viernes, 29 de octubre de 2010

LA REVANCHA DE LA CULTURA


“When the farthest corner of the globe has been conquered technically and can be exploited economically; when any incident you like, in any place you like, at any time you like, becomes accessible as fast as you like; when, through TV “live coverage”, you can simultaneously “experience” a battle in the Iraqi desert and an opera performance in Beijing; when, in a global digital network, time is nothing but speed, instantaneity, and simultaneity; when a winner in a reality TV show counts as the great man of the people; then, yes, still looming over all this uproar are the questions, What is it for? Where are we going? What is to be done?”.
-Slavoj Žižek, In Defense of Lost Causes-

Hace dos años, tras el éxito de La pantalla global, se publicó este libro[i] en Francia con un subtítulo que mostraba ya su doble intención: Respuesta a una sociedad desorientada. Para leerlo con provecho, sin embargo, no es necesario participar del malestar contemporáneo hacia la cultura ni tampoco sentirse desconcertado ante las mutaciones en curso en el complejo mundo actual, ni mucho menos creer a ciegas en la necesidad de una respuesta prefabricada a los desafíos más radicales planteados por el nuevo siglo. Sólo se requiere la curiosidad intelectual suficiente para adentrarse sin prejuicios en los nebulosos signos de lo que el sociólogo Gilles Lipovetsky y el crítico Jean Serroy denominan con acierto la era hipermoderna: “la del tecnocapitalismo planetario, las industrias culturales, el consumismo total, los medios y las redes digitales”.
Este apasionante estudio surge como encargo hecho a sus autores por el Consejo de análisis de la sociedad dirigido por el filósofo Luc Ferry y, en este sentido, me atrevería a decir que la parte descriptiva del mismo resulta mucho más convincente que la puramente prescriptiva. Sin embargo, su propuesta analítica viene a constatar la tendencia que desde hace al menos dos décadas los observadores más lúcidos ya habían señalado. Entre éstos destaco a Fredric Jameson, quien ya en la primera formulación de sus tesis más conocidas sobre la postmodernidad avanzaba un argumento que Lipovetsky y Serroy ratifican: la formidable expansión de la cultura a todos los dominios de la vida. O, si se prefiere, la reconversión de lo que entendíamos por cultura en “cultura-mundo”: “a través de la proliferación de los productos, las imágenes y la información, ha nacido una especie de hipercultura universal, la cual, trascendiendo las fronteras y borrando las antiguas dicotomías (economía/imaginario, real/virtual, producción/representación, marca/arte, cultura comercial/alta cultura), reconfigura el mundo en que vivimos y la civilización que viene”. (Otros ejemplos elocuentes del mismo diagnóstico lo constituirían el epígrafe de Žižek, una gráfica descripción del nuevo aleph de la globalización mediática y de la impotencia ética o política que se deriva de su implantación planetaria, o los últimos ensayos de Jameson sobre las “valencias de la dialéctica” en tanto tentativa filosófica y estrategia política a revalidar frente a la globalización entendida como postmodernidad consumada.)
Sin entender estos cambios decisivos, de nada vale discutir sobre qué pueda representar en la actualidad la producción cultural, sea la del arte y el entretenimiento, la innovación estética, la moda o el mercado. A pesar de las apariencias, nuestra época, como reiteran los autores a lo largo del libro, se presta a la satisfacción de las demandas culturales más diversas y sofisticadas. Una cultura en redefinición permanente, que fluye incontenible como la información por las redes digitales, más o menos sociales, que se comparte y consume con la misma avidez y placer con que se satisfacen otras necesidades básicas. Pues si algo significa la cultura hipermoderna es la definitiva consagración, histórica y demográfica, del modo de vida urbano en el escenario mundial. Y la cultura, alta o baja, comercial o experimental, mayoritaria o minoritaria, es el fundamento simbólico para que tal forma de vida responda a las múltiples aspiraciones y deseos de sus usuarios. Sin condescendencia ni abusos, por supuesto, pero sin demasiadas restricciones, dirigismos, censuras o prejuicios trasnochados, como corresponde a “la era de la saturación, de la demasía, de lo superlativo en todo” (en la que Lady Gaga sería coronada, sin apenas discusión estética, como reina o reinona suprema).


La cultura hipermoderna se parecería más a un hipermercado donde cada individuo busca el producto que responde a sus gustos o preferencias que a un museo o una biblioteca monumentales. Una cultura expandida y expansiva para un mundo excesivo y complejo que exige una permanente reinvención de estrategias, ideas y catálogos. De nada vale quejarse de las coordenadas negativas en que nos sumerge la crisis económica rampante si no se comprende, como posible cambio de actitud, que “en la hora del capitalismo absoluto, donde todo es competitivo, donde todo prolifera y se multiplica al infinito, hay que ser siempre más moderno, reactivo, informado, eficaz”. Es decir, ser “absolutamente moderno”, proyecto mucho más complicado hoy, en plena hipermodernidad, que cuando Rimbaud proclamó este gran eslogan de la modernidad primigenia, mitificada aún por muchos.
Es hora, por tanto, de dejarse de populismos conservadores o progresistas, inanidades subvencionadas, defensas sesgadas de la cultura oficial, dictados de suplementos y medianías regionales o provincianas, y situarse de una vez a la altura de las exigencias y desafíos globales del siglo veintiuno. En este sentido, este informe capital sobre la condición hipermoderna debería ser de lectura obligatoria para todo el que se mueva en el entorno de la cultura y el conocimiento, desde artistas y escritores a burócratas, periodistas y gestores de diverso rango y poder, pero también para todos los demás, sus consumidores acreditados. Así la próxima vez que oigan hablar de cultura no sacarán, como hasta ahora, la pistola de la ignorancia y el resentimiento, al servicio de una idea muerta de la cultura, sino la inteligencia y la información atesoradas en este instructivo estudio.

[i] Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, La cultura-mundo, Anagrama, 2010.

jueves, 21 de octubre de 2010

GEORGES PEREC, INSTRUCCIONES DE USO (2)


Entre la multitud de libros publicados el año pasado rescato esta joya literaria[i] traducida ahora por primera vez al español y que sólo conocía en su versión francesa. Esta circunstancia, cómo la abundancia masiva de libros sólo sirve para ocultar o eclipsar a otros libros más interesantes, es una perniciosa secuela del estado de cuentas de la edición literaria en la actualidad. Pero vayamos con esta extraordinaria obra de Georges Perec que, a pesar de su brevedad, confirma que la insubordinación ética es correlativa a la insumisión estética.

Perec, como se sabe, es el creador de algunas de las obras más inventivas e ingeniosas del siglo XX: Las cosas, El secuestro, La vida, instrucciones de uso y El gabinete de un aficionado, entre otras. Perec se inscribe, como prestigioso descendiente posmoderno, en esa tradición incombustible de la narrativa francesa más original y menos publicitada que se remonta por lo menos hasta Rabelais y Cyrano de Bergerac y alcanza su cenit moderno con escritores excéntricos como Alfred Jarry, Raymond Roussel o Raymond Queneau. Con estos dos últimos creadores, en particular, ha establecido la literatura de Perec el diálogo más productivo. En el caso particular de este libro, sin embargo, Perec juega más con Queneau y sus inimitables Ejercicios de estilo o su hilarante Zazie en el metro (¿para cuándo una nueva traducción española de esta obra maestra?), aprendiendo a combinar sofisticados juegos de lenguaje con fábulas humorísticas.

Esta novela desternillante, basada en una anécdota autobiográfica, tendría dos caras visibles, como los buenos vinilos de antaño, pero con una peculiaridad insólita: el reverso incorpora un jugoso comentario crítico del anverso. En la “Cara A”, por así decir, nos encontramos una hilarante historia sobre los esfuerzos de un grupo de jóvenes parisinos por evitar el envío a Argelia del camarada de armas de uno de ellos. Aunque se publicó en 1966, el libro se ambienta unos años atrás, en plena guerra de Argelia, cuando ese conflicto colonial trastornaba la posguerra francesa y la convertía en un período turbulento y autoritario. Perec se había comprometido activamente en favor de la causa argelina y, al escribir esta novela, acertó a distanciarse a través de la irrisión y la parodia de todo el dramatismo sociopolítico de la situación. Las disparatadas artimañas de los simpáticos “activistas” para librar de la guerra al recluta de vida atolondrada y apellido versátil son propias de los Hermanos Marx o de Jerry Lewis en sus mejores momentos. Con esta pieza de orfebrería “oulipiana”, donde los gags más extravagantes se alcanzan con trucos puramente verbales, Perec lograba imponer el humor en el tratamiento de los temas más serios como modo favorito de la sensibilidad contemporánea.

Por eso mismo en la “Cara B” de su divertido artefacto añade Perec, como apéndice destinado al usuario más exigente, un listado alfabético e incompleto (no pasa de la letra p) de figuras y tropos, ornamentos y demás florituras estilísticas que componen el texto. Un catálogo falaz y juguetón, todo sea dicho, ya que algunas figuras citadas se reconocen enseguida y otras se esconden con astucia entre líneas. Sin contar las que no son nombradas, como el “anacronismo” cinéfilo con que fechar la escritura, o se señalan en falso, como el “japonesismo” inexistente o las correferencias trucadas.

De este modo lúdico se burlaba Perec, en cierto modo, de las taxonomías académicas de sus coetáneos Barthes y Genette, sin renunciar a la lucidez de sus hallazgos, produciendo una virtuosa puesta en escena de los recursos expresivos y las rutinas inconscientes del idioma coloquial, una suerte de manual de instrucciones con que evidenciar la artificialidad mecánica, los múltiples juegos de sentido e imposible neutralidad ideológica del lenguaje en todos sus registros.

No cabe concebir mejor estrategia para desmontar, así sea con la levedad de una sonrisa irónica, el imperativo nacionalista y militar del que los personajes de la ficción tratan de escapar en vano. Como sabemos desde hace tiempo, las proclamas patrióticas, la propaganda del mando y las imposturas del poder, basan sus efectos indudables sobre la realidad en la eficacia retórica de sus enunciados. Pero no nos engañemos. La vida misma funda sus mitos, creencias y valores dominantes en un puñado de persuasivas metáforas y metonimias naturalizadas.

“Imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida”, decía Wittgenstein, y no otra conclusión se extrae de la excitante lectura de esta pequeña obra maestra.


[i] ¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado en el fondo del patio?, Alpha Decay, Barcelona, 2009.

domingo, 17 de octubre de 2010

SARTRE AD NAUSEAM


En abril hizo treinta años de la muerte de uno de los intelectuales más influyentes del siglo XX. Me decido, tarde, a conmemorarlo así. Espero que se entienda por qué. ¿Sartre el filósofo de la era Facebook? Algo así de provocativo, o de caprichoso. En mi línea…


Rectificando a Borges, su antípoda intelectual, Sartre podría escribir ahora: “El existencialismo, antes la novedad de unos pocos, hoy abarca a toda la gente; su victoria es tan vasta y fundamental que su nombre es inútil. Nadie se declara existencialista porque no hay quien sea otra cosa”.

Habría que comenzar por aquí para entender el cúmulo de malas lecturas que justifican esta “mala lectura” de Sartre: las malas lecturas de las novelas de Gide o Céline hicieron a Sartre novelista; las malas lecturas de Husserl o Heidegger lo hicieron filósofo; las malas lecturas de Brecht, Genet o Beckett, dramaturgo; las malas lecturas de Marx o Mao lo hicieron propagandista y agitador de una causa con nocivos efectos colectivos; las malas lecturas de Baudelaire, Flaubert y Genet, entre otros, lo hicieron un crítico inquisidor, dueño exclusivo del primer manicomio literario de la historia, una estilizada institución donde los neuróticos de la literatura se curaban sólo con dosis crecientes de “compromiso” y “función social”. Sartre pasó al lado de Bataille y prefirió no enterarse (cuánto debió dolerle que Heidegger lo reconociera como genuino pensador de su tiempo en lugar de a él, tan esforzado discípulo en sus comienzos del filósofo filonazi). Pasó por encima (o por debajo, nunca se sabe) del estructuralismo y el post-estructuralismo sin darse por aludido, mucho menos por eludido (casi nada de lo más innovador que se estaba pensando en esa capital mundial de la inteligencia que era París en los sesenta lo tenía en cuenta favorablemente). Ni se enteró, como tantos otros, de la existencia marginal del situacionista Debord, un “marxiano” actualizado que le había secuestrado una de sus categorías preferidas (“el hombre no es más que una situación”) viendo que el maestro no acertaba a darle un uso subversivo adecuado.

Si al empollón genial que practicaba la filosofía hasta en sueños e iba al cine todos los días, como a un ceremonial laico de promiscuidad con el mundo, le restáramos este componente áspero y locuaz, este plagio creativo y esta perversión generalizada, no tendríamos al mayor defensor de lo obvio y lo evidente que diera el siglo veinte. Fue Marx quien dijo que la lucha intelectual más revolucionaria consistía en demostrar lo evidente (lo más evidente hoy es que hasta el capitalismo triunfante se sabe de memoria el abc doctrinal sartriano). Porque en eso consiste esencialmente el cajón de sastre de la obra de Sartre: teatro de la mala conciencia amasado para epatar con paté de higado burgués; pastiches de novela agónica del adolescente miope que se quita las gruesas gafas, como quien no quiere la cosa, y ve de pronto su monstruoso rostro en el espejo de un mundo abominable; tratados para comerse el mundo, precisamente, con una ambición desmedida (quizá por eso el astringente Cioran, que creía haber comprendido mejor la fórmula existencialista despojándola de todo humanismo, lo llamaba “empresario de ideas”). Si Sartre ha terminado alcanzando la inmortalidad es sólo del modo paradójico que describiera en su estudio literario más influyente: “por haber combatido apasionadamente en nuestra época, por haberla amado con pasión y haber aceptado morir totalmente con ella” (¿Qué es la literatura?).

Tanto le preocupaba su imagen que dedicó un tratado completo a hablar de la imagen, en general, y de la mala imagen, en particular, que normalmente tienen los otros de uno, nada que ver, por cierto, con lo que uno ve o quiere ver. Sartre fue, además de un filósofo sesudo y sexuado, el primer intelectual plenamente mediático y transnacional de la historia. Su pensamiento manifiesto pasaría pronto del infierno misántropo al existencialismo demográfico y la conciencia colectiva más o menos desgraciada o culpable. Sería fácil concluir de todo ello que la lógica de su respuesta a la sociedad global de masas prefiguraba las estrategias publicitarias de la “sociedad del espectáculo”: el peso específico de una vida sólo podía incrementarse, en un contexto tan aplastante y masivo, extremando la visibilidad del individuo contingente, única vía mundana para contrarrestar la indiferencia estadística mencionada e imponer activamente una determinada personalidad en la escena pública, ese escenario necesariamente político del diálogo existencial entre el hombre y el mundo.

Sin embargo, su versión paradójica del existencialismo, fundada en una sustancia personal carismática e irrepetible, encontraría en este existencialismo de baja resolución propio de lo contemporáneo una de sus parodias más efectivas. La imaginación está en el poder, ya que éste no es hoy sino el poder de producir imágenes ad nauseam, imágenes que anulan la verdadera imaginación (facultad a la que Sartre consagraría, ya lo he dicho, un tratado espléndido) y, sobre todo, suplantan a lo real. El ser se diluye en simulacros, los “caminos de la libertad” son los de la alienación económica y la servidumbre laboral y el consumo incontrolado, y la nada, como sugería Félix Guattari reprochándole su comprensión demasiado literaria del concepto, se habría convertido en el horizonte absoluto de la subjetividad capitalista.

Hoy que, de un modo u otro, somos todos unos existencialistas consumados y aspiramos a aparecer en televisión para cumplir con nuestra cuota de inmortalidad espectacular, máxima trascendencia asignada al ego postmoderno en el reparto democrático, el autor de La náusea puede parecernos dialécticamente superado. En esa novela magistral, sin embargo, Sartre llegó a consignar este juicio precursor del reino de la simulación y los simulacros: “Las cosas son en su totalidad lo que parecen, y detrás de ellas…no hay nada”. Andy Warhol, patriarca postmoderno, no lo habría dicho mejor.

jueves, 7 de octubre de 2010

MARIO VARGAS LLOSA: LA ORGÍA PERPETUA


[Siento interrumpir el Bret Easton Ellis Festival. La actualidad, cuando se lo merece, dicta las prioridades. En este caso, el Premio Nobel al novelista Mario Vargas Llosa es suficiente motivo. El Premio Nobel de Vargas Llosa, entre otras muchas cosas, rompe también todas las previsiones y expectativas sobre lo que supone ser un buen chico, un monaguillo de la cultura o el pensamiento dominante, y se me hace necesario celebrarlo como corresponde. Me alegro de que a partir de ahora los escritores que aspiren a obtenerlo en un futuro más o menos remoto no puedan dormir una siesta tranquila pensando que acertaron en la elección de bando. Esta sorprendente recompensa obligará a muchos a reconsiderar sus posiciones, sobre todo las más interesadas, o las más deshonestas, o las más rentables. La academia sueca les ha dado un nuevo motivo de preocupación. Para todos los demás, que nos alegramos doblemente del hecho, Vargas Llosa supondrá siempre un ejemplo de libertad e independencia subjetivas, a pesar de sus errores ocasionales. Es el precio a pagar por fiarse únicamente de los propios criterios, intransitivos, y no de los más gregarios y demagógicos o, en su defecto, de los más oportunos y complacientes con los intereses del amo. En cualquier caso, aprovecho también la feliz ocasión para manifestar mi gran admiración por la obra novelística de Vargas Llosa. Ya sé que algunos resentidos o malintencionados, con finalidad difamatoria, qué se le va a hacer, me atribuyen en exclusiva predilecciones literarias posmodernas, a ser posible francesas o norteamericanas. Como todo lo que nace de pasiones tristes, esa atribución es falsa. Mi biblioteca, sin serlo, tiende al infinito y, en español en particular, admite pocas lagunas significativas. Hay varias novelas de Vargas Llosa entre mis favoritas del siglo XX y, aunque pueda discrepar en ocasiones de sus posiciones ideológicas o de algunos de sus juicios estéticos y de las actitudes cerriles de algunos de los defensores a ultranza de su ideario narrativo, su inmenso talento y su inventiva novelística y su actitud desafiante y provocativa siempre me estimulan y me obligan a ser más exigente y autocrítico. Para celebrar este premio de premios, con el que la academia sueca se redime en parte de omisiones y yerros anteriores, se me ha ocurrido rescatar la reseña que escribí hace unos años de Travesuras de la niña mala (Alfaguara, 2006). En ella creo que cifré algunas de las cuestiones esenciales de su literatura, o de cómo entiendo yo el designio de ésta. En general, su gran virtud como escritor, para mí, que provengo de una tradición más neobarroca o borgiana (más hermética, en suma), es su pasión por lo real, para bien (en su caso) y para mal (en el caso de sus mediocres imitadores). En mi ranking del Boom hispanoamericano de los sesenta, aún insuperable, el primer lugar indiscutido es para Guillermo Cabrera Infante, que fue su amigo a pesar de sus diferencias estéticas. Después, gracias sobre todo al delicioso humor que destilan esas dos joyas libérrimas que son La tía Julia y el escribidor y Pantaleón y las visitadoras, pero también, cómo no, al perverso erotismo que exuda Elogio de la madrastra y a la inteligencia y ambición ilimitada de La casa verde y La guerra del fin del mundo, situaría con placer al gran (con)fabulador Mario Vargas Llosa. Era el momento de decirlo. Ya está hecho.]


Habría que admirarse, antes de nada, de la enorme coherencia de Mario Vargas Llosa. Treinta años después de haber publicado su monografía monomaníaca sobre la gran pasión literaria de su vida (La orgía perpetua. Flaubert y «Madame Bovary») se atreve por fin a reescribir Madame Bovary. O mejor: a reinventarla como la melodramática historia de amor de un traductor y novelista en ciernes con su fascinante personaje femenino, una émula peruana del grandioso personaje de Flaubert. Se reúnen en este gesto alambicado todos los ingredientes mentales y sentimentales de la novela: un amor bigger than life entre lo que las caracterizaciones morales al uso denominan una “mujer mala” (esto es, un paradigma de felicidad en la transgresión, un modelo individual de conducta insumisa ante los valores heredados) y un hombre convencional que, por la alquimia de ese encuentro aleatorio, verá proyectarse su mediocre vida a una dimensión de posibilidades insospechadas. La proteica identidad de la “niña mala” (una perversa devota del dinero y el orgasmo clitoridiano) y el amor absoluto que el narrador único le profesa se construyen, por tanto, a la medida del deseo de éste, en contra de toda mixtificación romántica, como el modo de inscribir en el cuerpo de la novela todo lo que la vida real parecería proscribir a la mayoría de sus lectores.

Como Ricardo, el personaje cuya máscara primeriza adopta, Vargas Llosa también llegó a París con la intención de habitar en un espacio urbano sobrecargado de energía novelesca. Enseguida adquirió su ejemplar de Madame Bovary y comenzó su ávida lectura: “Ahí empieza de verdad mi historia”. Al terminar de leerla, el aspirante a novelista ya sabía “qué escritor me hubiera gustado ser y que desde entonces y hasta la muerte viviría enamorado de Emma Bovary”. En esta doble convicción germinaría, muchos años después, la semilla de esta espléndida novela que también podría entenderse como una celebración equívoca de la legibilidad narrativa. Por un lado, la imposibilidad de ser Flaubert (“el hombre-pluma”) mitigada de algún modo por la disciplinada fijación de mantener una relación vocacional con la literatura y la vida al modo flaubertiano. Y, por otro, la tendencia a expresar a través del formato novelístico el rasgo que Vargas Llosa comparte tan “estrechamente” con los personajes emparentados de Emma Bovary y su avatar contemporáneo, la “niña mala” de las fantasías de este narrador calenturiento: “nuestro incurable materialismo, nuestra predilección por los placeres del cuerpo sobre los del alma, nuestro respeto por los sentidos y el instinto, nuestra preferencia por esta vida terrenal a cualquier otra”. Y es que el novelista masculino se comunica carnalmente con el poliédrico carácter femenino (una Madame Bovary de la globalización: sus variadas aventuras discurren, además de por las páginas de la novela, por espacios privados y públicos de Lima, París, Londres, Tokio, Lagos o Madrid) a través de un similar afán de libertad vital y un simétrico rechazo a la mezquindad y mediocridad sociales. Es por medio de este audaz atributo metaliterario como Vargas Llosa consigue producir una extraña cuadratura de sus obsesiones eróticas y artísticas, al tiempo que postula la perpetua reactualización del discurso novelístico como razón suficiente de su vitalidad cultural.

Esta novela irresistible seduce a su lector, por tanto, con los mismos argumentos con los que el propio Vargas Llosa fuera seducido por la obra maestra de Flaubert: “en ella aparecían, combinadas con pericia en una historia compacta, la rebeldía, la violencia, el melodrama y el sexo”. Transformado como su narrador-personaje en fabulador máximo de vidas propias y ajenas, el Vargas Llosa más festivo y mundano (La tía Julia y el escribidor, Pantaleón y las visitadoras, Elogio de la madrastra, etc.) alcanza aquí un punto de ebullición narrativo insuperable, que supone además la consumación de su peculiar ideario literario y político. Un paradójico elogio de la simulación literaria como reivindicación utópica de la plenitud vital que muy pocos lectores suelen conquistar por su cuenta. En este sentido, si es posible o no leer las múltiples “travesuras de la niña mala” en tanto alegorías de la superioridad del capitalismo sobre otros sistemas de organización política, social y económica es una cuestión interesante que, como suele decirse, queda para otra ocasión. Es otra historia quizá, siendo también sustancialmente la misma para su autor.

domingo, 3 de octubre de 2010

UNA TEMPORADA EN EL “INFIERNO”: Siete razones para (no) leer a Bret Easton Ellis


1. El “infierno” de Bret Easton Ellis se llama literatura. No tiene otro nombre. Me explicaré. El escritor con apellido de isla de acogida de inmigrantes es una maldición o una pesadilla hasta para sí mismo. La prueba de que un exceso de conciencia, o un defecto de ella, según se mire, es la garantía de un talento capaz de penetrar en los entresijos infernales y paradisíacos al mismo tiempo de un modo de vida y una clase social y un estado de civilización y un interminable y ruidoso fin de fiesta para toda una cultura y una mentalidad.

2. Ellis puede ser muchas cosas, no todas malas. Si hacemos caso a sus novelas y a la leyenda urbana alimentada por su exhibicionismo narcisista, es un perfecto espécimen de hijo de papá y de mamá nacido en uno de los medios más privilegiados de la privilegiada América protestante y blanca: Los Ángeles, la metrópoli del cine y la música y los negocios multimillonarios. Como cuenta en «Lunar Park», su padre se hizo millonario vendiendo propiedades inmobiliarias y perdió el equilibrio mental y con él a su familia. A tal punto llegaron sus abusos que Ellis lo escogió como modelo para el ejecutivo psicópata de «American Psycho». La figura del padre freudiano, despótico, demente, alcohólico y derrochador, puso en contacto a la familia con un mundo oscuro y peligroso cuya lección más amarga la supo explotar Ellis al hacerse novelista: “el mundo carece de coherencia, y dentro de ese caos la gente está condenada al fracaso”.

3. Como evidencia el título de su cuarto libro, Ellis es un delator o un confidente, un esquizofrénico infiltrado en una clase social de cuyos increíbles privilegios aprendió a disfrutar en su infancia para verlos amenazados en la adolescencia y la primera juventud y consolidarlos sólo gracias al éxito inesperado de su primera novela, esa «Menos que cero» que multiplicó, con ironía capitalista, el número de ceros a colocar a la derecha de su saldo en distintas cuentas corrientes y tarjetas de crédito. Con sólo veintiún años logró poner orden literario en el caos de su vida afectiva y mental y extraer de ahí una novela generacional que acababa de golpe con todos los mitos y la propaganda generada por la revolución conservadora de Reagan.

4. Unos pensaron que era una fiesta de la ironía y el sarcasmo, un ceremonial de crítica social corrosiva, tan efectivo como un litro de ácido arrojado a la cara de la clase dominante. Otros, frotándose las manos con impaciencia, que sólo era una prueba flagrante de la degeneración cultural americana. En realidad, como la madurez artística de Ellis demuestra, el éxito era el modo más coherente y certero, para un sujeto privilegiado como él, de conquistar aún más espacios de lujo y fama y riqueza fustigando de cara a la galería la falta de valores y la mediocridad de ese mundo adinerado. A juzgar por el caso Ellis, desnudar vicios privados en público, exhibiendo a la par una fotogenia impecable en la promoción de los libros, se revelaría, desde luego, como una estrategia publicitaria infalible para incrementar el patrimonio y las relaciones exclusivas.

5. En esa perversa relación con su clase de origen, esa “doblez” de Ellis, éste se mostraría como un heredero singular de Sade. Sí, Sade. No la cantante, no, sino el infame aristócrata que pintó los vicios más acreditados del estamento nobiliario con los colores más chillones del infierno. Y es que Ellis, como un Sade sonriente y malicioso de la “Generación X”, destaca también por su estilizada e ingeniosa manera de abordar la violencia y la crueldad como lógica corrupta de las relaciones de poder en el interior de un determinado medio social. Pero Ellis, como no podía ser menos, es un avanzado hijo de su tiempo y sabe que los colores del “infierno” deben adaptarse a las modas de temporada y adquirirse en lujosas tiendas de Melrose o Westwood o Wilshire y, si se prefiere “customizarlos” para que nadie más pueda presumir ni disfrutar de sus texturas y tonos, contratar a un decorador artístico que los diseñe e instale mientras uno toma el sol en la playa de Malibu o al borde de la piscina en una villa de Beverly Hills o Palm Springs, o participa en la enésima fiesta de estreno cinematográfico con estrellas o la inauguración de una sonada exposición en una galería selecta o una discoteca VIP en Nueva York. Si Ellis, en suma, no estuviera enamorado, a la manera distante y cínica del precursor Andy Warhol, de ese “infierno” estupefaciente y decorativo en el que vive, no podría comunicarnos con tanta persuasión como insolencia las razones más entrañables para odiarlo.

6. La grandeza de la literatura de Ellis, por tanto, es inversamente proporcional a la simpatía que pueda suscitar la personalidad de su autor. Así que la ambigüedad de su gesto, esa frialdad mundana o esa negatividad aséptica con que los narradores de Ellis seducen y asquean al lector arrastrándolo a su mundo de obsesiones y fascinaciones banales, belleza y abyección, glamour y horror, paranoia y estupor, constituye uno de los indudables encantos de sus novelas. Sería imposible escribir sobre la celebridad y la fama y las apoteósicas imágenes que las difunden por todos los medios con la artificiosa naturalidad y el desbordante realismo de síntesis con que Ellis lo hace en todas sus novelas sin conocer íntimamente cómo se urden a diario sus orgías publicitarias y cuál es el código maestro con que ese mundo suele regular el juego promocional de sus rutinas, negocios y placeres. En «Lunar Park» se expresa esto con una lucidez devastadora: “La celebridad era una vida vivida en clave –un lugar donde tienes que descifrar constantemente lo que la gente quería de ti, donde el terreno era resbaladizo y un mundo donde finalmente siempre has tomado la decisión equivocada”.

7. El designio principal de su paradójico proyecto literario consiste, de ese modo, en sostener una estética narrativa próxima al realismo en un período histórico donde la vida y la cultura, como ilustra «Glamourama», se han vuelto enteramente mediáticas y espectaculares. En este contexto, la narrativa de Ellis funciona como fármaco de doble acción. Podrá intoxicar, sin duda, a las víctimas compulsivas de la moda y el famoseo, o a los que sueñan con convertirse en protagonistas de la sociedad del espectáculo, deseosos de perseverar en sus carreras hacia el estrellato definitivo. A todos los demás, parias que padecen las secuelas de vivir esta vida mediagénica sin escapatoria aparente, les aportará la dosis mínima de venganza y desengaño con que consolarse por un tiempo de no ser ni tan ricos ni tan guapos en un mundo que idolatra a los que sí lo son. Es la ley del medio mayoritario. La que tiene enganchada a la clase media a falta de mitologías más creíbles.

LAS REGLAS DEL JUEGO: Biblioteca básica


«Menos que cero» (1985). El deslumbrante debut. Ellis se convierte de la noche a la mañana en una celebridad mediática y, por si fuera poco, en millonario. Cualquier novela sobre jóvenes alienados en el entorno familiar o social a pesar de su opulencia material palidece al lado de esta crónica desapasionada de un descenso a los infiernos de la vida urbana en plena era Reagan. El relato del final de la adolescencia de una pandilla de pijos angelinos y sus amorales ritos de afirmación de clase. Mucho más autobiográfica de lo que parece, se trata de la primera novela protagonizada por maniquíes de escaparate, sólo pendientes de una nueva dosis de droga o una renovación estética duradera o una última adquisición de ropa de marca para sentirse vivos. La literatura y la vida compartiendo las mismas reglas confusas, según reza el epígrafe anónimo inscrito al comienzo como un grafiti: “Este es el juego que cambia cuando lo juegas”. La tumultuosa vida o “movida” de los ochenta no ha encontrado mejor cronista de su degeneración.

«Las leyes de la atracción» (1987). Un paso adelante en la descripción del nihilismo cosmético de toda una generación. Más fama y más dinero para su autor. Una sofisticada comedia de equívocos sexuales y sentimentales ambientada en el campus de una universidad imaginaria de New Hampshire donde los tres protagonistas (Sean, Paul y Lauren) persiguen a ciegas el placer, la compañía, el amor o el olvido. Todo el mundo sabe que la experiencia universitaria americana es, sobre todo, una oportunidad para experimentar en grado máximo los desmadres que la vida posterior irá restringiendo por motivos familiares, profesionales o sanitarios. Ellis extrema con humor negro esta premisa existencial y se ve obligado a recurrir a escenas imaginarias, vivencias ambiguas, monólogos dementes y un principio y un final abruptos para mimetizar las vidas a la deriva de sus descarriados personajes.

«American Psycho» (1991). Con esta novela llegó el escándalo a su vida de triunfador. El componente sensacionalista que le faltaba para completar el lote. Había metido el dedo en la llaga de la América finisecular y recibió los ataques más terribles. Para las feministas, se trataba de la novela más misógina de la historia. Para moralistas de variado signo político, de la más repulsiva. En el fondo, la historia interminable de Patrick Bateman, el psicópata locuaz que narra con minuciosidad forense sus absurdos días como ejecutivo de una corporación neoyorquina y sus espantosas noches como ejecutor de hombres y, con especial saña, de mujeres, es un cuento de enorme crueldad descriptiva y un indudable trasfondo moral y político. Una gran alegoría sobre el funcionamiento y la descomposición de un sistema socioeconómico y sus secuelas mentales en la vida privada y en la pública.

«Los confidentes» (1994). Tras «American Psycho» era imposible que Ellis pudiera producir una obra nueva. Sin embargo, rescató un puñado de textos escritos en la misma época de «Menos que cero» y montó con ellos esta espléndida novela disfrazada de libro de relatos sobre un período ya muerto de su vida. La pluralidad de narradores y la presencia de sexo perverso y asesinatos truculentos y personajes vampíricos la convertirían en una combinación remasterizada de todas sus ficciones anteriores. La modelo promiscua y enferma de sida que, tras contagiar a todos, consume sus días en la playa soñando con que el sol la sanará es una de las más potentes metáforas concebidas por Ellis sobre la decadencia de un mundo y el envejecimiento moral y físico de sus privilegiados habitantes y su deseo de desaparecer. El ocaso de los ochenta escenificado como una “ronda” infernal de sexo enfermizo y muerte segura.

«Glamourama» (1999). Una obra maestra de lectura obligatoria para entender el régimen espectacular dominante en nuestras sociedades. Ellis alcanza la excelencia narrativa al tiempo que se sumerge sin filtros morales en el mundo divinizado del glamour, la moda y la celebridad. Imaginemos el rodaje de una película donde modelos publicitarios de ambos sexos organicen una orgía mundial de atentados terroristas a fin de imponer la belleza como alternativa radical al mal gusto generalizado de la clase media. Eso es, en un cierto nivel, «Glamourama»: una perversa trama de ficción que vuelve análogos, en su escenificación fílmica en la mente de Victor Ward, su aturdido protagonista, el desfile de modas y el atentado terrorista, las últimas colecciones de temporada y la masacre indiscriminada de ciudadanos, la alta costura y el alto coste en vidas humanas. Esta novela magistral representaría el triunfo de la voluntad estética como voluntad de poder y exterminio de quien se deja seducir por la promesa de belleza inconsecuente y felicidad narcótica del sistema. La seducción de la belleza absoluta como reverso de la muerte individual y la destrucción colectiva. Nunca Ellis se acercó tanto a las categorías literarias de DeLillo: el mal surgiendo de la banalidad de la vida cotidiana como subproducto ineludible de la sociedad del espectáculo y el funcionamiento del capitalismo y el consumo globalizado.

«Lunar Park» (2005). Por una vez, Ellis hace de Ellis, aunque se hace llamar “Bret”, y este juego exhibicionista con la propia imagen del autor no podía resultar más terrorífico. Un grotesco escenario poblado de fantasmas privados y espectros públicos, inquietantes acosos y misteriosas desapariciones, sensaciones de pánico post 11-S y catástrofes inminentes, que satiriza sin compasión un período especialmente traumático de la historia americana. Para resolver sus problemas mentales con el fantasma del padre, Ellis necesitará crearse un simulacro de vida familiar donde ejercer como marido y padre desquiciado, pero también mostrar la complicidad del escritor y su lugar problemático y marginal, a pesar de la fama mediática y el dinero, en la realidad contemporánea. En suma, una gran novela política.

«Suites imperiales» (2010). Tras adentrarse en los turbulentos mundos de los ejecutivos y los modelos a través de los asesinatos en serie y el terrorismo “fashion” ya era hora de que Ellis se atreviera con Hollywood, la mítica factoría de sueños masivos, sin abandonar ninguna de sus constantes estilísticas y estéticas. «Suites imperiales» no existiría quizá si Ellis no hubiera escrito con anterioridad el guión de «The informers», adaptación cinematográfica de su homónima serie de relatos. A nadie que haya visto esta fallida película se le escaparán las perturbadoras relaciones entre la historia real de su producción y la ficción de esta novela ambientada en el mundo del cine. En cualquier caso, Ellis ratifica con esta obra menor su condición de gran novelista de costumbres de este tiempo o destiempo mediático.