha expresado como ninguno la inquietud e incomodidad de las mujeres respecto de su papel en la sociedad patriarcal. Desde Margaret Cavendish, la duquesa de Newcastle, en pleno siglo XVII, hasta Ursula Le Guin y Marge Piercy, ya en los años sesenta y setenta, pasando por Mary Bradley, Elizabeth Corbett y Charlotte Perkins Gilman, en el siglo XIX, la ficción especulativa ha sido la forma de escritura preferida para representar mundos alternativos donde la nueva organización social reconociera las virtudes y talentos del género femenino y no disminuyera sus poderes.

Joanna Russ (1937-2011) fue una de las más heterodoxas e inventivas escritoras de esta gran tradición literaria. Una autora que escribió sin complejos desde planteamientos feministas y abiertamente lésbicos, cuestionando de manera radical tanto los vicios y depravación del patriarcado como las simplezas de una crítica biempensante del mismo que no tomara conciencia del grado de complicidad que la milenaria relación de opresión padecida por las mujeres generaba en estas, de manera consciente o inconsciente. De ahí la eficacia de recurrir a la complejidad técnica de la ficción para rehuir los riesgos del panfleto.

Gracias a esta actitud estética de (auto)exigencia y provocación constante, Russ logró escribir El hombre hembra (1975), una novela altamente subversiva y sarcástica sobre la hegemonía patriarcal y sus alternativas y disidencias éticas que preserva hoy, cuando la censura al patriarcado es un lugar común, toda su fuerza narrativa y su pertinencia intelectual. Considerada, además, el gran clásico de la ciencia ficción feminista, la trascendencia de sus postulados y la originalidad de su estilo superan con creces los límites y estrecheces de esa adscripción genérica.

El hombre hembra cuenta en nueve partes las fases creativas de su gestación como libro: los vagidos finales de este, enunciados con la voz de la autora, concluyen la novela con un bucle metaficcional que añade inteligencia e ironía autocrítica al relato. La génesis del libro, sin embargo, la producen la intersección espaciotemporal de las vidas de cuatro mujeres distintas que viven en mundos totalmente incompatibles y el bombardeo sistemático de la linealidad lógica de la historia, rasgo dominante de la ideología patriarcal y la mentalidad masculina.

Las cuatro Jotas, las cuatro protagonistas cuyo nombre comienza con la letra J, son cuatro versiones de la misma mujer existiendo en mundos paralelos: la indecisa Jeannine, una heterosexual paradigmática en sus dudas, tristezas y frustraciones, vive en una ucronía de la Tierra sumida aún en la Depresión económica de los años treinta y donde la segunda guerra mundial no ha tenido lugar; la lesbiana Janet y la asesina Jael provendrían, respectivamente, de una utopía (Whileaway) donde los hombres se habrían extinguido y las mujeres compartirían todo, el sexo y el trabajo, la reproducción y la educación, y de una distopía donde el mundo se dividiría en dos territorios (Manland y Womanland) habitados exclusivamente por cada uno de los sexos en guerra fría y desavenencia permanente; y, finalmente, Joan, avatar de la propia escritora en el universo de la ficción, quien habitaría el planeta Tierra en los años setenta del siglo XX en los que se estaba escribiendo esta fascinante novela.

Como dice el agudo escritor y crítico Adam Roberts, autor de una joya narrativa de la ciencia ficción contemporánea (The Thing Itself), en El hombre hembra los personajes femeninos se deslizan de un mundo a otro con una desenvoltura fantástica y Russ muestra de ese modo a sus lectoras, destinatarias privilegiadas del seductor artefacto, cómo el cambio de las circunstancias sociales comporta una modificación radical del ser de la mujer. 

sábado, 6 de noviembre de 2021

EL AULLIDO DE LOS CORDEROS


 [Publicado en medios de Vocento el martes 2 de noviembre]         

No soy populista, pero en el caso del asesinato del niño Álex prefiero escuchar los sentimientos del pueblo. Si la otra noche los vecinos de Lardero hubieran linchado al monstruo, no me habría escandalizado. La justicia más antigua que conoce la humanidad solo debe ejecutarse en ocasiones excepcionales, dañinas para la comunidad. Como decía Aristóteles, la purga de las pasiones, la liberación de las emociones más violentas, permite a la gente regresar al seno de la vida civil con ánimo sereno y racional. Eso se llama catarsis y se aplica al efecto trágico sobre el público. Qué mayor tragedia que el asesinato de un niño o una niña por un adulto perturbado. Qué peor crimen que la destrucción de una vida apenas iniciada por un sádico incapaz de vivir sin propagar la maldad y el dolor entre sus semejantes.

    Imaginen las circunstancias del espantoso asesinato de la mujer de la inmobiliaria. Proyecten en su mente los detalles atroces del ensañamiento con que la torturó durante un tiempo en que los relojes no se detuvieron y el mundo, como en “Frenesí” de Hitchcock, miró para otro lado. Recreen ahora las vejaciones que infligió a su primera víctima. Observen con estupor lo que le hizo a la niña atada sin alterarse. Le perdonó la vida, sí, pero la condenó a vivir traumatizada. Y ahora el pequeño Álex, colofón de su espeluznante carrera criminal. Se lo llevó engañado al piso para jugar con él al “exorcista”, confundiéndolo con la niña Regan. Y al llegar el momento climático de gozar a solas de su perversión, el demonio descubrió que Álex no era la niña poseída de la película sino un niño disfrazado. Y lo mató para encubrir su terrorífico error.

Es una vergüenza que un psicópata de esta catadura moral estuviera en libertad porque el sistema jurídico español no lo supo tratar como merecía. Hace falta estar ciego para no captar las señales maléficas que el enfermo enviaba como aviso. El mal existe y tiene nuestra misma cara. Y ustedes, señores jueces y policías, fiscales y carceleros, lo ignoran todo sobre él. Como si las películas y series americanas sobre asesinos en serie no les hubieran enseñado nada. Examinen los casos y reconozcan el fallo. Se equivocaron juzgando que la cultura popular era una forma de superstición ancestral cuando, en realidad, es una expresión de sabiduría milenaria. Pobre Álex. Nunca más disfrutará de Halloween. Será otro de los muertos que vienen a recordarnos cada año la deuda contraída con ellos. Una deuda irreparable. 

lunes, 1 de noviembre de 2021

DE QUINCEY


  [Thomas de Quincey, Los últimos días de Immanuel Kant, Firmamento editores, trad.: Julia García Olmedo, 2021, págs. 104]         

Thomas de Quincey (1785-1859) es uno de los prosistas más originales de la literatura inglesa del siglo XIX. Joven bohemio, amigo de poetas románticos como Coleridge y Wordsworth, avanzado posromántico y precursor del estilo y la estética de Borges, como dice Harold Bloom, es autor de unas cuantas biografías excéntricas, como este extraño retrato del filósofo Kant, parodias históricas, libros de rara erudición sobre temas esotéricos y escabrosos, o ensayos sobre el asesinato teñidos de humor negro (Del asesinato considerado como una de las bellas artes; 1827).

Pero De Quincey escribió, sobre todo, una imperecedera obra maestra del estilo como las Confesiones de un opiómano inglés, en su doble versión: la original, de 1821, de escritura más etérea y deslumbrante, donde relata su adicción temprana y perseverante al opio como modo de calmar el infinito dolor de estar vivo y acceder, como buen romántico, a estados mentales de lucidez visionaria; y la revisión definitiva, de 1856, en la que, además de reescribir la primera versión abundando en sus mismas ideas con estilo tan sentencioso como barroco, añadía un suplemento memorable.

En este texto inconcluso (Suspiria de Profundis), De Quincey evocaba con prosa poética su infancia feliz rodeado de una madre viuda y tres hermanas, la terrible muerte de estas y la visión siniestra, inducida por el opio y la desdicha, de las tres diosas de la desgracia humana: “Mater Lachrymarum”, “Mater Suspiriorum” y “Mater Tenebrarum”. Este trío de matriarcas infernales fascinaría a Baudelaire, traductor magnífico de De Quincey (Les paradis artificiels), y luego al cineasta Dario Argento (Suspiria, Inferno, La Terza madre), entre otros.

Este opúsculo sobre Kant (de 1827) demuestra el malicioso talento de De Quincey para el plagio literario y el fisgoneo biográfico. De Quincey organiza en torno a la figura admirada del filósofo especulativo más importante de la historia un palimpsesto narrativo extraído de los numerosos testimonios disponibles de amigos que trataron al maestro de Königsberg (Wasianski, pero también Jachmann, Rink o Borowski) como respuesta a la extrañeza esencial que la personalidad y el pensamiento de Kant suscitaban en él y en sus lectores ingleses.

De Quincey revisa con brevedad la vida anterior de Kant, donde echa en falta la saludable influencia femenina, pero se ceba con singular irreverencia en los días que precedieron a su muerte, dando cuenta puntual de los pormenores intelectuales y fisiológicos de su naufragio. Es posible leer el deleite de De Quincey en las irónicas notas al pie en que comenta los datos proporcionados por sus fuentes, como el bien que le haría el opio al afligido filósofo de la Razón Pura y la Razón Práctica hasta perder el Juicio que había convertido en una de las facultades trascendentales de la inteligencia humana. Cada lapsus verbal, cada distracción, cada caída de la cabeza en el sopor y el sueño, cada pleonasmo senil, cada achaque agónico, son narrados por De Quincey como si registrara los síntomas de la descomposición de un sistema filosófico y no solo el hundimiento de un pensador eminente como Kant, aquejado de graves males que dañaban su cerebro y estómago.

No es solo la degeneración de Kant el asunto fundamental del relato de De Quincey. Con Kant, De Quincey lo sabe, es toda una idea de la cultura y el pensamiento la que perece. El ideario de la Ilustración. Con lo que De Quincey, al final, con su especial sensibilidad para las mutaciones históricas, estaría plasmando la emergencia alegórica del romanticismo. La muerte gagá de Kant, como el filósofo había previsto y Goethe encarnó en plenitud, representaría así el genuino esplendor del Genio romántico.

martes, 26 de octubre de 2021

CIENCIA Y FICCIÓN


[Publicado en medios de Vocento el martes 19 de octubre]

           Principio de incertidumbre. No sé qué es peor, la existencia o la inexistencia del comité de expertos que asesoró a Sánchez durante la pandemia. Si el supuesto comité existió, aunque sus actas sean invisibles, y sus decisiones inconstitucionales fueron acatadas por el presidente e impuestas a la población, sería una prueba deplorable de lo que significa un gobierno científico sobre la vida humana. La pandemia nos ha enseñado mucho sobre este tipo de gestión. Pero si no existió, como indican las evidencias, sería un síntoma escandaloso de la arbitrariedad y soberbia de Sánchez, arrogándose el poder absoluto en nombre de la ciencia.

A los ciudadanos nos toca sobrevivir hoy en ese filo peligroso entre la ciencia y la ficción, entre la hegemonía de la ciencia y el gobierno de la mentira. La ciencia trabaja en lo suyo mientras la política transforma en ficción tecnócrata todos sus esfuerzos racionales. Es el principal descubrimiento permitido por esta pandemia que se aleja como una tormenta eléctrica tras descargar sobre nosotros una lluvia de males.

Debo referirme a esta cuestión con extrema prudencia. Hay una autonomía donde la electricidad es tabú de alta política. Así se lo han hecho saber a Sánchez esta misma semana, en tono amenazante, los portavoces parlamentarios de las corporaciones eléctricas. Y Sánchez ha debido recular, como si recibiera un calambrazo mortal, y minimizar las medidas sociales del decreto sobre la luz.

Ya sabemos que la energía eléctrica es la clave del funcionamiento del mundo. Sin ella, nada de lo que consideramos valioso podría existir ni sostenerse. Apena por eso ir al cine a ver excitantes estrenos como “Titane” o “Benedetta”, de visión obligatoria para espectadores inquietos, deseosos de validar su ética a través de la estética, y encontrar las salas vacías. Solo el bueno de Bond ha conmovido el corazón del público con su paternidad sobrevenida y muerte súbita. Cuando el cine inteligente pierde, Netflix gana. Y “El juego del calamar”, la novísima sensación coreana, muestra al desnudo la obscena crueldad del modo de vida dominante.

La luz artificial que irradia la gran pantalla de mi nuevo televisor cuántico disipa la tristeza moral del presente. Estos sofisticados equipos nos devuelven el asombro antiguo, como dice Borges, que reunía a la humanidad primitiva en torno al fuego durante la larga noche. No solo de ciencia viven hombres y mujeres. La ficción es tan preciosa como el alimento y el vestido. Pero la mentira no. 

martes, 19 de octubre de 2021

APOCALIPSIS ESPECULATIVO


 [Philip K. Dick, Dr. Bloodmoney, Minotauro, trad.: Domingo Santos, 2021, págs. 300]

         Dice Dick en el epílogo que el fallo de esta novela, desde una perspectiva narrativa, es que el Fin del Mundo sobre el que se construye la trama no tuvo lugar en realidad. Es irónico este comentario viniendo del gran maestro de la ciencia ficción especulativa. La ciencia ficción o es especulativa o carece de valor. Por eso Dick, al reconocer que se equivocó en sus predicciones sobre la Tercera guerra mundial, como le reprocharon algunos lectores superfluos, no hace sino constatar cuán acertados eran los trágicos planteamientos con que concibió su novela.

Un apocalipsis nuclear que no tendrá lugar es mucho más sugestivo para jugar con las delirantes posibilidades de la ficción. La ciencia ficción es el género realista por excelencia, en la medida en que esta narrativa plantea a la realidad las preguntas fundamentales que esta no puede responder sin dejar de ser lo que es. Un simulacro cultural y tecnológico. Y es por esta razón por la que Dick, una mente generadora de conceptos originales con hipersensibilidad para la realidad americana de su tiempo, es el creador supremo del género.

          “Dr. Bloodmoney” es una de sus grandes novelas, la más deslumbrante quizá si se considera la complejidad de la trama y las subtramas, la fascinante galería de personajes principales y secundarios y la riqueza de ideas con las que nutre la imaginación de unas y otras. En el principio está el truculento Armagedón que se precipita sobre el mundo como consecuencia de la enfermedad mental, una combinación de psicopatía paranoica y megalomanía religiosa, de un científico de origen alemán llamado Bruno Bluthgeld (“Bloodmoney”/“Dinero sangriento”). El doctor Bluthgeld, perseguido por nazis y comunistas y asilado en Estados Unidos, como tantos científicos sospechosos de connivencia totalitaria, acaba desatando una catástrofe atómica en 1972 y otra en 1981.

La primera parte de la novela, más breve, transcurre justo antes de la segunda catástrofe, en un mundo donde ya existen seres afectados por la radiación como Hoppy Harrington, un “focomelo” que pasa de víctima a verdugo, y la segunda parte en 1988, siete años después de la hecatombe, en un mundo devastado donde existen criaturas mutantes y animales inteligentes, y donde los seres humanos supervivientes se refugian en pequeñas comunidades urbanas o rurales. Es extraordinario para la época que entre los protagonistas de la historia se cuenten un afroamericano emprendedor (Stuart McConchie) y una mujer finalmente liberada de ataduras familiares y conyugales (Bonny Keller).

Otro personaje esencial es el astronauta Walt Dangerfield. En 1981 iba a ser junto a su mujer Lydia la primera pareja en poblar Marte, como nuevos Adán y Eva de la Era espacial, pero el bombardeo alteró la trayectoria de su cohete y quedaron atrapados en la órbita terrestre. Desde entonces, antes y después de la muerte de su mujer, el disc-jockey Dangerfield se dedica a aportar consuelo y entretenimiento a la vida humana a través de sus emisiones radiofónicas de música y literatura vía satélite. Esta alegoría de la cultura mediática es una de las más ingeniosas invenciones novelescas de Dick.

“Dr. Bloodmoney” fue escrita en 1963 y publicada en 1965, por lo que la influencia creativa de la película de Stanley Kubrick “Dr. Strangelove”, en el título y el subtítulo (“Cómo nos las apañamos después de la Bomba”) así como en determinado tratamiento de los personajes principales y su papel en la trama, no es insignificante. De ese modo, Dick corrige el nihilismo y el humor negro de la denuncia de Kubrick con una afirmación utópica del poder para sobrevivir de la especie humana. 

jueves, 7 de octubre de 2021

EL BUCLE DEL BUCLE


  [Stephen J. Burn (ed.), Conversaciones con David Foster Wallace, Pálido Fuego, trad.: José Luis Amores, 2021, págs. 277] 

Este impresionante libro de entrevistas es, en realidad, una novela encubierta sobre David Foster Wallace (1962-2008), un escritor de fines del siglo XX y comienzos del XXI que vivía inmerso en el paroxismo de la cultura norteamericana, en medio de la incertidumbre posmoderna de saber que todo ha cambiado y nada ha cambiado en el fondo. En estas circunstancias, intentar realizarse como ser humano es tan complicado como intentar ser un buen escritor, no digamos ya un genio literario. Para quienes no hayan leído nada de Wallace, esta compilación, que ahora se reedita por cuarta vez con texto revisado, es como un cuarto repleto de juguetes y peluches en una guardería. Para quienes conocen sus novelas, ensayos o relatos, es una caja de herramientas, un manual de instrucciones sobre cómo y por qué escribió Wallace lo que escribió manejando cantidades ingentes de información y una herida mental lacerante y un lenguaje prolijo que era un bisturí forense con el que hurgaba en su cerebro y en el de los demás y de paso desgarraba el tejido de la realidad con pasión morbosa.

Después de leer estas veinte entrevistas y de releer, conteniendo la emoción, el epílogo del periodista David Lipsky, una evocación tan estremecedora como perceptiva de la trayectoria literaria y la personalidad singular de Wallace hasta los instantes previos a su suicidio, a un lector avezado en su obra se le hacen evidentes algunas cosas y otras, sin embargo, se oscurecen hasta la opacidad total. Sus relaciones ambiguas con la ironía, por ejemplo, tan cambiantes como su estado anímico, el amor/odio por la cultura de masas y, en general, el mundo del espectáculo americano, o la posición crítica ante la situación minoritaria, si no marginal, de la ficción en una cultura audiovisual donde adquiere un valor social creciente la no ficción, quizá como secuela del colapso integral del aparato simbólico de la cultura.

Cuando una inteligencia de ese calibre llega al límite en su diálogo con el lenguaje y la realidad es lógico que tropiece con un bucle infinito. Lo irónico de este impedimento reside en que lo que es nocivo para la mente del filósofo se vuelve el estímulo creativo más potente para un escritor como Wallace. De ese modo, su abandono profesional de la filosofía y las matemáticas por la práctica de la ficción narrativa le permitió desplazar a otro terreno de juego el bucle fatal en que vivía atrapada su mente prodigiosa. El cerebro de Wallace expresa en todo lo que escribe y dice su pugna con la realidad y su repugnancia hacia lo real. En el fondo, toda su obra, de ficción y no ficción, es la de un reportero de esa guerra cerebral, crónicas más o menos beligerantes de la tensa relación con el mundo y lo social de una psique paradójica, cautiva al mismo tiempo de una timidez patológica y una curiosidad extrema.

En cualquier caso, una idea persiste inamovible a lo largo de sus declaraciones, desde la primera entrevista en 1987 hasta la última en 2005, y podría considerarse su más valioso legado teórico y la mejor explicación de su lucha encarnizada consigo mismo y con las formas literarias y culturales vigentes: “El proyecto que merece la pena intentar es hacer cosas que tengan algo de la riqueza y el desafío y la dificultad emocional e intelectual de la vanguardia literaria, algo que haga que el lector afronte cosas en lugar de ignorarlas, pero hacerlo de tal modo que también sea agradable de leer”. Ahí estamos. 

lunes, 27 de septiembre de 2021

ENERGÍA

 [Publicado en medios de Vocento el martes 21 de septiembre] 

La energía es la cuestión esencial de este mundo. Einstein revolucionó la física al descubrir su fórmula mágica y propulsarnos con ella a las estrellas, el infinito y más allá, o mucho más acá, a las simas de lo infinitesimal. Así que cada vez que pagues la abusiva factura de la luz, acuérdate de Einstein y piensa en la energía nuclear, no en Chernóbil. Imagina un paisaje apacible de miles de centrales nucleares extrayendo su preciosa carga energética del corazón del uranio, como soñaba Bill Gates hasta que fue consciente de la impopularidad de esta energía.

Cada vez que te “arruines” pagando los recibos de la electricidad que encienden tu vida y apagan tus expectativas, piensa en el sol que genera la energía que ilumina tus vacaciones y te broncea la piel. Piensa en el astro gigantesco en combustión permanente que calentaría tus noches de invierno a poco que hubieras podido instalar en tu vivienda los paneles adecuados. Ahora te la ofrecen a un precio más caro las mismas compañías que durante décadas hicieron lo imposible por evitar que la energía solar, cuando era barata, se extendiera socialmente. Piensa en todo esto mientras lees los datos oscuros de tu factura de la luz.

El filósofo Kant sintió en sus últimos días una extraña fascinación por la electricidad, intuyendo el advenimiento de un mundo que se movería al ritmo de la corriente eléctrica. Kant consideraba la electricidad una energía sagrada, la fuerza unificadora de los fenómenos de la vida, la llave de la realidad, el código secreto de Dios. Y mira en lo que la hemos convertido. Hoy este mundo luminoso no está en manos de filósofos, científicos o inventores, sino de corporaciones desaprensivas. Cada vez que te indignes calculando el precio de la electricidad, piensa también en las erróneas decisiones políticas del pasado que han conducido a esta situación insostenible de mercadeo indecente y dependencia energética.

          Donde se queman libros, dijo el poeta Heine, se acaban quemando personas. Ha empezado en Canadá y se expandirá pronto a todas partes. La corrección política es un movimiento de culpabilidad global para hacer tabla rasa de la historia y la cultura. No distingue entre quemar “El Quijote” o “Astérix”. Solo pretende borrar las huellas de crímenes históricos y repararlos con imposturas hipócritas. La energía implacable que incinera los libros se mide en grados Fahrenheit. Pero, para ser exactos, deberíamos medirla en grados de necedad y estupidez. Es la energía más barata y extendida.