domingo, 19 de diciembre de 2010

LOS “EPISODIOS TRANSNACIONALES” DE DON DELILLO


Don DeLillo es uno de los novelistas norteamericanos sobre los que más he escrito a lo largo de esta década. He dedicado artículos y ensayos, además de menciones y citas, a casi todas sus novelas (en entradas anteriores se pueden leer mis reflexiones sobre dos novelas tardías como Cosmópolis y El hombre del salto). A DeLillo le tengo por un paradigma novelístico de lo que Benjamin Noys denomina “aceleracionismo”, esa tendencia intelectual y artística que funda su práctica, según Noys, en esta premisa radical: “if capitalism generates its own forces of dissolution then the necessity is to radicalise capitalism itself…What the accelerationists affirm is the capitalist power of dissolution and fragmentation”. Terrorismo simbólico, por así decir. No se olvide que ya en Mao II, uno de sus textos maestros, DeLillo trazaba la peripecia terminal de un escritor abrumado por los desafíos de la sociedad postmoderna y convencido de que el antiguo puesto que ocuparon los escritores en la conciencia pública lo ocupaban ahora los terroristas en su desafío a la realidad (si el novelista no es, desde luego, un “terrorista”, en su sentido más inhumano, sanguinario o cruel, sí sería, en cambio, un “mal ciudadano”, como DeLillo explica en el epígrafe que reproduzco más abajo y que debería ser el credo programático de todo novelista consciente de su papel en la sociedad del espectáculo, y más en tiempos de crisis, como los llaman en los medios, tiempos en que las diferencias sociales y económicas se agravan hasta la indecencia y la obscenidad y, por tanto, cualquier irresponsabilidad y, al mismo tiempo, cualquier reacción es pensable y/o posible en cualquier sentido). No es casual que en los años sesenta, más que ningún otro escritor, el cineasta Jean-Luc Godard (que ahora estrena la magistral Film Socialisme, una invitación intransigente a la insurrección ética y política contra el cinismo reinante) fuera uno de sus grandes maestros. Y se nota esa influencia carismática. No espere nadie, en este sentido, que DeLillo, con este currículo, gane alguna vez el Nobel. Como tampoco Pynchon. Con independencia del talento, este premio honorífico, como tantos otros, es para los buenos chicos, de izquierdas o de derechas, eso da igual. Los monaguillos del sistema imperativo y la cultura dominante.

En cualquier caso, como ya dije en mi reseña de la espléndida Jugadores, cada lectura o relectura de una novela de DeLillo me ratifica la sensación de que se trata del primer escritor de la historia que escribe sus novelas pensando en que uno de sus lectores potenciales podría ser, en un futuro no muy remoto, una inteligencia artificial. Como si intentara hacer visible y entendible para un cerebro informático las complejas implicaciones del juego literario: la experiencia abstracta y minuciosa de la escritura como metalenguaje de la realidad, el mecanismo inaprensible de las acciones humanas individuales y su integración en un contexto colectivo concebido como un vasto sistema de información en perpetuo cambio, etc. En cierto modo, la escritura literaria de DeLillo se postula como la más “posthumana”, en sentido estricto, con la que un lector contemporáneo podría encontrarse en formato narrativo. Una escritura secuencial, de la que no estaría excluido el lector humano, por tanto, pero cuyo grado de traslación del pormenor informativo o perceptivo al código algorítmico de la cibernética es de una exactitud inaudita y deslumbrante. La valiosa prosa de DeLillo podría caracterizarse así como la escritura altamente cifrada que una mente humana dirige en sus postrimerías a las mentes artificiales del futuro con objeto de traspasarles la lección tragicómica de su historia reciente. Confiemos en que les sirva para algo.

Aquí van, como muestras de esa escritura novelística y de las reflexiones que puede suscitar, textos sobre Punto Omega, su nueva novela, Ruido de fondo, quizá junto con Submundo su obra suprema, Libra, jamás se ha descrito las bases de la paranoia en estado puro con tanta lucidez, y Body Art, un apólogo estético aplastante. Para completar, en el margen izquierdo, se propone una encuesta con el fin de establecer un canon parcial en la vasta obra (traducida o no, ¿para cuándo Ratner´s Star en español?) de Don DeLillo.


"I don't take it seriously, but being called a 'bad citizen' is a compliment to a novelist, at least to my mind. That's exactly what we ought to do. We ought to be bad citizens. We ought to, in the sense that we're writing against what power represents, and often what government represents, and what the corporation dictates, and what consumer consciousness has come to mean. In that sense, if we're bad citizens, we're doing our job."


Don DeLillo

DON DELILLO (1): TIEMPO DE EXTINCIÓN


Hay lectores que todavía objetan a la presencia del cine en la narración literaria. Para quienes, en cambio, han asumido que el cine más que un arte o una cultura es ya un modo ineludible de abordar la realidad y de abordar, en especial, las equívocas relaciones del cerebro con la realidad, esta magnífica e intensa novela[i] de DeLillo será una grata confirmación de sus ideas. Conocemos la velocidad con que el cerebro procesa las imágenes de la realidad. A esos veinticuatro fotogramas por segundo, que para Godard son la más justa imagen de la verdad, debemos todos nuestros errores, espejismos y vanas ilusiones.

No es extraño, por tanto, que DeLillo concibiese su nueva novela tras ver en el MOMA la instalación "Psicosis 24 horas" de Douglas Gordon. En ella, la duración de la famosa película de Hitchcock se dilata hasta coincidir con la de un día completo, de modo que los movimientos, las acciones y los gestos se reducen a cero, mutando el tiempo de la truculenta trama en "tiempo subliminal". En la novela se dan cita, pues, dos películas clásicas bien distintas: una, la más efectista y chocante (Psicosis), aparece deformada a través de algunos fotogramas de proyección expandida; la otra, más desconcertante y elíptica (La aventura de Antonioni), permanece invisible como tal y sólo se filtra en la historia de modo subliminal. Inspirándose en la estrategia estética de Gordon, DeLillo logra incorporar el cine a su dispositivo narrativo haciendo que la fórmula comercial de explotar el sensacionalismo criminal derivado de Hitchcock se neutralice imponiendo los tiempos muertos y los espacios vacíos de Antonioni (enfatizando así, como en Zabriskie Point, la revelación del desierto como reloj mineral, cronología de piedra, tiempo cero o lugar de muerte universal). Lo fundamental de este acoplamiento fílmico, en cualquier caso, es el modo en que la intersección de ambas cintas resuelve la trama novelesca, hecha por igual de psicopatología de la vida cotidiana y metafísica del absurdo existencial.

La historia parece simple: un profesor emérito (Richard Elster) que ha participado como asesor del Pentágono durante la reciente guerra de Irak recibe en su cabaña del desierto, donde vive retirado una parte del año, a un joven cineasta (Jim Finley) que pretende hacer un documental sobre él en que reconozca la impostura y las mentiras de la guerra. Durante esa visita aparece la hija del profesor (Jessie), una criatura frágil y liviana que vive un coqueteo igualmente frágil y liviano con Finley y acaba desapareciendo misteriosamente, sumiendo a los dos personajes masculinos en la desolación y la perplejidad.



La estructura, sin embargo, es compleja: un prólogo y un epílogo (“Anonimato 1” y “Anonimato 2”) focalizados en el presunto secuestrador o asesino de la hija durante su visita al MOMA para ver la exposición sobre Psicosis en la que descubrirá finalmente, a través del mediador Norman Bates, su verdadera identidad patológica, ligada, como siempre, a la dependencia materna. Entre ambos, cuatro capítulos, de una intensidad estilística incomparable, consagrados a las relaciones entre el viejo profesor y el joven documentalista, su convivencia esquiva, sus charlas luminosas, sus vivencias y visiones del entorno desértico, y el interludio de la breve visita de Jessie, que marca, con su brusca desaparición, un punto de fuga narrativo.

Con este diseño, DeLillo vuelve a demostrar, como en Body Art, sus grandes dotes de compositor novelístico. No obstante, el detalle que remata la composición coreográfica de esta pieza de cámara, nunca mejor dicho, es la coincidencia, en un momento u otro, del cuarteto de personajes en la sala donde “Psicosis” se proyecta ralentizada, y cómo la mirada depredadora del supuesto asesino los atrapa a todos, a los dos hombres (en el prólogo) y a la mujer (en el epílogo), como la cámara criminal y cómplice de la película.

El gran logro narrativo de esta alegoría sobre el tiempo y el poder destrucción del tiempo radica, sobre todo, en haber colocado en la médula de su narrativa a la muerte y el anhelo de extinción que acomete a cualquier sistema, vivo o artificial, cuando alcanza el punto límite, el grado exacto de saturación que lo colapsa (de ahí el filosófico título, tomado de Teilhard de Chardin)). En este sentido, como uno de esos troncos milenarios en que cada anillo encierra el secreto de crecimiento y decadencia de una era, esta extraordinaria novela acierta a condensar en torno a una anécdota de apariencia esquemática los diferentes tiempos en que la vida se implica: el tiempo cósmico, el geológico, el biológico, el histórico, el cultural y el individual. Y todas esas cronologías concéntricas convergen en la desaparición y probable muerte de una inocente.

En esta intensa y deslumbrante fábula moral sobre los límites de la seguridad, obsesión máxima del poder en nuestro tiempo, encarnada en ese padre incapaz de proteger a su hija de los peligros que la acechan en el mundo, consuma DeLillo no sólo una venganza simbólica contra quienes planificaron la desastrosa guerra de Irak apelando al destino histórico americano, sino una reflexión definitiva sobre el estado de cosas mental y real, las patologías públicas y privadas de un país sumido, como consecuencia de sus errores políticos y de sus creencias fundacionales, en una crisis devastadora.


[i] Don DeLillo, Punto omega, trad.: Ramón Buenaventura, Seix-Barral, 2010.

DON DELILLO (2): EL LIBRO AMERICANO DE LOS MUERTOS (VIVIENTES)


En uno de los momentos más hilarantes de esta novela cómica y melancólica[i] al mismo tiempo, el narrador y protagonista, Jack Gladney, y su colega universitario Murray Siskind, gurú académico de la cultura popular y la televisión, deciden visitar una atracción turística denominada “EL ESTABLO MÁS FOTOGRAFIADO DE AMÉRICA”. Emplazado en el corazón del corazón de la América rural cuyo único atributo singular es el que su leyenda señala: su increíble capacidad para atraer a lo largo de los años a multitudes de turistas que se detienen solo un momento frente al célebre establo guiados exclusivamente por la intención de tomar una instantánea que se sume a las miles de instantáneas anteriores en que funda su dudoso prestigio. Durante unos minutos, Jack y Murray, desde una posición de incrédula distancia hacia el fenómeno, se dedican a observar a los demás turistas mientras toman sus fotografías (“Están tomando fotos de gente tomando fotos”, comenta Murray, denunciando el efecto bucle de la situación) y a discutir como dos filósofos sobre la naturaleza paradójica de la realidad: ¿Es posible ver el establo real? ¿Existe siquiera algo así? ¿Cómo era el establo antes de ser fotografiado por primera vez? ¿No es el consenso colectivo el que contribuye caprichosamente al aura peculiar de cualquier objeto? Y, la cuestión quizá más trascendental de todas, ¿cuál es finalmente nuestro papel en esta comedia? ¿No formamos parte de todo esto al estar aquí, ahora, como simples observadores?

La breve anécdota filosófica asalta al lector de Ruido de fondo recién comenzada la lectura, como si DeLillo en su octava novela hubiera querido marcar una pauta desde el principio, estableciendo una perspectiva insólita sobre la América contemporánea: la América del capitalismo cotidiano, el capitalismo que impregna con sus maquinaciones las estructuras mentales, vitales y lingüísticas de sus habitantes, y su modelo de vida transnacional; una América escrutada con la misma agudeza y perplejidad con que Jack y Murray se enfrentan a la presencia real o mediatizada del establo sin la intención de fotografiarlo (rasgo que delata la perspicacia narrativa de DeLillo: sus personajes no podrían imitar a los otros visitantes y resolver así el bucle ontológico en que están sumidos sin desacreditar el alcance de su reflexión y, de paso, arrojar la sospecha sobre su autor, ¿pues no es el auténtico dilema del intelectual o el escritor postmoderno, como señalara Barthes en otro contexto, el de no poder aceptar ni tampoco rechazar el mundo, sino verse obligado a deslizarse indefinidamente por el filo de esa actitud esquizofrénica?).

En todo caso, esta secuencia antológica es también una perfecta alegoría de la mutación cultural producida en la sociedad postmoderna, lo que llamaríamos, empleando un patrón de economía política, la suplantación del “valor de uso” por el “valor de cambio”, y la traslación de este modelo dominante a todas las esferas de la experiencia humana. El valor es así producto del intercambio y la circulación, y no factor determinante de estos procesos, produciendo a su vez una perversa reinscripción del concepto de “aura” en los cálculos y escenarios del capitalismo multinacional y la sociedad de consumo.

Todos los motivos habituales de las anteriores novelas de DeLillo (la cultura comercial, la televisión omnipresente, la catástrofe ecológica, el terrorismo integrado como aberración aparente del sistema y teatro espontáneo de la crueldad, , la fatalidad tecnológica, los supermercados y centros comerciales como recintos y formas de culto religioso, liturgias sociales de nuestro tiempo, modos de relación y participación en fenómenos de raigambre colectiva, las determinaciones privadas del sistema económico y comercial, la ansiedad y vulnerabilidad de los personajes extraviados en una realidad sobre la que han perdido el control, etc.) se entrecruzan en Ruido de fondo para ser conducidos hasta sus últimas consecuencias narrativas e intelectuales, como en un carnaval cíclico, o un bucle de cierre imposible, como analizara Tom LeClair. No es casual, en este sentido, que DeLillo escribiera Ruido de fondo tras su reencuentro con la América de los ochenta, dominada por la publicidad, el consumo y la televisión, después de una estancia de varios años en el extranjero, cuyo producto más notable fue la novela Los nombres (1982), quizá la consumación narrativa de la primera manera de DeLillo. Por esto Ruido de fondo se podría considerar como un nuevo comienzo en su carrera, en otro nivel programático, una redefinición del designio y el alcance de su escritura y a la vez su mayor logro.

Esta ficción suprema se organiza, pues, como una conspiración novelesca contra la idea misma de lo natural, de lo auténtico o genuino, uno de los mitos fundacionales de la cultura americana (y no solo de ella, el dispositivo de enraizamiento es común a todas las culturas); contra la idolatría de tomar por reales los sistemas simbólicos, la tendencia humana a naturalizarlo o neutralizarlo todo en fosilizados sistemas de valores, desde la violencia de los procesos biológicos y sociales o la artificialidad de los sistemas de organización de la vida hasta el significado y el desgarro de la cultura. Y sobre todo esta confabulación narrativa se insurge, como en Burroughs o Pynchon, contra la idea de realidad difundida desde el poder. En el fondo, la gran pregunta que DeLillo se atreve a plantear sería esta: ¿Corresponden nuestro pensamiento y comportamiento y nuestras ficciones a todo lo que conocemos y podemos conocer del mundo contemporáneo? Dicho de otro modo: ¿no sería la ficción concebida en su máxima expresión estética, a pesar del mercado y la industria cultural, el único medio de pensamiento que le queda a quien pretenda no ya solo entender sino intervenir en los caóticos procesos del mundo postmoderno?

Es lógico, en este sentido, que los adultos de la novela (el matrimonio Gladney, singularmente; Babette y Jack) se muestren, de un modo angustioso y desesperado, obsesionados con la muerte (¿cuál de los esposos morirá antes?, ¿serán capaces de sobrevivir a la muerte del otro?, ¿de soportar la soledad, la ausencia?, etc.) como secuela patológica de su incomprensión del mundo donde habitan. La pauta de la primera parte de la novela la marcaría así la pregunta recurrente: “¿Cuál de los dos morirá primero?”. No nos engañemos sobre esto: la muerte es el obsceno secreto del capitalismo, la extinción y la entropía como producto final de su descomunal proceso de destrucción. La fecha de caducidad que afecta a las mercancías y a los consumidores por igual. La muerte, pues, como obsesión objetiva y no solo subjetiva, reverso lógico y tenebroso de la sociedad de consumo, las tecnologías del control y la información y el brillante modo de vida americano, ocupa el núcleo del dispositivo ficcional como su persistente “ruido de fondo”. DeLillo estuvo tentado de titular esta novela El libro americano de los muertos, por las múltiples resonancias del motivo en su textura, pero no se atrevió finalmente y encubrió la mención tras una metáfora falsamente técnica, como si el parentesco de muerte y tecnología no fuera ya suficientemente inquietante en sí mismo.

No obstante, DeLillo no se limita a constatar lo más obvio sobre esta perversa alianza forjada a la sombra gravitacional del sistema, sino que aporta ironía sarcástica a la conexión entre tecnología y muerte señalando, como ya hicieran Dick en Ubik o Pynchon en Vineland, que ni siquiera la muerte física constituye una frontera o un límite infranqueables para las estrategias de explotación del capitalismo en cualquiera de sus metamorfosis. En este mismo sentido, una de las fulgurantes especulaciones del narrador refiere la posibilidad de que los muertos vivan en un enclave transmundano desde el que se comunicarían con los vivos a través de los aparatos tecnológicos pertenecientes al sistema. Si con lo sublime, como escribiera Lyotard, “la cuestión de la muerte entra en la cuestión estética”, con la muerte entendida como una conspiración sistémica lo sublime entraría de pleno en esta novela desublimada: “Toda conspiración tiende a seguir un camino que conduce a la muerte…Conspiraciones políticas, conspiraciones terroristas, conspiraciones de amantes, conspiraciones narrativas…Cada vez que intervenimos en una conspiración nos aproximamos a la muerte”. En este pasaje, proferido por el narrador ante una audiencia atónita, estaría ya enunciada la idea germinal de Libra, la novela conspiranoica por excelencia. “¿Es cierto eso? ¿Por qué lo dije? ¿Qué significa?”.

Mientras tanto, los niños de la novela (los hijos respectivos de los diversos matrimonios de los Gladney), ajenos todavía a las conspiraciones de la finitud, se deslizan por la radiante superficie de las pantallas encendidas, los escaparates rebosantes, las marcas deseadas y las múltiples informaciones que los bombardean a diario con una agilidad mental digna de seres mutantes, adaptados a las nuevas condiciones sociales de vida. En este sentido, DeLillo canaliza la perplejidad del adulto ante este fenómeno corriente en la vida del capitalismo de mercado a través de la figura del narrador, que como padre moderno espía con interés las murmuraciones oníricas de su hija para descubrir que lo que toma por un mensaje oracular sobre su situación catastrófica (“parte de un hechizo real o un cántico de éxtasis”) es una simple réplica de los mecanismos de la publicidad y su capacidad de infiltración y colonización del inconsciente: “Toyota Celica”, rumia en sueños la niña angelical. Pero Jack, extendiendo y hasta cierto punto parodiando algunas de las reflexiones metalingüísticas de la novela anterior del autor (Los nombres), atribuirá a esta experiencia un sentido espiritual o místico, una “trascendencia espléndida” (como sucederá más tarde con la serenidad extática que cierra la novela anunciando en el supermercado la muerte diferida del narrador, o, algo antes, el milagro de la supervivencia del hijo pequeño cuando atraviesa montado en su triciclo una autopista atestada de coches).

La infantilización general de usuarios y consumidores, el cultivo de la estupidez y la banalidad como sustitutos ideológicos, es una condición imprescindible para el perfecto funcionamiento del sistema, como entiende Murray Siskind al recomendar a sus estudiantes que la única forma de dar sentido al mundo capitalista (y a su gran servidor electrónico, la televisión) consiste en “aprender a mirar como niños otra vez”. No deja de ser irónico, en este sentido, que DeLillo consiga exponer con perspicacia las bases psíquicas de la revolución cognitiva en curso (el reduccionismo vital por el cual el consumidor se pone en manos de la publicidad, las promociones o, simplemente, el gusto mayoritario para orientar su elección y, al mismo tiempo, seguir considerándola “suya”, personal) ejerciendo de ventrílocuo del hijo superdotado de los Gladney, Heinrich, altivo portavoz de las tendencias sociales menos predecibles: “¿Quién sabe lo que quiero hacer? ¿Quién sabe qué quiere hacer nadie? ¿Cómo puede uno estar seguro acerca de algo así? ¿Acaso no se trata todo de una cuestión de química cerebral?”.

Ruido de fondo es una novela absolutamente centrada en el espacio doméstico, una novela si se quiere “doméstica”, consagrada a registrar en detalle, como analiza John Frow, los episodios y avatares de la vida secreta de una casa como si se tratara de una sit-com protagonizada también por los objetos. Por esta razón es una novela sobre el cerebro, una encefalografía de la vida mental americana observada a domicilio en una fase especialmente crítica de su evolución, en plena mutación terminal. Ninguna otra novela que yo conozca ha plasmado con tal derroche de medios el bucle lacaniano que, según Zizek, define a los “humanos”: “”Nos convertimos en humanos cuando quedamos atrapados en una curva cerrada, autopropulsada, que repite siempre el mismo gesto y encuentra satisfacción al hacerlo”. Era inevitable, por tanto, que el mueble anómalo de la televisión horadara en permanencia con sus emisiones y zumbidos fantasmales el espacio vedado de esa morada humana, demasiado humana. Como insiste Frow: “La televisión trata de todo. Es sobre lo ordinario, lo banal, información para vivir nuestras vidas. Rara vez es la voz del apocalipsis”. Excepto en Ruido de fondo, por supuesto, donde ocurre a diario, en directo y en diferido. De ahí el pasmo de los personajes ante el televisor: habrían descubierto de pronto la idea más bien patafísica de que transformarse en imágenes es posiblemente el medio más eficaz de vencer a la muerte, en una revisión tecnológica del concepto paulino de resurrección (“No todos moriremos pero todos seremos transfigurados”).

Y, en relación con todo esto, la sombra del fascismo o, más bien, el nazismo subyacente, la convergencia inevitable de las democracias liberales hacia las formas totalitarias y tecnocráticas de los estados autoritarios. Jack Gladney, el narrador, es uno de los grandes expertos americanos en un campo donde casi nadie le disputa la competencia: los “Estudios Hitlerianos”. Mediante este sarcasmo dirigido a la falsa neutralidad académica y a la indiferencia moral y desmemoria contemporáneas (la amnesia colectiva y la pérdida general del sentido histórico), la inteligencia narrativa de DeLillo logra penetrar en uno de los estratos psicológicos más recónditos del sacralizado bienestar capitalista, su agujero negro, si se quiere: cómo el miedo a la muerte individual fuerza a los sujetos, no solo a consumir más, sino a desear fundirse o confundirse en una masa estratégicamente controlada por el más puro instinto de muerte (según mostrara también William Gass en su tragicómica novela The Tunnel). Una de las razones que mueven a Jack a fundar esta siniestra especialidad es, sin duda, un modo simbólico de expresar nostalgia por la historia en el sentido fuerte del término, una forma de convocar los fantasmas traumáticos del pasado con objeto de reavivar un presente en apariencia históricamente desarticulado o muerto, expandiendo el modelo espectral de relación con el tiempo y la historia al que DeLillo ya había consagrado la novela Fascinación, donde la enrevesada trama se centraba en torno de un fraudulento simulacro fílmico que contendría las experiencias terminales de Hitler en el Bunker de Berlín. No obstante, el sentido más poderoso que cabe atribuirle a esta broma infinita de DeLillo contra la academia americana consiste en establecer una conexión insólita, un cortocircuito neuronal entre la Alemania nazi y la América de Reagan (y ahora Bush y las secuelas de Bush), con su orgía consumista totalmente desculpabilizada y su militarización imperialista. Pero también, como señala Peter Boxall, la conversión de Hitler en mercancía con alto valor de cambio en el mundo universitario en equivalencia con los estudios culturales de Elvis, o cualquier otro fenómeno pop estudiado por Murray y sus colegas de departamento, es una forma de establecer, más allá de sus diferencias evidentes, un bucle de retroalimentación socioeconómico, cultural y político entre ambos períodos.

A su modo ambiguo, quizá esta novela paradigmática sea la respuesta de DeLillo, precisamente, a la propuesta de Fredric Jameson sobre la más profunda vocación de la obra de arte en la sociedad de consumo: “no ser una mercancía, no ser consumible, ser desagradable como mercancía”.


[Extracto del ensayo homónimo incluido en Mímesis y simulacro. Estudios literarios (del Marqués de Sade a David Foster Wallace), que se publicará en enero próximo. ]


[i] Don DeLillo, Ruido de fondo (1985), trad.: Gian Castelli, Circe, 1994, y Seix-Barral, 2006.

DON DELILLO (3): LA NOVELA COMO CONSPIRACIÓN


Es sabido que Don DeLillo envió esta novela[i] a Ballard en reconocimiento de su influencia narrativa. Se comprende que el maestro inglés recibiera el voluminoso ejemplar con estupefacción y una pizca de envidia literaria. No era para menos. Muchos años antes Ballard, magnífico precursor, había escrito un texto provocativo titulado “El Asesinato de John Fitzgerald Kennedy considerado como una Carrera de Automóviles Cuesta Abajo”, incluido como capítulo final en La exhibición de atrocidades, una novela impregnada de las secuelas psicopatológicas del sacrificio público del presidente más glamouroso de la historia americana.

Tras el éxito artístico y publicitario de Ruido de fondo, DeLillo se atrevió a abordar frontalmente uno de los temas tabú de la política americana a partir de dos premisas esenciales: uno, el magnicidio constituye la norma y no la excepción del funcionamiento del poder en América; y, dos, la concepción de la trama de una novela se parece demasiado a la trama de una conspiración o un complot como para desaprovechar la ocasión estética brindada por esta perversa homologación.

En Libra, DeLillo se enfrenta al acontecimiento mitológico central que yace en el corazón de la América postmoderna, como lo designa Larry McCaffery, y no lo hace conforme a los patrones del viejo realismo, sino construyendo una novela hipertextual y enciclopédica, una muestra literaria de la “era de la información” calculada como respuesta narrativa al lema de Ballard: “Quiero saberlo todo sobre todo”. En suma, Libra es una novela sobre la paranoia creativa como método de reconstrucción provisional del (sin)sentido del mundo y, además, un paradigma de los modos postmodernos de procesar la información acumulada en las bases de datos de la “realidad”.

En todo caso, Libra es la novela sobre una conspiración ficticia, organizada por agentes de la CIA para detectar la disponibilidad de otros agentes infiltrados y poner a prueba el sistema, que acaba encontrándose en su evolución con otra conspiración auténtica encarnada por la patética figura de Lee Harvey Oswald, el atolondrado héroe de una narrativa revolucionaria abocada al fracaso metamorfoseado en el antihéroe de esta trama endemoniada donde nadie acierta finalmente a saber quién dio la orden de disparar. La enorme inteligencia de DeLillo al tramar su propia conspiración novelesca se completa con la participación narrativa de Nicholas Branch, un agente retirado que muchos años después, en un gesto emulado por el novelista, revisa la ingente documentación del caso para contradecir la amañada versión oficial y mostrar cómo el pobre Oswald fue, junto con JFK, el chivo expiatorio de la tensa y explosiva situación mundial, el títere de un poder abstracto ilocalizable, un peón desgraciado al servicio de agencias innombrables.

Sin embargo, hay un punto significativo en el que las dos tramas difieren fundamentalmente. Según Branch, el magnicidio fue “un asunto tortuoso, un asunto que, a corto plazo, triunfó sobre todo gracias al azar”; mientras la novela de DeLillo, de una perfección y un rigor ejemplares, no deja nada al azar ni comete error alguno. Como si para dilucidar el mecanismo conspiranoico y descubrir a sus autores “reales” hiciera falta poner en marcha una maquinación de orden superior, una trama suprema, una conspiración de conspiraciones (una “metaconspiración”, si se quiere). Así, el acto de novelar supondría para el novelista la posibilidad de usurpar a sus agentes efectivos el poder de manipular la “realidad”.

Por otra parte, Libra emplea como uno de sus vectores narrativos principales el simulacro que es el núcleo secreto de la producción novelística de DeLillo: la famosa película de Zapruder, la única toma fílmica existente del asesinato de Kennedy. Para DeLillo, este breve y rudimentario metraje (“una aberración en el corazón de lo real”) constituye la experiencia ontológica definitiva al mostrar en toda su desconcertante crudeza el momento de divorcio entre la realidad atroz y su obscena representación, la nueva relación perversa entre el núcleo traumático de lo real y el simulacro de su reproducción tecnológica. La toma de conciencia literaria, en suma, de que la así llamada “realidad” es un subproducto de la simulación y la conspiración. Sólo por esta razón, Libra constituiría ya una de las piezas centrales del discurso novelístico de DeLillo.


[i] Don DeLillo, Libra, trad. Margarita Cavándoli, Ediciones B, 1988, y Seix-Barral, 2005.

DON DELILLO (4): UNA ARTISTA DEL CUERPO


Es conocida la anécdota de que Don DeLillo remitió un ejemplar de Libra, su novela master mind sobre el asesinato de Kennedy, a James Ballard en reconocimiento de su deuda narrativa. Es sabido también que el maestro inglés se limitó a hojear el grueso volumen con estupefacción insular. Desde entonces, lenguas maliciosas han creado un molesto ruido de fondo sobre quién o quiénes habían podido ser los destinatarios iniciales de cada una de sus novelas. Esta vasta conspiración literaria, muy adecuada a la índole paranoica de las ficciones de Delillo, atribuyó el envío más o menos virtual de muchas de sus novelas anteriores y posteriores a colegas de la categoría de Pynchon, Borges, Gaddis e incluso Coover. Con motivo de la publicación de su última novela (Cosmópolis), tampoco han faltado deslenguados que insinuaran que el primer ejemplar había ido a parar a manos de Bret Easton Ellis. En todo caso, el problema particular con esta novela excepcional[i] es que lo envíos o remites tácitos a que apunta su condensada textualidad se sitúan precisamente del lado paradójico de un buen número de autores muertos e incuestionables. Habría que remontarse a La muerte en Venecia, de Mann, Los muertos, de Joyce, el díptico kafkiano de “Un artista del hambre” y “Un artista del trapecio”, o a dos obras maestras del Beckett más descarnado como son Compañía y La última cinta de Krapp, para hallar analogías a los planteamientos artísticos de DeLillo.

Esta novela, no obstante, no dejará de desconcertar al buen conocedor de este gran novelista italoamericano, en parte por su extrema compresión. El primer deslumbramiento con DeLillo pasa siempre por el estilo: pausado, penetrante, minucioso, opaco y a la vez traslúcido, con ramificaciones sintácticas que derivan hacia el absurdo o la abstracción, lo sublime o lo ridículo. Bastaría para probarlo el arranque de la novela, donde resalta la huella intelectual de Wittgenstein: “El tiempo parece transcurrir. El mundo sucede, se desdobla en instantes sucesivos, y uno se detiene a contemplar a una araña aplastada contra su tela”.

El segundo deslumbramiento suele provenir de la construcción narrativa y no sólo de la trama argumental. De hecho, DeLillo es un gran compositor novelístico. En este sentido, se podría decir que a la gran sinfonía dodecafónica, la asombrosa arquitectura fractal de Submundo, sucede esta obra de cámara, más modesta en apariencia, pero no menos ambiciosa, surgida como una excrecencia creativa del cuerpo expansivo y voluminoso de aquella. El cuerpo artístico de la novela se compone de nueve partes cuyo concierto funda la simetría de la construcción: un primer capítulo introductorio, cinco capítulos centrales abrazados por el paréntesis inicial y final de dos excursos extraños a la narración principal, y, finalmente, un último capítulo que replica al primero y clausura la narración. El resultado es una estructura cristalina casi perfecta, de facetas pulidas como lentes que reflejan una luz turbia: la blanca luminosidad de la muerte que alumbra gestos y movimientos, objetos, figuras y espacios, y les confiere indudables resonancias cinematográficas.

No hay trama, en el sentido fuerte de la palabra. Hay personajes y situaciones de difícil definición. Cuerpos y devenires moleculares, más que identidades estables. Estados de cosas y procesos, más que escenas o secuencias dramáticas. Lauren Hartke es una performer, o más exactamente, una body artist, que se enfrenta al suicidio de su marido, Rey Robles, un cineasta de culto en imparable decadencia creativa. En un primer momento, recluida en una casa alquilada junto al mar, Lauren recurre a un ceremonial enigmático para conjurar el trauma de ese acto terminal. No obstante, aún más intrigante que el procedimiento de duelo elegido por Lauren, resulta la intrusión de otro cuerpo inesperado en la casa desolada: un cuerpo desvalido cuya involuntaria misión consistirá en asumir, de un modo afásico y desmañado, el papel del muerto en la doméstica representación en curso. La narración no abunda en especulaciones sobre el origen del ser que desempeña esa función vicaria. Menos relevante me parece determinar si se trata efectivamente de un alienígena o de un alienado, de un ángel caído en el vacío del mundo o de una alucinación más o menos objetiva generada por la mente trastornada de la artista, que recalcar la intención de Delillo de preservar el misterio o la duda en torno a la figura que encarna en la ficción, con toda pureza, la alteridad absoluta convocada por el deseo frontal de otro cuerpo que anhela esa presencia real hasta hacerla suya.

En un segundo momento de la narración, una suerte de repliegue sobre sí misma, todo ese desesperado duelo corporal se sublimará con éxito en una arriesgada pieza de body art, una perturbadora performance titulada precisamente “Body Time”. De ese modo, la exploración obsesiva de la vivencia temporal emprendida en los capítulos centrales se resuelve en el proyecto artístico anunciado por Lauren, que encierra también el propósito estético de la novela: “Tal vez el truco consiste en tener una concepción distinta del tiempo…En detener el tiempo, o estirarlo, o abrirlo...Cuando el tiempo se detiene, nos detenemos también nosotros”.

El gran hallazgo narrativo de esta poderosa alegoría sobre el arte de vivir en el cuerpo consiste en haber colocado a la muerte (poco antes del atroz happening del 11-S) en el centro mismo del escenario espectacular de una vida contemporánea regida cada vez más por los imperativos de la cultura comercial y cibernética. A través de las flexiones de esta artista del cuerpo DeLillo afronta una de las reflexiones más intensas y viscerales que haya logrado ninguna novela postmoderna sobre el arte y la vida, el arte y la caducidad, el tiempo y el cuerpo, la vida y la muerte de las mujeres y los hombres, en consonancia con esta idea luminosa de Giorgio Agamben: “la raíz de toda alegría y de todo dolor puros es que el mundo sea así como es”. Y lo hace precisamente, de ahí su riesgo, desde la absoluta conciencia de la imposibilidad de hacerlo, el fracaso inevitable de escribir sobre todo ello en una cultura actual donde el tiempo y la experiencia del tiempo han sido vaciados de sentido y, como consecuencia lógica, la muerte se convierte en un hecho inaceptable, una realidad inasimilable para unos sujetos que ya no se definen por su relación con el tiempo y lo irreparable sino con los flujos del capital financiero globalizado, la información, los medios electrónicos y las ficciones corporativas.

Por esto mismo, el tercer deslumbramiento con DeLillo suele provenir de su versátil sensibilidad para registrar con la riqueza de su escritura novelística los movimientos moleculares de este destiempo tecnológico. En Body Art, DeLillo consigue superarse al expresar la desolación de Lauren mediante su conversión narrativa en adicta emocional a una webcam que retransmite en tiempo real una toma fija del tráfico de una carretera finlandesa. Más aún que el hipnótico flujo de vehículos en la pantalla, lo que fascina a Lauren de esta imagen banal es la ventana electrónica que señala la cronología exacta: el tiempo muerto del acontecimiento. Esta mínima alegoría demuestra una vez más que DeLillo conoce con precisión los agenciamientos afectivos del mundo contemporáneo. Los dispositivos íntimos que preservan su funcionamiento y también los que podrían transformarlo (a menudo son los mismos). Si se quiere, esta sería la lección política a extraer de este aparente apólogo estético.


[i] Don DeLillo, Body Art (2001), traducción de Gian Castelli, Circe, 2002.

viernes, 10 de diciembre de 2010

PORNOGRAFÍA


A Joe Sarno (1921-2010), el así llamado “Chéjov del softcore”


Hace unas semanas, inadvertidamente, un canal de la TDT española ofreció a sus espectadores una imagen en alta definición del funcionamiento esquizofrénico de la conciencia moral en la actualidad. En una de esas inenarrables y ubicuas tertulias donde se tritura a diario la información para hacerla digerible a la mayoría se habían reunido, para regocijo del telespectador más perezoso, un representativo grupo de contertulios profesionales, de esos que multiplican su presencia de tertulia en tertulia acotando el territorio de lo decible a los límites marcados por sus respectivos intereses o jefes. Pues bien, allí, sí, en aquella mesa de debate y no en otra de la competencia, estaban sentados, de izquierda a derecha de la pantalla, la columnista política de turno, el sabio de salón, el presentador empalagoso, la escritora florero, el periodista de guardia y un curioso espécimen de filósofo autista. Ninguno de ellos, insisto, sospechaba lo que se les venía encima, en qué extraña representación acabarían participando contra su voluntad. Después de haber discutido hasta la saciedad de los temas del día sin aportar mayor luz que ninguna otra tertulia de la larga jornada tertuliana, el moderador inmoderado decidió proponer a la mesa de debate, en un arrebato de inspiración, el periférico asunto de la campaña electoral catalana y, muy en particular, el grosero gusto de algunos vídeos propagandísticos aparecidos en ella.

De buenas a primeras, la retórica moderada de la discusión se tornó en un chirriante coro de voces que amonestaba de modo despectivo, sin siquiera molestarse en entenderlo y analizarlo, el perverso menú audiovisual que les servía el realizador. Este, con la malicia consabida en todo manipulador de imágenes, había decidido, en un momento de lucidez que ninguna academia de la televisión tendrá el valor de recompensar como se merece, dividir la pantalla en dos ventanas asimétricas. En una, a la izquierda, se veía por turnos a los contertulios repitiendo, ofendidos, la contraseña del vilipendio moral y el rechazo estético que parecía dictada por telepatía desde los sótanos teológicos de la conferencia episcopal. En la otra, situada ex profeso a la derecha para confundir al ideólogo naïf que siempre está al acecho, desfilaban los vídeos infames con que los candidatos más soeces, en opinión de la mesa, habían pretendido encandilar a los votantes más cándidos.

Pasaban los minutos y los segundos hurtados a la publicidad y la pantalla reproducía el duplicado espectáculo sin apenas variaciones significativas. En la sección izquierda, el griterío polémico, la invectiva unívoca, la descalificación unánime, el sermón del agravio y la vergüenza, el discurso de la moralina de los biempensantes acogidos al refugio electrónico de la TDT (Tertulia Digital Terrestre). En la derecha, en cambio, el derroche de sarnosa imaginación del golferío publicitario, la obscenidad política, la abyección electoral, el recurso a la más baja forma de representación, la pornografía. Sí, la pornografía, esa palabra impronunciable en ciertos contextos, no había otra mejor para explicar el estupor de los invitados al debate ante la contagiosa virulencia de las imágenes. ¿O no era pornográfica la exhibición del orgasmo místico de la votante socialista? ¿Y no lo era también, además de pecaminosa, la ostentación callejera del jamón catalanista de María Lapiedra, esa promesa tangible de una soberanía territorial asentada en las medidas más exorbitantes y provocativas? ¿O la juerga adulterina y corrupta escenificada por Montserrat Nebrera con ingenio escolar? Los contertulios infatigables proseguían en vano la denuncia vehemente del descrédito político generado por tales aberraciones audiovisuales, mientras el realizador de técnica conspirativa, ese aprendiz de Mago de Oz de la mesa de mezclas que nadie en el gremio premiará como corresponde, insistía una y otra vez, despreocupado de tales consideraciones, en mantener durante demasiados minutos, con sospechosa intención, las dos ventanas sintonizadas a canales en apariencia distintos, sabiendo que producía al mismo tiempo una peligrosa interferencia mental en la audiencia, ya de por sí inconstante...


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jueves, 9 de diciembre de 2010

“IT´S GOD-DAMN LITACHURE!!”


Lo cuenta Steven Moore en su imprescindible The Novel. An Alternative History, pero la anécdota proviene de The Annotated Lolita de Alfred Appel Jr. La interjección del título de esta entrada la pronunció, con intención despectiva, un rudo soldado americano al leer en voz alta la música aliterativa del comienzo de Lolita (“Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta…”). La expresión (Litachure), deforme como el alma del militar empedernido que la voceó mientras arrojaba el libro contra un muro, lo dice todo. La diferencia entre el arte y el entretenimiento, el criterio de la exigencia y la dificultad, la incomodidad incluso, frente a la legibilidad, la simplicidad y la facilidad a toda costa. La literatura (perdón, Litachure) contra el periodismo y sus ramificaciones seudoliterarias, en suma. Lo más paradójico de todo es que el placer suele estar del lado de la Litachure y no de los sucedáneos o los simulacros. Ramón Buenaventura lo explica muy bien en su comentario a la última novela de Jonathan Franzen, esa Freedom que, parece mentira, podría enseñarle a Obama el camino de baldosas amarillas que conduce al país de la reelección si acierta, como el novelista, con el punto G sentimental del votante americano…

De Litachure y no de entretenimiento entienden en la estupenda revista Hermano Cerdo. Empezando por su director, Mauricio Salvador, que escribió en su momento una interesante crítica de PVD en su blog. Con el fin de año se aceleran las votaciones y las selecciones de lo mejor de la cosecha anual. Pensando en Litachure y no en entertainment el novelista mexicano Alberto Chimal destaca PVD entre las novelas de 2010. Y también lo hace René López Villamar, que ha escrito mucho y bueno sobre ella. Y el narrador Javier Avilés, que también. Como se sabe, PVD es de 2009 y ya estuvo hace un año entre las destacadas por varios colaboradores de la revista. Este año de nuevo, mira tú por dónde. No está mal que una novela como PVD se eternice al menos en la consideración de tantos y tan buenos lectores. Tampoco carece de interés, según creo, esta entrevista que hice hace unos meses para la revista chilena Carajo. (La foto me la hicieron en Providence, en Thayer St., bajo la marquesina del cine Avon.)

También yo ando preparando mis listas. De libros y de películas sobre todo. Daré algunas pistas rápidas para aterrizar sin permiso de controlador alguno. Mi libro del año es Contraluz de Thomas Pynchon (es el libro de la década, sin duda, en cualquier lengua, también en la magnífica traducción española de Vicente Campos, pura Litachure). Mi película estrenada en salas españolas son dos, complementarias: El tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas de Apichatpong Weerasethakul y La red social de David Fincher. Mi película no estrenada es también dual: Enter the Void de Gaspar Noé y Mother de Bong Joon-ho. Pero no me olvido, todo lo contrario, episodio a episodio, de la cuarta temporada de Mad Men, un ápice de placer teleadictivo. Y tampoco, por desgracia, de la candidata a la película más ridícula del año: Copia certificada de Abbas Kiarostami, un bodrio de falsa alta cultura euroasiática ante el que se ha puesto a babear, no entiendo por qué, la beatería cinéfila transnacional. Digan lo que digan sus defensores, resucitar a Rossellini a estas alturas de la historia, así sea con ironía iraní, es una operación trasnochada en lo estético, conformista en lo ético y fraudulenta en lo cultural. Y lo peor es que esta nadería midcult pueda parecer hasta rentable en taquilla. Prefiero, para olvidar que la he visto, volver a sumergir mi cerebro mil veces en el magma adolescente y videotrónico de Scott Pilgrim o, aún mejor, en las circunvoluciones mentales y cenitales de Enter the Void, la cinta maldita del año (más sobre todo esto a finales/comienzos de año)…

NOTICIA: Preparo para dentro de una semana (aprox.) un festival Don DeLillo, con la excusa de la publicación de Punto Omega, para acabar de acabar el año a lo grande.

lunes, 22 de noviembre de 2010

PROVIDENCE TRIVIA


Acaba de cumplirse un año de la publicación de PVD. Han pasado siete meses desde la vez anterior que comparecí aquí para informar sobre lo sucedido hasta entonces con la novela. Han pasado tantas cosas en este tiempo (con esta novela, por cierto, no dejan de pasar). Trataré de resumir lo más importante, ya que será la última vez que hable de esto. Todo mi agradecimiento a los innumerables lectores y críticos de la novela (también a los que no les gustó, sé que no es culpa vuestra, al menos lo intentasteis). Aquí van algunas noticias y comentarios recientes.

1. PVD se está traduciendo al francés (la versión corre a cargo de uno de sus grandes valedores, François Monti, autor, además, de la primera crítica recibida por la novela, una de las mejores también). Se publicará en la rentrée de 2011 en la editorial Passage Du Nord-Ouest (donde, entre otros contemporáneos, han publicado Sada, Fresán y Bellatín, y también clásicos como Benet y, sobre todo, Cabrera Infante, cuyo genial Holy Smoke (Puro humo) se publicó ahí como Pure Fumée en 2007).

2. Algunos lectores prematuramente avejentados me reprochan que escriba para los jóvenes. No salgo de mi perplejidad (ver la ilustración de Terry Rodgers). Según parece, los he elegido como destinatarios ideales de mi novela al sembrarla de referencias, maneras y reflexiones solo atractivas para ellos. Se escandalizan, no salgo tampoco de mi asombro, porque la edición catalana de El Mundo pudiera recomendar PVD para Sant Jordi, bajo el sugestivo epígrafe “Terror psicológico y cultura pop”, en estos términos, por lo visto, tan juveniles: “un libro hipnótico, barroco y un diagnóstico de lo más perspicaz del estado de confusión en que anda sumido el mundo moderno.”

3. Como algunos libreros, acostumbrados a la droga habitual de la narrativa, han mostrado perplejidad y estupefacción ante las cualidades revulsivas y estupefacientes de PVD, no me resisto a reproducir este comentario de una especialista de la FNAC (virginia@fnac.com) que figura en su dominio como publicidad de la novela: Providence es mucho más que una novela, es un viaje a América, es un plano de cine, es un cuento pornográfico, es una recopilación de muchas novelas, es un juego, es una ciudad. Juan Francisco Ferré nos deleita con un cuento fascinante y trágico en un portentoso ejercicio de estilo que dejará al lector sin palabras. Hipnótica y revulsiva, es original e innovadora, rompe con el clasicismo narrativo e instaura una nueva manera de narrar historias que difícilmente saldrán de la mente del lector”. Como reconoce Jesús Casals, jovencísimo librero de La Central del Raval en Barcelona, en su recomendación de la novela: “Ferré fue uno de los primeros practicantes de una estética de lo “sigloveintiunesco”. Con Providence se ha reafirmado en su postura: Ferré arriesga mucho. Y acierta. De modo que hay que reivindicar esta obra y recomendarla a muchos más lectores de lo que parece”.

4. Pablo Mediavilla Costa, joven periodista español becado con una Fullbright en Nueva York, me visitó en Providence la pasada primavera sin haber leído una sola línea de PVD y publicó Providence no existe, la sucinta crónica de esa visita providencial, en Frontera D (El síndrome Providence empieza a hacer efecto horas antes de subirme al tren que me ha de llevar a Providence. Dejémoslo en que han empezado a suceder cosas”). Más tarde, ya habiendo leído PVD, me escribió un email para decirme no sólo que le había gustado mucho, sino que la galería de mujeres de la novela habría deleitado a Cabrera Infante. No puedo pedir más…

5. Como ha quedado claro en el artículo de Miguel Espigado, publicado en Afterpost, la cursilería y la hipocresía son los rasgos dominantes a los que más puede ofender el discurso novelesco de PVD. Uno de los mayores motivos de disgusto para lectores timoratos, programados por décadas de conformismo narrativo para responder con la repulsa a cualquier desafío a las convenciones establecidas: “[Providence] es la respuesta más completa y contundente que ha dado la literatura al fenómeno de la corrección política en la actualidad. Teniéndola por una de las mentalidades dominantes en las sociedades avanzadas, entiendo que la importancia estratégica de la novela de Juan Francisco Ferré es enorme.” En cualquier caso, me bastan estas elogiosas palabras de un lector tan sagaz y riguroso como Espigado para darme por satisfecho: “Es una gran novela. Como lector, me ha entusiasmado… Es una de las mejores novelas de narrativa española que he podido leer desde que soy crítico, y desde su primera lectura tengo por seguro que debe convertirse en un pilar para cualquier futura síntesis académica sobre su periodo literario.”

6. Francisco Javier Torres, buen lector y editor genuino, celebra en su blog, no sin ironía hacia la “masa crítica” de sesudos comentarios que ha caído sobre “esta espléndida novela”, los momentos en que se ha sentido “verdaderamente dichoso leyendo Providence: “Ferré con su escritura, pues, sólo ya con estas partículas, nos ha demostrado (a mí al menos me lo ha demostrado) que nos desea. De ahí tal vez el placer que me ha procurado, lo cual no es poca cosa según creo.” No lo es, en efecto. El placer, sí, esa palabra…

7. Por su parte, un refinado lector de novedades estéticas como José Luis Amores (Bolmangani), ha sabido disfrutar al máximo con toda la carga lúdica y literaria contenida en PVD: “Digamos, pues, inicialmente, que Providence nos encanta y apasiona. Porque es una magnífica novela, brillantemente desarrollada, escrita con indudable maestría, ingeniosa y divertida (Ferré teclearía “desopilante” o “hilarante”: el buen humor, su pasatiempo favorito), de nuevo lúcida pero sin paréntesis, con un gran ritmo digan lo que digan aunque lo digan por decir algo feo entre mucho bueno y bonito, y, por sobre todos los demás epítetos, inteligente como sólo un inmigrante que consiguió los papeles podría pergeñar.” Meses después volvió a la carga en Revista de Letras, dejando en evidencia a los lectores más perezosos de la novela.

8. Su colega Carlos González, fan fatal de David Foster Wallace, ha pergeñado un desternillante pastiche donde, entre bromas y veras, logra crear una comunidad virtual de lectores de PVD tan divertida como inteligente. Explotando la lógica delirante de la novela, González proporciona un disparatado sumario de su trama: “Álex Franco es un director de cine a la vez que capullo integral que acepta una mierda de trabajo en Estados Unidos a cambio de follarse a una vieja. O algo así. Luego al tío se le va la olla de tanto follar y cree que se lo van a comer los tiburones. Al final no entendí nada, no sé si lo abducen los extraterrestres o una movida así. Pero vamos, que si alguien busca una cosa fácil para leer en la playa que mire en otro departamento”.

9. José Eduardo Tornay, estupendo narrador y lector, tuvo a bien hacerme llegar hace muchos meses una reflexión privada sobre la novela y un juicio final sobre su autor con el fin de combatir cierta desidia que se había apoderado de mí por entonces: “En definitiva, la novela me ha parecido grandiosa. Y sus desvaríos finales –en realidad, el desvarío lo inunda todo, afortunadamente- muy apropiados. Pero, con todo respeto debo decirte que, al contrario de cierta sensación que me pareció te invade ahora no sin derecho, creo que no te debes sentir del todo vaciado en este libro. La sensación que me queda es que, siendo seguramente una de las mayores obras que se hayan escrito en los últimos años, su autor todavía puede dar mucho más de sí.”

10. Germán Sierra ya había dicho, con gran sentido del humor, que PVD debía considerarse tanto una gran novela española como una gran novela americana. En el Quimera de abril comenta el rasgo ergódico (ergo lúdico) de PVD (una novela, según Sierra, en que “la ambigüedad novela/videojuego es manifiesta”) y añade esta sugestiva apostilla: “algo semejante sucede en Providence, donde la aparente resolución del misterio requiere la convergencia narrativa del thriller y el social game que durante un tiempo discurren en paralelo, para finalmente transformar al protagonista en un nuevo avatar de sí mismo trasladado, como el astronauta al final de 2001 de Kubrick, a una realidad completamente nueva.” Con su habitual perspicacia, Alvy Singer dio a comienzos del verano una conferencia en Barcelona en la que venía a sostener, en una línea similar, que PVD “de ser un videojuego sería una (imposible) versión neogótica de los sims y que Second Life era el referente en términos conceptuales, que se trataba de una novela que giraba en torno a la construcción de un simulacro a una escala brutal que afectaba al hombre”.

11. Como es sabido, PVD sostiene perversas y promiscuas relaciones con el cine. Es la primera novela, si no me equivoco, que amalgama géneros cinematográficos para dar cuenta de un mundo que se crea por la intersección de todos ellos y no podría ser representado dentro del marco de ninguno de ellos en particular. Ni siquiera el de catástrofes que, en la última parte de la trama, sirve para lo que fue inventado (adentrarse en el laboratorio del sistema), aunque nunca haya sido explotado con ese fin. En este sentido, Jordi Costa citaba la novela, por su vinculación al gótico americano, en su crítica a Shutter Island publicada en Fotogramas y meses más tarde, según me cuenta, en un máster de cine para presentar En la boca del miedo, esa espléndida película de John Carpenter con Lovecraft al fondo como sombra traumática para un escritor perdido en el laberinto deconstructivo de su propia mente (un Resplandor pulp, para entendernos). Por su parte, en una entrada de su blog publicada a comienzos de este mes, Patidifusso examinaba, en muchos casos con acierto, la nómina de películas relacionadas, de un modo u otro, con la ficción de mi novela. Esto me recuerda, de algún modo, todas las películas relacionadas con PVD, el material fílmico de que está hecha la novela. Películas posibles que ya han sido citadas como referencia importante: Providence (Resnais), Videodrome y ExistenZ (Cronenberg), Ocho y medio (Fellini), The Game y Zodiac (Fincher), Terciopelo azul, Carretera perdida y Mulholland Drive (Lynch), 2001 y El resplandor (Kubrick), El coloso en llamas (Guillermin), La noche americana (Truffaut)… Películas posibles que no han sido citadas pero podrían serlo igualmente: El contrato del dibujante (Greenaway), The Wicker Man (Hardy), Apocalypse Now (Coppola), El club de la lucha (Fincher), Twentynine Palms (Dumont), La naranja mecánica (Kubrick), Casanova (Fellini), Europa (Von Trier), Pauline en la playa (Rohmer), Demonlover (Assayas)…

12. Un crítico intransigente, no por casualidad inscrito en los prejuiciados y degenerativos parámetros del género y el subgénero, ha calificado despectivamente a PVD de ser “más que una fábula posmoderna, una broma contemporánea”. ¿Una broma contemporánea? Qué maravilla. ¿Qué otra cosa podía ser una novela como ésta? ¿Qué otra cosa son las obras más interesantes de la cultura actual? ¿Qué mayor elogio le cabe recibir a un creador plenamente instalado en el presente? Al menos desde Rabelais y Cervantes, por no mencionar a Sterne, la narrativa más seria y avanzada es la que menos lo parece o pretende. La que menos lo predica y exhibe. Haga suyos o no los espejismos del género en que sucumbe el cerebro de los lectores más ingenuos, a pesar del impostado cinismo de su mirada. No hay otra forma de lidiar con nuestro destino epistémico, tal como Baudrillard lo describía hace años: “Hay una cierta estupidez en las formas actuales de verdad y de objetividad de las que una ironía superior no puede dejar de dispensarnos”. De todos modos, donde he podido comprobar la mayor carencia de sentido del humor, e incapacidad para entender la ironía, ha sido en la interpretación suscitada por la frase final del texto de la contraportada. Si ese “lo que se puede esperar de una novela escrita en el siglo XXI” no se lee, tras concluir PVD, como una refutación burlesca del mismo siglo XXI y de sus falsas mitologías heredadas es que estamos perdiendo refinamiento lector a marchas forzadas. Providence, o la crítica de la razón digital, ¿o no fue eso lo que vino a decir Juan Goytisolo en su espléndida crítica de la novela?

13. Marc García, joven crítico de The Barcelona Review, la decana de las revistas electrónicas a punto de refundación, ha escrito una de las mejores críticas que ha recibido PVD desde su aparición, y no sólo por su tono celebratorio. Era una tarea difícil contando con tan excepcionales precedentes. Su acertado comentario concluye así: “Es esta una apuesta potente para una novela brillante, un firme paso adelante en la carrera de Juan Francisco Ferré, que lo ratifica como una de las voces a seguir más atentamente de la nueva narrativa hispánica”. Aprovecho la ocasión para decir que a Jorge Herralde, mi generoso editor, también le gustó mucho esta crítica…

14. Como también PVD, a pesar de las apariencias, admite lecturas pragmáticas e incluso coyunturales, me hizo gracia comprobar que al político Jordi Sevilla la novela le había interesado lo suficiente como para citarla en una entrada de su blog como advertencia, muy razonable, a las peligrosas derivas de una cierta izquierda gobernante: “Parafraseando a Juan Francisco Ferré, en su reciente novela Providence, a veces, empeñarse en gobernar desde la diferencia hace que acabe mandando la indiferencia de la gente”.

15. Publicar PVD me ha servido para conocer a mucha gente interesante e inteligente, algunos en persona, otros a través de la Red. Uno de los más curiosos es Antonio Martín Ledesma, un estudiante avezado que está haciendo su tesis doctoral en la Universidad de Filadelfia y ha tomado PVD como uno de sus paradigmas narrativos. Antonio me ha dirigido palabras muy estimulantes: hay mucho amor por la vida en tus escritos, cosa que me fascina, porque no creo que sea algo común en la narrativa nacional, desde tiempo inmemorial más orientada a darle más sentido a la idea de la muerte que a la vidatu estilo narrativo es jodidamente raro en un país cuya literatura ha estado centrada en la idea de la deuda, la venganza, la superación de supuestos traumas nacionales y demás espacios comunes de la edificante narrativa con conciencia nacional que tanto se ha practicado en el territorio de las letras peninsulares en el último siglo… A veces me pregunto cómo has logrado que te publiquen lo que escribes, pero eso ya es otra historia. Yo también me lo pregunto, no creas…

16. El novelista gonzo Robert Juan-Cantavella me hizo feliz al incluir PVD en un artículo sobre drogas y literatura (con Burroughs actuando de gran gurú iniciático) publicado en una “revista de tetas” y no de “letras” como Primera Línea. Es un estupendo sitio para hablar de la novela en estos jocosos términos: “desde hace unos meses existe otro lugar parecido en Rhode Island, EEUU, concretamente en la ciudad de Providence. Allí, si tienes la suerte o la desgracia de dar con el director español de cine Álex Franco, quizá te dé a probar un poquito de Blue Moon. Tal como se describe en el libro que se ha inventado la Blue Moon (Providence, Juan Francisco Ferré, Anagrama, 2009), se trata de una droga con múltiples ventajas. La primera es que es gratis, simplemente aparece ante ti como las pócimas mágicas de ciertos videojuegos. La segunda es que te mete en un lugar extraño y desquiciado que funciona precisamente como un videojuego, o que consiste en una película, o que acaba siendo una novela…o todo a la vez. Si tomas Blue Moon te darás cuenta de que H. P. Lovecraft era un asesino en serie, follarás con tanta gente que perderás la cuenta, te violará un atajo de supremacistas blancos ataviados con equipajes de fútbol americano…Iba a decir que de ti depende pero no, en Providence no todo depende de ti”.

17. En este mismo sentido, la última anécdota, sin embargo, es la más jugosa y enjundiosa. Me pasó en un club de lectura donde me enfrenté a una veintena de lectores de PVD, todos encantadores. La mayoría eran mujeres. La mayoría, a pesar de la perplejidad en que la novela las había sumido y consumido durante semanas, se mostraban encantadas con Álex Franco. No entendían las acusaciones de misoginia. Álex no era para ellas un depredador sexual, ni un conquistador barato, sino un amante delicado y experto, un seductor galante, un cómplice libertino, un buen compañero de juegos eróticos, en suma. El protagonismo femenino de la novela tampoco se les escapó. Una de esas lectoras entusiastas, en particular, había apreciado muy en especial ciertas técnicas amatorias exhibidas por Álex en los momentos climáticos. Sentí decepcionarla. Yo no era, desde luego, Álex Franco. Ventajas de los personajes sobre sus autores. En cualquier caso, para evitar más colusiones de este tipo, no descarto resucitarlo y concederle una segunda oportunidad sobre la tierra…

PD: En el nuevo libro de Zizek, Living in the End Times se especula sobre lo que el filósofo esloveno llama el tecno-apocalipsis digital como solución fantástica a la imposibilidad de imaginar una alternativa creíble al capitalismo, una suerte de final sucedáneo, y, en particular, postula la “inversión temporal” (“la descripción simbólica precede al hecho que describe”) propiciada por un estado de cosas tan revuelto o turbulento, tan desesperado a la vez, como el de nuestro tiempo. La idea de que se pueda anticipar mediante la escritura la “historia del futuro, detectando en el presente el potencial de horrores por venir”. En cierto modo, las últimas sesenta páginas de PVD anticipan, de modo sarcástico, mucho de lo descrito por Zizek en esa parte de su ensayo. Lo que demostraría el error en que incurren quienes reprochan a la novela, por su mismo exceso narrativo, una supuesta invalidez política o ética. Como repite Shaviro en su nuevo, imprescindible libro, Post-Cinematic Affect: la validez estética de una obra arriesgada o radical no admite una fácil traducción política. Por fortuna, me permito añadir. En este sentido, prosiguiendo con el espíritu festivo de la novela, no pude reírme más el otro día al descubrir en la red la existencia de una compañía de videojuegos llamada DELPHINE SOFTWARE, responsable entre otros del videojuego Les voyageurs du temps. Y es que en PVD, como saben sus mejores lectores, todo lo que no es sincronicidad es plagio. Playgiarism