viernes, 27 de diciembre de 2013

FELIZ NAVIDAD, MR. EMMOTT


[Stephen Emmott, Diez mil millones, Anagrama,
trad.: Antonio-Prometeo Moya, 2013] 

Las películas de catástrofes han vuelto a estar de moda cuando hemos descubierto que vivíamos instalados en una catástrofe cotidiana. Esa catástrofe diaria tenía, además, un nombre que nadie fuera de ciertos círculos se atrevía a pronunciar sin pasar por radical o trasnochado. El nombre de la catástrofe es capitalismo. Y el capitalismo, el sistema capitalista, el funcionamiento energético, financiero y comercial del capitalismo, es la esfera de la catástrofe global cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna, como decía Pascal del dios cristiano. La catástrofe es progresiva y no hace sino acelerarse a una velocidad exponencial que impide que la veamos, por más que sus signos, como los de la conspiración para ocultarla, aparezcan en todas las pantallas a todas horas.
El escenario descrito por Emmott, digno de la ciencia ficción menos especulativa, no puede ser más terrorífico. El problema principal es la demografía y de esta se deriva, como una cadena de secuelas irreversibles, todo lo demás. Hoy hay más seres humanos viviendo al mismo tiempo de los que han vivido nunca en la tierra. El número de los vivos excede ya al número de los muertos. Lo que supone una revolución estadística en la perspectiva histórica. Si no se frena el crecimiento masivo de la población, según Emmott, no habrá agua ni alimento bastantes para el consumo de tantos y, por si fuera poco, zonas enteras de los continentes más superpoblados habrán sido anegadas por la subida de las aguas oceánicas, como consecuencia del cambio climático en curso, y otras serán víctimas de la desertización real del suelo y no solo de la metafórica vaticinada por Nietzsche. El hemisferio norte será invadido por avalanchas de población desnutrida y necesitada que los militares tratarán de controlar, con muros de tecnología puntera, mientras las condiciones de vida se degradan y los ciudadanos comienzan a compartir el funesto destino de los excluidos. En ese contexto terminal, la escapatoria a otros planetas o sistemas solares, la fantasía preferida de los defensores del capitalismo tecnológico durante un tiempo, sería a todas luces imposible.
El libro ha sido escrito por un científico prestigioso y no por un profeta catastrofista. Se presenta como una sucesión de informes lacónicos, gráficas irrefutables y fotografías expresivas. El original formato contribuye, en su progresión vertiginosa hacia una catástasis imprevisible, a conferirle al desarrollo informativo e ideológico, de una lucidez persuasiva, el suspense propio de la investigación de un misterio trascendental. Una foto de prensa recogida en el libro alegoriza la magnitud moral del desastre. En esa instantánea obscena, tomada durante la reunión del G-20 en 2009, los líderes políticos de las potencias mundiales aparecen riendo y bromeando, como una cínica banda de irresponsables a los que el destino del planeta y de sus siete mil millones de habitantes no preocupa en absoluto.
Como experto manipulador de expectativas, Emmott reserva una sorpresa para el final. La anécdota irónica que cierra el bucle de sus planteamientos y sume al lector en una perplejidad aún mayor. Una vez preguntó a un joven científico, que conocía la contundente información expuesta en el libro, qué es lo que haría para remediar la terrible situación en caso de que pudiera hacer una sola cosa y el colega le respondió: “Enseñar a mi hijo a usar una pistola”.
No es una ocurrencia surrealista, ni un chiste suicida, ni una vindicación de la violencia autodefensiva. Es la matriz zen del verdadero pensamiento de la catástrofe, tan pesimista como paradójico. Solo cuando pensemos que no hay solución hallaremos la solución.
Feliz 2014.

lunes, 16 de diciembre de 2013

REALISMO TRANSGÉNICO: MUNDO(S) EN RED


 
[Germán Sierra, Standards, Pálido Fuego, págs.151]
 

Yes, Babe, I want to become a Star in the Sky not in TV. 
-Bucky Wunderlick- 

El mundo es una máquina de ficción. Y, como novelista, Germán Sierra conoce sus mecanismos. Publicidad, cine, moda, televisión, fotografía, música, internet. Sí, todo eso y mucho más. Las fantasías, los sueños, los deseos. Imágenes, historias, fantasmas, sensaciones, espectáculos, relatos. Eso es el mundo. Eso ha sido siempre y eso es ahora, más que nunca, cuando la tecnología más sofisticada y las pantallas ubicuas suministran a los usuarios multitud de imágenes del mundo en un flujo incesante, monótono, repetitivo. Pero, como dice Sierra en esta joya narrativa de alto quilate, invirtiendo el sesgo ontológico de las reflexiones del Heidegger tardío: “el acontecimiento fundamental de la época postmoderna es la conquista de la imagen como mundo”.
Ya sabíamos por sus obras anteriores cómo la combinación de mirada científica y experimentación literaria servía a Sierra para mostrar la fascinación del neocórtex cerebral por el azar, el devenir y la incertidumbre como procesos de un mundo en mutación radical. El mundo, como el cerebro, se compone de redes, de nodos neurológicos, de puntos interconectados que no solo intercambian información sino que la transforman, transformándose a su vez en núcleos narrativos que expanden la red con nuevos contenidos. En esta novela sobre la imagen del mundo y el mundo de la imagen, la intersección de motivos, personajes y situaciones genera un caleidoscopio hipersensible donde se reconoce, como en una pantalla de alta resolución, una rigurosa tentativa de representación del mundo estrictamente contemporáneo y sus obsesiones estandarizadas y recurrentes: la fama mediática y sus secuelas sobre la vida subjetiva, la cirugía plástica, las conspiraciones internacionales, la delincuencia organizada, la especulación inmobiliaria, los esfuerzos de la ciencia por satisfacer los deseos humanos de inmortalidad y belleza, la redefinición de los afectos, los nuevos espacios de tránsito o de encuentro, los videojuegos, etc. En este sentido, la temporalidad de la novela se distribuye a lo largo de tres decenios decisivos en la historia reciente: los años sesenta y los ochenta del siglo veinte y la primera década del primer siglo de una nueva era en la existencia humana.
Como si encarnara el espíritu de la época y, en cierto modo, de la propia novela, Sierra coloca en el centro de su laberinto cristalino la esquiva figura de Billy Globus, un visionario músico de jazz nacido en los sesenta en oscuras circunstancias, de relativo éxito en los ochenta y retirado ya en el siglo veintiuno. Como se sabe, la música es la más sintética de las artes y la literatura la más analítica. En un mundo de predominio visual recurrir a la música como metáfora ayuda a la literatura a escapar de los determinismos culturales de la imagen. Y, a su vez, le permite cuestionar el mito que sustenta la superioridad artística de la música. Esa idea vagamente platónica de que existe, oculta entre sus entresijos, la melodía del mundo, una suerte de esencia armónica de la realidad cifrada en clave numérica.
En este mundo, el fracaso de la música es el fracaso de cualquier arte o ciencia que no sepa reconocer las nuevas categorías que configuran la experiencia y complejidad del presente. Por contra, la literatura aspira a trascender la pura formalidad matemática de la música para alcanzar una cierta verdad simbólica del mundo. Una verdad que ya no es musical ni visual sino puramente narrativa y no puede enunciarse de otro modo que como lo hace Sierra, planteándose con rigor de cuántas formas se puede contar u organizar una historia. O mejor: cuántas historias diversas pueden surgir manipulando la forma de narrarlas.
Así la literatura logra, una vez más, representar un mundo irrepresentable, cartografiar una realidad que no preexiste, como sabía Borges, a la confección del mapa que la describe con todos sus accidentes e incidentes. Hablar de collage o de fragmentación es conformarse con categorías antiguas. Hacía tiempo que una ficción literaria no penetraba con tal sutileza en la superficie de las apariencias, ni se aproximaba con tal belleza e inteligencia, esplendor verbal y agudeza cognitiva, a la brillante descripción de la postmodernidad de Fredric Jameson: “emergencia de lo múltiple en nuevas e inesperadas maneras, inconexas series de acontecimientos, tipos de discurso, modos de clasificación y compartimentos de la realidad…una coexistencia no tanto de mundos múltiples y alternativos como de borrosos conjuntos aislados y subsistemas semiautónomos que se yuxtaponen en la percepción como alucinógenos planos de profundidad en un espacio multidimensional”.