lunes, 20 de abril de 2009

APROXIMACIONES A BALLARD



[En homenaje a Ballard, muerto ayer, publico de nuevo una de mis primeras entradas, dedicada a Fiebre de guerra (Berenice, 2008) y, a continuación, un texto más extenso (dedicado a su tetralogía final) que publiqué en un dossier de la revista Quimera coordinado por Javier Fernández en homenaje a Ballard. Esperaba este momento para escribir un artículo centrado en su última novela, Bienvenidos a Metro-Centre (Minotauro, 2008). Ha llegado, por desgracia, así que en unas semanas lo publicaré. Entre tanto, ofrezco como epílogo un avance de esa crítica al final del segundo artículo. En la foto que elijo como ilustración están Borges y Ballard, dos de mis escritores más queridos del siglo veinte. Estoy seguro de que su conversación, interminable, versaba sobre el infinito, que ambos tienen ya la ventaja de conocer.]

"Sostuve el brazo de Catherine alrededor de mi cintura mientras íbamos de un lado a otro entre los autos arruinados, apretándole los dedos contra los músculos de la pared de mi estómago. Supe entonces que yo ya estaba preparando los materiales de mi propia muerte automovilística".
(Crash)

"Después de Borges, pero en un registro distinto, Crash es la primera gran novela del universo de la simulación".
(Jean Baudrillard)


APROXIMACIÓN I

MITOS DEL PRESENTE

Comenzaré con una paradoja apropiada al caso. James Graham Ballard, más conocido como Ballard a secas entre su creciente club de fans, está a punto de dejar de ser el mejor escritor británico vivo para convertirse en el gran escritor del siglo XXI. En su reciente “autobiografía” (Milagros de vida), traza un itinerario vital que va de la China colonial donde nació hasta el Shepperton londinense donde ya sabe que morirá pronto [como así ha sido]. Y es que poco después de publicarla anunció, sin patetismo alguno, que padecía un cáncer de próstata terminal. De ese modo, incorporaba el horizonte de la muerte personal a esas intersecciones deslumbrantes que constituyen desde siempre una de las categorías privilegiadas de toda su narrativa.

El mundo de Ballard es de una extraordinaria originalidad. Cualquier escritor recibe influencias de otros escritores. En el caso de Ballard uno tiene la sensación de que todas sus visiones, historias y situaciones son nuevas, inventadas para declinar una versión inédita de la realidad fundada en la ciencia y en la poesía. Que ese mundo de Ballard sea nuevo no deja de ser otra paradoja ya que lo que realmente fascina a Ballard es la entropía. Este concepto termodinámico es la base de la comprensión de la realidad para Ballard desde su infancia traumática, desde que se viera inmerso en la aventura de un mundo en turbulenta descomposición como el de su Shanghai natal.

Ballard es, en este sentido, el poeta contemporáneo de la entropía global, el cronista de la decadencia molecular, el forense desengañado del futuro tecnológico, pero también un ingenioso observador del presente en todas sus dimensiones, anomalías y perversiones. Si a los artistas pop y a los hiperrealistas les ha seducido siempre la fachada publicitaria de la realidad, el lado luminoso y artificial de las cosas, a Ballard, un híbrido de sensibilidad surrealista e inteligencia científica, lo que le atrae es ese momento en que la realidad revela su fatiga ontológica y comienza a mostrar las primeras grietas y fisuras microscópicas, en que el tiempo se enreda sobre sí mismo para volver al pasado o detenerse como un cristal en una forma muerta, en que el espacio parece dilatarse como si fuera virtual o blando, en que el reloj biológico se acelera o ralentiza para precipitar su destrucción.

Fiebre de guerra es, sin lugar a dudas, una de las mejores vías de acceso a toda su literatura. No sólo porque estos catorce relatos contienen todos sus motivos y estilos, sino además porque funcionan internamente como un auténtico catálogo de atrocidades colectivas ideadas por su autor como comentarios de actualidad: Beirut reconvertido en laboratorio de experimentación bélica en un contexto mundial pacificado (“Fiebre de guerra”); el presidente Ronald Reagan asumiendo, en plena decrepitud, un tercer mandato a petición popular (“La historia secreta de la tercera guerra mundial”); una isla caribeña transformada por los vertidos tóxicos, contrariando el credo ecologista, en un paraíso lujuriante y autodestructivo (“Cargamento de sueños”); las antiguas instalaciones de la NASA en cabo Cañaveral entregadas a experiencias obsesivas y absurdas por parte de los antiguos héroes de la aeronáutica y la astronáutica (“Memorias de la era espacial”); o una Europa metamorfoseada en “El parque temático más grande del mundo”, una sátira corrosiva del modo de vida europeo que prefigura su novelística última; etc.

No obstante, donde asoma el talento de Ballard para la innovación formal es en el tríptico de relatos compuesto por “Respuestas a un cuestionario”, una perturbadora burla de la lógica de la información aplicada al asesinato del “hijo de Dios”; “Notas hacia un colapso mental”, una historia conyugal patológica narrada como un criptograma fragmentario; y “El índice”, el de narrativa más radical: un extenso glosario es el único acceso a la enigmática historia de un personaje que se relacionó con las personalidades más relevantes del siglo pasado sin dejar de ser una perfecta impostura histórica.

No quiero terminar este recuento parcial sin mencionar dos relatos simétricos que utilizan el espacio como categoría paradójica. La fantasía doméstica de un hombre que toma la decisión de recluirse en su casa para transformarla en un lugar de experimentación fenomenológica (“El espacio enorme”); y una memorable fábula sobre el tamaño del universo, la inercia tecnológica y el descubrimiento del infinito (“Informe sobre una estación espacial no identificada”) que habría complacido, por su belleza filosófica y matemática, a Borges y a Einstein.


APROXIMACIÓN II

LA REVOLUCIÓN DE LA CLASE MEDIA

Apuntes para una definición de Ballard
como teórico social de la postmodernidad


Desde hace tres décadas por lo menos, James G. Ballard es el cronista patológico de los males de la sociedad de consumo y el estado del bienestar. Exactamente, desde La exhibición de atrocidades (1970) y Crash (1973), novelas deslumbrantes e innovadoras en las que exploraba hasta el límite, conforme al modelo daliniano de la “paranoia crítica”, las derivas y experimentos terminales de la vida contemporánea. Ballard se erige así en el más agudo analista narrativo del genuino malestar de la condición postmoderna: sus malsanos diagnósticos son los de un patólogo experimentado que hubiera padecido con antelación, como exigía Nietzsche al artista moderno, las mismas sicopatologías sintomáticas que tan obsesiva y compulsivamente describe y analiza.

En el último decenio, Ballard ha consumado su trayectoria ejemplar con la construcción de una inquietante saga novelesca consagrada a glosar las nuevas enfermedades del cuerpo y las fiebres del alma de las sociedades occidentales: Noches de cocaína (1996), una lectura veraniega obligatoria para todos aquellos que quieran saber qué virus comunitarios patógenos se alojan tras la banalidad balnearia y las relucientes fachadas de tantas urbanizaciones playeras de la Costa del Sol; Super-Cannes (2000), cuya trama especula sobre las pulsiones transgresoras que afectan a las selectas poblaciones de los modernos complejos urbanos artificiales, sofisticados parques tecnológicos y residenciales donde el factor humano se preserva mediante el recurso regresivo a una violencia y agresividad primigenias; y, finalmente, Milenio negro (2003), ambientada en el Londres de renovada arquitectura de este convulso principio de siglo, que acierta a despejar la incógnita política que muchos mandatarios mundiales, tan ebrios de poder como adormecidos en sus pedestres cálculos, son incapaces de imaginar como solución a la caótica ecuación coetánea: la amenaza más perturbadora para el orden dominante, contraviniendo la engañosa propaganda institucional, no proviene de los grupos extremistas de uno u otro signo, ni de los zarpazos atroces del fanatismo islámico, sino del desaliento y el tedio que aquejan ya al principal garante de ese mismo orden social establecido, la resistente clase media sobre la que carga todo su riguroso peso el sistema económico y político que depende de ella como un ávido parásito de su dócil portador.

Como en un sombrío tríptico de Francis Bacon, de una novela a otra Ballard sólo modifica el dato superfluo (el decorado, los nombres, las profesiones, la terapia, etc.) con objeto de radiografiar el monótono horror y también la pasión oculta de unas vidas aparentemente anodinas y uniformes en las que subyace un fondo orgiástico primordial que los mecanismos represivos habituales son incapaces de contener y las promesas publicitarias del sistema no hacen sino exacerbar con su incumplimiento sistemático.

Si un día los consumidores se cansaran de comprar y acaparar mercancías y bienes y se decidieran a tirarlo todo por la borda, sus vidas programadas y sobre todo los incontables objetos que las rellenan al vacío, se dedicaran a quemar coches y destruir casas y propiedades y poner bombas en museos, monumentos o aeropuertos, si esto pasara un día, de improviso, ¿qué dirían los sociólogos a sueldo del poder sobre esta radical insurgencia ciudadana? ¿Que es patológica? Y, sobre todo, ¿qué harían los gobiernos ante esta insubordinación tan delirante como gratuita de sus súbditos fiscales y electorales?

Esta es la premisa irónica y perturbadora de la que parte esta novela apocalíptica. Como sucede en sus precursoras, la cerrada trama de Milenio negro no agota la inquietud, la perplejidad o la turbación causadas por su arriesgado designio especulativo. Mediante la catártica sublevación terrorista de los contribuyentes, Ballard logra mostrar con lucidez clínica que el descontento creciente de la clase media es tan endémico al capitalismo como lo es la única clase social de la historia sobre la que descansa un sistema que no puede prescindir de sus servicios ni tampoco satisfacer sus demandas. Por una vez, la sociología paradójica del nuevo siglo es servida en absorbente formato narrativo. Lo que desconoce el lector implicado en la perversa revolución liderada por Ballard es cuánto tardará la realidad en darle la razón a la sinrazón de la novela.

Providence, marzo, 2007.


Post-Scriptum:

En su última novela (Kingdom Come (2006); traducida al español en 2008 como Bienvenidos a Metro-Centre), con la que en principio parecería clausurar este ciclo novelístico de “episodios transnacionales” de la vida contemporánea al acendrar sus premisas hasta extremos impensables, Ballard enuncia una terrible respuesta a la problemática situación, expuesta ya en las tres novelas anteriores, de disolución violenta del contrato social generada por la lógica del capitalismo tardío: “el consumo crea un apetito que solo puede ser satisfecho por el fascismo”.

Bienvenidos, pues, al Reino del capitalismo milenarista y el fascismo publicitario y mediático, la distopía suburbial del consumo proletario y la dislocación deseante, donde el liderazgo de un actor de segunda fila ejercido desde una televisión local y el fanatismo deportivo extremado hasta límites pararreligiosos provocan la violencia racista comunitaria como implosión destructiva de las víctimas del sistema contra otras víctimas del sistema (víctimas de segundo grado, si se quiere, o de nivel inferior, damnificados de escala ínfima, como el Homo Sacer de Agamben).

Sin embargo, la detersiva ironía de Ballard estriba una vez más en realizar un estudio tomográfico concienzudo del perverso proceso mediante el cual estas supuestas transgresiones terroristas del orden y la ley vigentes, por criminales, asociales o patológicas que puedan parecerle a un espectador ingenuo o desprevenido, no hacen sino reforzar, como exceso o absceso obsceno, el funcionamiento convencional del sistema y sus múltiples ramificaciones. Business as usual, sería el eslogan incontestable de estas falsamente radicales contestaciones y protestas, algaradas y razzias racistas…

En esta tetralogía novelesca finalmente completada con éxito, Ballard practica con agudeza un nuevo género de discurso social contestatario, la profecía del presente catastrófico, o la visión del presente como futuro desastroso actualizable a perpetuidad como un espectáculo de masas en un canal de pago televisivo, mostrando sin concesiones culturales las tendencias más radicales y excéntricas larvadas en la normalidad circundante, y que solo una insólita conjunción de factores podría hacer detonar, o no, sin que nada cambie por otra parte. La capacidad de absorción del sistema es casi total, o totalitaria. Que nadie exija a Ballard, por tanto, la propuesta de cualquier solución, aunque sea una solución de continuidad, la apuesta por alguna alternativa, o lo que la banalidad progresiva actual denominaría un atisbo de esperanza dentro o fuera del sistema…

Steven Shaviro ha calificado a Ballard con acierto de teórico social que expresa sus ideas visionarias a través de ficciones de género. ¿De qué otro modo hacerlo, en un contexto donde la sociología practicante es uno de los instrumentos más productivos al servicio del sistema, sin caer otra vez en las redes institucionales del mismo poder que se pretende desafiar en vano? Las ambigüedades y complejidad de los dispositivos de la ficción permiten a Ballard la máxima libertad de pensamiento al tiempo que le garantizan una total impunidad.

Que el dominio de lo simbólico se haya convertido en el último reducto de resistencia al statu quo es algo que podría interpretarse como un aspecto desolador del presente cultural, o, en todo caso, invitaría a sospechar del alcance y los postulados de los así llamados productos de la cultura, ya afecten a las frecuencias del alto o el bajo consumo, y a empezar a tomar en serio los diagnósticos más críticos sobre su esencial gratuidad e irrelevancia. Pero ésa es otra historia.

Una historia, por cierto, que Ballard no acabará nunca de contarnos…




lunes, 13 de abril de 2009

BECKETT Y LA LANGOSTA

[Hoy Samuel Beckett cumpliría 103 años. Parece una paradoja, pero en la era del email, Facebook, My Space, YouTube y demás artilugios para mitigar la soledad, la mediocridad o el tedio, está más vigente que nunca. Hoy nadie sabe estar solo, en el más vasto sentido de la expresión, por eso la voz de Beckett, tan humana en su desarraigo como en su desgarro, suena alienígena como pocas. El mercado (a pesar de contar con un buen editor) le fue ajeno, la fama (no el prestigio) le fue ajena, los premios (comerciales) le fueron ajenos, los lectores (a pesar de contar con los mejores del mundo) le fueron ajenos. Hasta la muerte, una vez, en las calles de París, le fue ajena. Así es Beckett. Lejano, ajeno, genial. Como la queja de Job. Eso sí, un Job descreído o ateo que también fuera Dios y supiera verse desde fuera y desde dentro a la vez, creador y criatura, como supo entender con acierto mi amigo Guy Scarpetta, uno de sus mejores analistas, a quien dedico con afecto este texto de homenaje a uno de los grandes maestros de la literatura con mayúsculas que nos dio el siglo pasado. No sé si sus libros son fáciles de encontrar en las librerías actuales, quizá no. Ya digo que la época le sería aún más ajena y lejana que la suya propia. Ella se lo pierde. Beckett era enemigo de toda masificación. De todo gregarismo. Y defensor a ultranza, a pesar de su imposibilidad manifiesta, del principio de individuación (“esta noche parece que todo marcha bien, estoy en mis brazos, me tengo en mis brazos, sin mucha ternura, pero fielmente, fielmente”, Textos para nada). Si la tribu triunfa de nuevo, como se anuncia en todas partes, que sea la música verbal de Beckett la que suene en mis oídos antes del exterminio. Eso quiero. Eso al menos me llevaré a donde, por desgracia, ya no podría servirme de mucho. De nada, diría yo. Y ahí está toda la gracia. De Beckett y del mundo, por supuesto…]


“Lo que Beckett revela no es la artificialidad de las convenciones literarias, sino la del mundo mismo”.

Guy Scarpetta


Por desgracia, la visión del mundo de Beckett es cierta. La vida es eso. La vida es nada más que eso. He ahí el problema. O, más bien, el fin de todos los problemas. O el principio, con Beckett no es fácil diferenciarlos. Principios, finales, la vida se compone sólo de ellos. No hay, en suma, otro problema que ése. Si la vida es eso, o si la vida es eso sólo, el arte sólo puede ser eso, sea lo que sea. No puede ser otra cosa distinta. Sólo eso. El arte, la literatura, sobre todo. «Una apoteosis de la soledad». Nacimiento y muerte en los extremos, tiempo y soledad en medio. Silencio y solipsismo alrededor. «Es el fin…No hay nada que decir». Fin de partida, una muestra paradigmática de esta literatura del agotamiento y la extenuación, comienza así, como si nada: «Terminado, está terminado, casi terminado, debe estar casi terminado».

Sin embargo, todo vuelve al principio, todo sigue o prosigue, como en la línea terminal de El innombrable (“no sé, no lo sabré nunca, en el silencio no se sabe, hay que seguir, voy a seguir”), con la secreta aspiración de que esta vez sea, sí, la última. Una vez más, como un circo extenuado, los actores repiten los mismos gestos, las mismas palabras, o los evocan por medios tecnológicos cada vez más sofisticados, como en La última cinta de Krapp, con el fin de dar algo de sentido a esas vidas desperdiciadas al verbalizarlas en monólogos obsesivos o diálogos estancos, como en Esperando a Godot, Watt, Molloy, Malone muere y Como es. Un medio lingüístico, en suma, de ahondar el sinsentido ya conocido y experimentado, como un malestar primero y luego una angustia indescifrable e insignificante. Un modo ritual de distraer la espera o diferir el final, conjurando el principio, la necesidad del comienzo interminable: “El tiempo de aspirar este vacío. Conocer la felicidad” (Mal visto mal dicho). Heridas parlantes, úlceras verbales, rozaduras o excoriaciones del lenguaje de los humanos, mónadas inexpresivas o mudas, cuerpos inactivos, inertes, enterrados (como en Días felices), reducidos a esto, sí, en este estado en cierto modo póstumo se presentan y representan ante el público las voces y los cuerpos de los personajes en el teatro o las narraciones de Beckett.


Por eso quizá le fascinaban tanto Proust y Joyce, verbosos y logomáquicos pero carnales hasta la médula, dotados con una propensión libidinal hacia la realidad del mundo. Por eso, más tarde, hallaría en el soltero Kafka a un aliado artístico de la austeridad y el celibato estético con quien neutralizar la irresistible atracción que la escritura exuberante de esos dos modernos precursores ejercía sobre él. En esta influencia devastadora radicaría la diferencia interna entre el espíritu que alienta las obras anteriores a la guerra y las obras posteriores, en francés o en inglés. Obras como El despoblador o la Trilogía, de nuevo, se cargan de un valor abstracto y alegórico que alcanza su cenit en Como es: la troceada narración de un nadador sin brazos ni piernas que surca un océano de cieno al encuentro de otro ser irreconocible llamado Pim con el que mantiene, ha mantenido o mantendrá unas aún más extrañas relaciones íntimas. Compañía, su obra maestra tardía, expresa la desesperación cifrada en el acto elemental, con o sin palabras, de poner a otro enfrente de uno. El malentendido básico en que se fundan el amor o la amistad. En este caso, la multiplicación de las personas gramaticales y las voces narrativas no logra alterar el soliloquio del yo impenetrable e incomunicado: “El cuento de otro contigo en la oscuridad. El cuento de alguien contando contigo un cuento en la oscuridad. Y cuánto mejor, a fin de cuentas, las penas perdidas y el silencio. Y tú, como siempre has estado. Solo”.

Así, quizá, pueda entenderse también el designio filosófico de Film, su excéntrica incursión cinematográfica: el ojo cartesiano que abre y cierra la película, el párpado arrugado y el parche en el ojo de Buster Keaton, los espejos tapados, la supresión de la mirada animal, la destrucción de las fotografías familiares, la abolición de la imagen divina o la desolada desnudez del rostro “infilmable” de la decrépita estrella del cine mudo. Y es que el mal, corrigiendo a Godard, está en la palabra y antes de la palabra y después de la palabra. “El ojo regresará al lugar de sus traiciones”, se dice en algún momento del relato Mal visto mal dicho (“¿Qué hacer con el ojo sometido a ese régimen?”). En el mundo de Beckett, en efecto, todo es “mal visto”, todo está “mal dicho”. El error es dominante, la necedad ubicua, la comunicación inexistente, la comunidad imaginaria. De ahí su humor inevitable, sardónico en ocasiones, hilarante en otras. Así Primer amor, una cáustica parodia de la ilusión sentimental, la ideología de la pareja y la posibilidad del amor o la convivencia a dos (el cínico Diógenes habría “muerto” de risa leyéndola, como buen onanista, con una sola mano).

Por esto mismo Beckett se sentía tan fascinado también por Dante y su representación carcelaria del infierno (el cilindro punitivo de El despoblador), los vastos círculos repletos de seres deformes y condenados, modelos humanos antiheroicos, criaturas fallidas, abortos ontológicos, como los de todas sus obras. Belacqua, en especial, un fabricante de laúdes cuya pereza proverbial le había merecido una estancia poética en el Purgatorio, fue su favorito entre todos los réprobos de la Commedia. Con ese nombre sonoro, Beckett bautizó al protagonista de su primera novela escrita (Dream of Fair to Middling Women, sólo publicada póstumamente) y de su primera y más festiva serie de relatos (More Pricks than Kicks, mal traducida en español como Belacqua en Dublín). La divisa contemplativa del indolente laudista, compartida por Beckett, era: «Sentada y descansando, el alma se hace sabia». En “Dante y la langosta”, el relato inicial de la serie, Dante sirve a Belacqua sólo como pretexto pedante para que el crustáceo citado en el título, como jugosa promesa de una eucaristía profana, y un ambiguo verso de la Commedia referido al sentimiento de la piedad cristiana terminen compartiendo algún atributo equívoco y uno o dos chistes fáciles en varios idiomas occidentales.

«En el principio, fue el retruécano», se proclama como regla en Murphy, su novela más cómica, una radiografía anímica jubilosa del artista “adoleciente” en una mecedora transfigurada, con sus oscilaciones de humor y desesperación, en mueble filosófico por excelencia. En el principio de todo, pues, sólo un chiste o un calambur evangélico. Toda la historia de la iglesia católica basada en un simple juego de palabras. Toda la historia, con sus cursos y recursos infinitos. Una broma vulgar, como la existencia misma. Ya Jesucristo, según el blasfemo Belacqua, alter ego del autor, era un “play-boy” reprimido y un incorregible manipulador de palabras. Como el propio Beckett, por cierto, masturbador habitual, protestante paradójico y gnóstico practicante. «Todo esto parece encajar, pero no hablemos más de ello», concluiría otro de los descarnados narradores concebidos a su imagen y semejanza.

“Deja, iba a decir deja todo esto. Qué importa quién hable, alguien ha dicho qué importa quién hable” (Textos para nada).

Después de Beckett, todo es posible en literatura. Incluso el silencio.

jueves, 9 de abril de 2009

CUÁDRUPLE IMPOSTURA

[En pleno corazón del corazón de la “Semana del Horror”, con las calles tomadas por las imágenes de la intolerancia, el fanatismo y la fascinación despótica, las procesiones de la pulsión de muerte con sus cuerpos atormentados o sublimes, la carne fustigada y condenada, en suma, con la mayúscula impostura de los siglos puesta en escena como una orgía de emociones baratas y sensaciones sucedáneas, una impostura del más bajo nivel cuyos efectismos “patéticos” no deberían dejar indiferente a nadie que crea en el arte, la estética y la recepción artística; en esta situación, tolerada año tras año por motivos espurios, imposibles de compatibilizar con un genuino sentimiento democrático de respeto a los no implicados, me atrevo a publicar un texto incluido como “artificio” en mis Metamorfosis®. Fue censurado en su momento por la revista El Extramundi, que se negó finalmente a publicarlo dando pruebas nítidas de su adscripción ideológica. Su protagonista, la voz narrativa que conduce el relato, es Simón el Mago, figura controvertida y denostada por los secuaces seculares del Crucificado, como lo llamaba Nietzsche. Los ecos de Marcel Schwob, Flaubert, Giovanni Papini, Danilo Kis, Cioran o Bloy son casi más notorios que los de Borges. Para mí representa un caso de desviación retórica. Como en ciertas partes de mi novela Providence, la posibilidad de usar el arte oratorio del sermón para difundir valores opuestos es lo más significativo (la perversión de las estrategias de la propaganda, muy útil también en nuestra hipercontrolada actualidad). Lo publico, pues, con la intención de que sirva de revulsivo ético a tanto desafuero “pasional” y, para subrayar esa intención, se lo dedico sin ambages al gran contendor contemporáneo de las lacras de la vieja ideología ascético-idealista.]


A Michel Onfray,
amigo de la tierra y filósofo de la piara de Epicuro


Arriba: el Paraíso. Abajo: el Infierno. Polaridades fatales. Coordenadas futuras: lo prometido, lo profetizado mil y una veces de modo distinto, vendrá. Mañana, siempre mañana. Aquí y ahora: nada, miseria y maldición. Persistencia, insistencia: existencia. Rechazo programado, metódico, universal. Mentira organizada: deleznable decálogo de falacias, de negaciones. La vida, el devenir, el instinto, los apetitos, el placer, los sentidos, el deseo, aun aderezados o refinados, carecen de realidad para esos bárbaros. Vacuidad, abstinencia, asco, enfermedad, ascesis, apatía, constipación, ése es su inexorable balance… Refulgentes ajorcas en los tobillos y las muñecas, insinuantes brazaletes de oro, cósmicos tatuajes en el vientre y en los muslos, minúsculos aretes en las orejas y la nariz, una divisa hermética caligrafiada en la piel de la frente, así Ennoia, tumbada a mi lado mientras releo y corrijo lo que he escrito a lo largo de los años. Ahíta, saciada en apariencia, Ennoia exhibe para mí, como al principio, tras interminables combates amorosos, la irresistible provocación de su carne suntuosa: la doble sonrisa de esfinge, el magullado trofeo de sus senos, el indócil pelaje de su sexo reluciente… Una de sus manos, cálida, de largos dedos enjoyados, estrecha mi pene desfallecido, la genitiva bolsa de mis testículos…Estoy solo frente a ellos. Llaman Dios a un tirano incompetente y fatuo, un pastor malvado, un impostor sanguinario y cruel. El pueblo los aclama y reverencia: la gente suele amar los bellos discursos, las acciones inequívocas. Mi discurso es oscuro, mis acciones ambiguas, mi fama dudosa. Propugnan que ese opresor fraudulento envió a un mago avezado que se proclamaba su hijo y lo era, entre otros turbios candidatos, de un brutal legionario extranjero: obró milagros espectaculares y fáciles, reclutó milicianos, predicó cuentos de hadas, prometió bienaventuranzas, murió crucificado entre ofensas y burlas, resucitó en cuerpo y alma, subió al cielo volando, cedió su infame legado a una turba criminal y ruidosa de fanáticos sectarios. Los aborrezco y me aborrecen. Me apodan, con ironía griega, el mal samaritano. Yo me burlo de sus conversiones en masa. Los desafié más de una vez y siempre me rehuyeron. Me temen y desdeñan a un tiempo. Víctimas de la curiosidad, se informan sobre mis actividades a través de una bien pagada red de espías. Ellos reciben todo el apoyo: el que se llama a sí mismo el Creador está de su parte en esta incruenta guerra galilea. A mí me asisten el artificio y el ingenio. Veremos quién vence y quién resulta derrotado…Ennoia me quiere sobre ella. Voy sin demora...

¿Milagros? ¿Prodigios? Yo también los practiqué. Muchos son secretos, luego carecen de valor. Hablo decenas de lenguas recónditas cuya gramática no estudié o desconozco, entre ellas la que Adán profirió en el Paraíso. He alcanzado tal competencia en su dominio que algunas las articulo con el vientre cuando me sellan los labios mis enemigos con el frío canto de sus espadas o los incrédulos con su amarga desconfianza. Puedo inseminar infructuosamente a Ennoia en nuestro lecho en más de seis ocasiones consecutivas, aparearme con una gacela a la sombra de una palmera, predicar en un villorrio de Samaria la inconsecuencia moral de nuestros actos ante una desgreñada congregación de esclavos y prostitutas, asaltar a un mercader en un oasis sirio, mientras abrevan sus camellos, robarle sus pertenencias y asesinarlo, defender mi inocencia en un caso manifiesto de sodomía ante un tribunal de fariseos, simultáneamente, sin levantar siquiera el acerado cálamo de la tabla encerada…Habito a voluntad otros cuerpos distintos del mío atendiendo a las exigencias del momento, el lugar o la perentoria necesidad: un legionario, un verdugo, una adúltera, un lactante, un escribano, un arquero y una yegua han encarnado algunas de mis más vehementes urgencias. Induzco mentalmente a muchos indecisos a obrar conforme a los dictados de su corazón, cuando los veo paralizados por la duda o inactivos por temor. He sanado a ciegos, leprosos y tullidos a fin de que carecieran de pretextos para odiar la vida. He amado a miles de mujeres en un solo cuerpo y a una sola mujer en miles de cuerpos diferentes, descubriendo que el amor no reside en ningún cuerpo concreto, sino en el hecho de que otro cuerpo se le asocie y se enciendan mutuamente y se incendien en una sola, divina fulguración. He visto camellos beberse toda el agua de un oasis, caballos devorar las reservas de grano de una aldea, antes de comprender la significación del hambre y la sed de los cuerpos…Proseguiría indefinidamente releyendo la consignación de mis milagros, aunque nunca los consideré así, sino aperturas a otras vidas, posibilidades viables de la materia y la forma, pero Ennoia, acuciada por el deseo, insaciable en ella, me reclama de nuevo. Vuelvo enseguida...

¿Predicar? ¿Enseñar? El charlatán enviado a la tierra por el llamado Dios Único abusó de las palabras y de su poder embaucador y apenas si dejó espacio para que otros introdujeran las suyas sin parecer epígonos postergados o, aún peor, flácidos adversarios condenados a reiterar la vileza inagotable de su mensaje a fin de negar su nociva validez. Al resolver ese dilema discursivo, preferí, como medio para propagar mi correctivo mensaje, el lenguaje material de los objetos. Ahorré a mi lengua, confiada a más vibrantes quehaceres, y a mis cuerdas vocales la dura tarea de forzar la convicción o conquistar el respaldo, y repetí durante años, en multitud de enclaves diversos de la vasta y polvorienta Judea, los mismos gestos, los mismos signos, idéntica simulada actuación. Ennoia colaboraba conmigo y nos repartíamos las reiterativas tareas. Disponía sobre una tabla de madera de grandes proporciones, acarreada de una aldea a otra, de una ciudad a otra, a lomos de acémila, y alzada sobre cuatro patas como un emblemático animal inmóvil, siete hileras de once recipientes de opaca arcilla cada una, setenta y siete cuencos o vasijas fabricados ex profeso por artesanos locales. Ennoia, a mi lado, envuelta en una túnica de gasa transparente, acunaba en sus brazos una cántara enorme y porosa, rebosante de agua fresca recién recogida de un regato cercano o de una fuente. A una indicación mía, vertía en los recipientes iniciales de cada hilera una cantidad equivalente a la mitad de su contenido, de modo que, si en la primera hilera derramaba el líquido sobre el primer recipiente de la derecha, en la segunda hilera, a otra indicación mía, lo hacía en el primer recipiente de la izquierda, y así alternativamente, sin derramar una gota. Una vez ocupados todos los recipientes iniciales, Ennoia se hacía a un lado, asiendo todavía la cántara contra su cuerpo, y entonces intervenía yo: con inimitable habilidad, desplazando mis manos con agilidad y ligereza imposibles de seguir para el ojo intrigado del espectador, vertía el contenido de cada uno de los recipientes en otro de la misma hilera o de otras contiguas. Con escansiones de pie, señalaba a Ennoia rítmicamente que retornase a derramar agua en los mismos recipientes vaciados por mi frenético trasiego, mientras yo proseguía la traslación del mismo contenido a diferentes recipientes hasta conseguir llenar cada recipiente, sin error ni omisión, con el agua de todos los otros. Ensayos previos habían permitido que Ennoia y yo no nos estorbásemos mutuamente mientras operábamos tales transmutaciones. Ensimismado en el experimento, las más de las veces yo no advertía que, a medida que procedía a llenar y vaciar y otra vez llenar de agua los recipientes, consiguiendo la acelerada circulación fluvial de unos a otros, el lugar se vaciaba a su vez de espectadores, hastiados de esa insensata manipulación de continentes y contenidos que nada significaba para ellos. Nos quedábamos sin público en un abrir y cerrar de ojos. Para los pocos que aún pretendían seguir con interés el fluido curso de nuestra actuación, admirados o simplemente asombrados, en su mayoría débiles mentales o mujeres ociosas y adineradas, ávidas de novedades o de distracción, y a las que a menudo Ennoia, concluida la exótica sesión, encandilaba con sus exuberantes encantos, obteniendo de ellas alojamiento y manutención gratuitos para ambos, al menos mientras duraban los invencibles efectos de la sensual fascinación, y alguna que otra moneda de oro arrojada al suelo en las desabridas despedidas. Para ese escogido auditorio, como decía, señalaba yo, con las manos abiertas en actitud de pródiga donación y teatral énfasis, la tabla sobre la que reposaba la totalidad de los recipientes repletos de un agua que había sido contenida por todos y cada uno de ellos, sin excepción. Al mismo tiempo, Ennoia, sonriente y enigmática, mostraba el intacto contenido de la cántara, en absoluto mermado o disminuido, capaz todavía, en consecuencia, de llenar infinitos recipientes más sin agotar su sustancia. Empresa que, por supuesto, me adelantaba a anunciar, provocando su inmediato agradecimiento, no pretendíamos en absoluto realizar. Muchos aplaudían nuestra embrollada demostración como una bella alegoría de la lluvia o el diluvio, o una especulación sobre el flujo y reflujo de los océanos, o aun como un aviso de desastrosas inundaciones futuras. Nos tomaban por vulgares augures o brujos babilonios. En alguna ocasión infausta, llegué a estrellar la cántara contra el suelo y a volcar la tabla de madera con todo su alusivo contenido, tal era mi furia al verme privado de espectadores. Ni siquiera la tácita promesa de contemplar desnudos los hechiceros senos de Ennoia los retenía…Ennoia, antes Helena y Sofía, Lucrecia y Dalila y María de Magdala, la inmemorial Ennoia, la que ha cantado en todas las encrucijadas, la que ha besado todos los rostros, se aburre ahora sin mí en el lecho: entreabre con picardía los muslos, moldea sus pechos, pellizca sus pezones, saca la lengua, humedece los labios, ensaliva dos de sus dedos, atornilla el índice en la oquedad del ombligo, lo entierra después en la hendidura del sexo y el otro, el corazón, lo hunde en el ano sin presionar, cierra los ojos y contrae los dedos de los pies…Diosa deseante, requiere mi colaboración. Me quiere dentro de ella, presente en todos sus venerables orificios. No opongo resistencia...

¿Morir?¿Resucitar? En los brazos de Ennoia en incontables ocasiones. El tahúr nazareno no puede confesar lo mismo, abiertamente al menos, sin menoscabo de su canónica reputación. Fui enterrado vivo una vez, por propia voluntad. Quería demostrar que no temía a la muerte sino a la sinrazón. Que regresaría a la superficie para contar la patraña que es el infierno. Él lo había hecho y había regresado en olor de multitudes. Yo debía, para negar su enfermiza enseñanza, hacerlo a mi vez, sin miedo ni desesperación. Rechacé, desde el principio, el jactancioso patetismo del martirio: la muerte natural, verosímil, me habría hecho más popular. Preferí afrontar la muerte como una victoria de la conciencia sobre la materia, una comunicación de la inteligencia vivida con toda intensidad por el cuerpo. Si había de sufrir alguna clase de tormento, sería íntegro, completo, en carne y hueso y encéfalo. Descendí a la fosa excavada por los sardónicos sepultureros inmerso en un ataúd de bastos tablones claveteados a conciencia, armado como un arca. Tres días residí en el primigenio seno de la tierra. Tres días se prolongó mi gestación, se demoró mi renacimiento. El primer día: abrí los ojos, sordo, ciego, narcotizado, me sumí en el acre sabor de la arcilla bajo mi lengua, único signo de vida sensitiva a mi alcance. No podía agitar las manos, los pies: me habían atado con sogas. Quise gritar: me habían amordazado. Respiraba por las fosas de la nariz un aire enrarecido, me asfixiaba. Perdí el conocimiento. El segundo día: estaba muerto, o eso creí, dada la rigidez de mis miembros, aún inmovilizados, cuando desperté desnudo y aterido sobre una fría plancha de mármol blanco. Una anciana parecida a Ennoia me atendía: restregaba con un paño empapado en agua la reseca costra de barro adherida a mi piel. Enjugaba y escurría el paño en una crátera de bronce colmada de un agua cristalina no enturbiada por la suciedad ni la impureza. Quise hablarle, preguntarle dónde estaba. No pude abrir la boca: rígidas vendas rodeaban mi cabeza, inmovilizaban mi mandíbula. Posó la palma de su mano sobre mi frente y me estremecí. Su mano olía a vinagre. Sentí un mareante calor en las sienes, una extraña lasitud repentina en todo el cuerpo: otra voluntad usurpaba el control fisiológico de mis glándulas y músculos. No pude retener la inmediata evacuación de mis excrementos ni mucho menos el cuantioso flujo de orina que ya bañaba mi muslo derecho. Avergonzado, visceralmente vacío, experimenté una levedad indefinible, terminal. Duerme, me susurró la anciana. Vamos a renovar tus órganos. Te sentirás mejor. Empezó por arriba. A través de mis párpados todavía entreabiertos, vi cómo su otra mano se acercaba sigilosamente a mi rostro portando un liviano ganchillo metálico prendido de sus ágiles dedos: lo introducía en uno de los orificios de mi nariz y lo impulsaba a lo largo de la fosa y más arriba, perforando el hueso, el tejido, los cartílagos. Accedía al cerebro con suavidad, sin causar molestia ni dolor alguno, como si calara un queso. Me desvanecí. El tercer día: me hallaba de nuevo enclaustrado en el ataúd. Mis extremidades, aun amortecidas por la inmovilidad, me obedecían. Agité las manos, sacudí los pies, abrí y cerré varias veces la boca para bostezar: se mitigó el anquilosamiento de la mandíbula. Yo soy, musité, recobrando el habla: aletargado, reconocí mi voz como si regresara de un largo y penoso viaje. Había un olor nuevo allí dentro, como a desechos de carne cruda, o como el agua de un pozo en que se pudre un perro muerto desde hace días. Oí, al poco, ruido de instrumentos escarbando la tierra: desde la superficie, venían a sacarme al fin de aquel antro putrefacto, se había cumplido el plazo acordado. Me sentí dichoso, aliviado: había superado la decisiva prueba de aquella incierta, desagradable defunción. Ahora creerían en mí. Izaron el ataúd, mucho más ligero, me pareció, lo depositaron en el suelo y descerrajaron apresuradamente los clavos de la tapa. Aún recuerdo el anecdótico estupor de los sepultureros al apartar el lienzo que me envolvía y verme vivo, ileso, vestido con la misma túnica, acartonada ahora, lo veía a la cegadora luz del sol, por la sangre reseca y la tierra apelmazada. Libre de las poderosas ligaduras, al ponerme en pie por vez primera y saludar a los estupefactos circunstantes, me tambaleé como un párvulo desvalido en sus primeros pasos: los amorosos brazos de Ennoia vinieron en mi socorro y me abrazaron con alegría, pública señal de que me reconocía. Era yo y ella lo ratificaba ante todos con esa maternal muestra de ternura y protección. Los otros testigos, en su mayoría sectarios de Pedro y de Pablo, pero también comerciantes y artesanos, sacerdotes y soldados, nos volvieron la espalda y se marcharon en silencio, cabizbajos, decepcionados, de vuelta a sus mezquinas ocupaciones habituales. Habrían preferido desenterrar mi cadáver descompuesto, o la circense aparición de otro cuerpo en lugar del mío. Gavilla de ingenuos aprendices. Esa misma noche, después de lavar y ungir de bálsamos y perfumes cada parte de mi cuerpo y de incinerar mi avejentado ropaje, Ennoia comprobó en todo su espléndido cuerpo el renovado vigor con que había vuelto a la vida de entre los inconcebibles muertos. Le relaté lo sucedido: lo que vi, lo que experimenté, lo que me ocurrió. Lo negó todo. Afirmaba que yo había olvidado al volver a nacer. Al tercer día, me refirió, como estaba pactado, extrajeron el ataúd del seno de la tierra y lo abrieron a golpes, con prisa, alertados por el insoportable hedor. Mi cuerpo había empezado a corromperse: ya lo surcaban las primeras larvas de insecto. Ella lloró delante de la muchedumbre congregada alrededor de la fosa vertiginosa: se rasgó las vestiduras en público, rodó por el suelo lamentando mi muerte hasta que todos se fueron. Se retiró a nuestra choza, sin decir nada a nadie, y durante nueve meses nadie la vio ni ella vio a nadie. Al cabo, dio a luz a un varón al que bautizó con la leche que manaba de sus pechos. Así lo nutrió, cuidó e instruyó a lo largo de treinta años. Esto me contó. Hasta el día de hoy en que Simón despertó creyendo que había resucitado como el doloroso vástago de María, ese otro pupilo del Bautista. No te engañes. Primero resucitarás y después morirás. Yo no envejezco. Tú creces…Me reclama de nuevo. Acudo a ella sin dilación...

¿Ascender al cielo? ¿A cuál de los trescientos sesenta y cinco? ¿O sólo al séptimo? Sabía por malignas confidencias, cuya fuente me está vedado referir sin merecer peores castigos, que el desventurado hijastro del carpintero fue detenido por terribles arcontes mucho antes de arribar, como se proponía, al último cielo o pleroma: a nadie, ni siquiera al llamado rey de los judíos, le está permitido llegar a esa alta morada de vacua plenitud con el hediondo cuerpo a cuestas. Me proponía desmontar esa dañina tergiversación de la única manera posible y lo propagué a los cuatro vientos. Con ese didáctico fin, escalaría en compañía de Ennoia el más encumbrado promontorio del Monte Carmelo, al sur de Nazaret: una terraza propicia y rocosa, alfombrada de floraciones insólitas, desde la que se divisaba el mar a lo lejos y en cuyas horadadas laderas se refugiaba desde antiguo una silvestre y cavernaria comunidad de dementes y eunucos, fervientes devotos del silencio y rastreadores de los secretos de la herbolaria alucinante, exilados de diversas provincias y ciudades en pos de una, a su juicio, más asequible santidad a la intemperie. Numerosos secuaces del nazareno, prosélitos polemistas extenuados por años de pugnas implacables, ansiosos por verme fracasar fácticamente y confirmar así la inexpugnable grandeza de su engreído maestro, nos escoltaban en la distancia, unos a pie y otros a lomos de asnos derrengados, por aquellos torcidos senderos, sin dejarse amedrentar por el olisqueo, las palpaciones parciales, la desnudez sistemática y, en suma, la rijosa intención de los miembros más sociables de la atrabiliaria hermandad de gregarios anacoretas. Yo argumentaba, insuflándonos ánimo en el tortuoso camino cercado de peñascos, que si él había ascendido propulsado por la idea de maldecir para siempre al mundo y ésa era la fuerza que lo mantenía en suspensión ahí arriba, no volvería a bajar, como era lógico, hasta que esa condena inmemorial se revelase infundada y falaz y la tierra se transformara para él en un planeta habitable. Era mi propósito ascender impulsado por la idea contraria: mi reino es este mundo, gobernado por la cíclica felicidad de la materia cambiante y móvil, la eterna plenitud de la renovación y la repetición, el coito, la disgregación y la forma. Mi muerte y mi renacimiento, si me faltaban pruebas, me lo habían demostrado con creces. No llegué, sin embargo, a volar: varias veces, concentrándome en la exactitud de mis argumentos, traté de remontar el vuelo agitando estérilmente los brazos, saltando sobre los pies, levantando sólo nubes de polvo a mi alrededor y el incondicional entusiasmo de dementes y castrados. Nada. En vano me despeñé, enloquecido, presa de la desesperación, por un abrupto barranco vecino, confiando en el empuje del viento como fuerza decisiva para vencer mi desfallecimiento. El suelo me atrajo indefectiblemente: mi caída tuvo la limpidez de un pensamiento que cruza la mente, y también su funesta velocidad. No salí indemne: Ennoia tuvo que entablillarme las dos piernas, había quebrado todos sus huesos. No sabía si volvería a andar alguna vez. ¿Dónde quedaba ahora mi preciada colección de milagros? Mi dramático fracaso desacreditó definitivamente mis pretensiones de desprestigiar al impostor, aliado de la gravedad y de la estima general, esas dos inertes tiranías. Me sumí en tal grado de soledad y abatimiento, sabiéndome además públicamente escarnecido y despreciado, corrían toda clase de rumores e interpretaciones sobre mi truncada ambición, que lamenté cada acto de mi vida, deploré cada fatídico pormenor de mis múltiples vidas. Sólo Ennoia me hizo sentir vivo, durante la larga convalecencia no sólo física sino también anímica, sólo ella alentó mi alicaída perseverancia. Conté con tiempo sobrado para meditar y recapacitar. Arribé a la paradójica conclusión de que, en efecto, me engañaba a mí mismo y estaba, a la vez, en lo cierto. Si el mundo era como yo predicaba, entonces jamás volaría. Era absurdo haber pretendido maridar lo inmaridable, casar contrarios como quien cruza tigres y corderos: ésa había sido mi intención y había fracasado en el empeño. La disyuntiva actual, concluí, se resumía así: o renunciaba a mi idea directriz y la echaba por la borda, como se dice que suelen hacer los codiciosos mercaderes con sus más valiosas mercancías al divisar bajeles piratas en el horizonte, o renunciaba a volar, esto es, a validar mis asertos volando como el otro a través de cielos supernumerarios. Me hallaba atrapado en una trampa retórica que yo mismo, incauto o desprevenido, me había tendido. Conciliar ambas vocaciones quedaba descartado, eran incomposibles: la pluralidad del mundo toleraba la conflictiva existencia de opuestos, pero excluía la amenaza de su perversa combinación, a riesgo de desaparecer. Por tanto, la autenticidad de mi afirmación solar desmentía mi voluntad de volar: mi intenso deseo de volar contradecía la veracidad de mi propugnado credo. El otro, comprendí, permanecía suspendido del cielo merced a la falsedad de esos planteamientos que todos, sin embargo, creían ciertos por haberlos verificado un milagro de esa categoría. Yo, por mi parte, permanecía anclado en tierra porque lo que declaraba era una verdad absoluta, pero nadie me creía al no haberla podido confirmar volando delante de todos, acreditando así la solidez de mis fundamentos. La aérea coherencia del nazareno, aun basada en un engaño, en un truco de barraca, arruinaba mi certidumbre. El crucificado, despreciando el mundo, condenándolo a la insignificancia, volaba: yo, celebrándolo, no levitaría nunca por encima del suelo. El pueblo siempre lo preferiría a él, su ambiciosa magia le era consanguínea. Así, opté por renunciar a mi teoría. Desde hace años me esfuerzo en negar la consistencia del mundo, renegando y abjurando de todos los apasionados argumentos que sostuve en el pasado. Me he acercado a los seguidores del hijo de María: escuchando sus prédicas me convenzo de que tienen razón. Esta disciplina intelectual, así lo entiendo, me conducirá pronto a volar sobre el mundo, hacia ese cielo prometido y parabólico, alejándome de este otro cielo bienaventurado que es el lecho en que Ennoia me abraza. Ella obstaculiza en gran medida mi propósito. Acaso algún día reconcilie esas dos incompatibles inclinaciones. Por el momento, estudio, reniego de mí y de mis antiguas opiniones y prácticas, y aguardo el milagro…

sábado, 4 de abril de 2009

EL NUEVO REALISMO


Or the way in which, beyond all those discourses about race and gender and “the body,” the only thing that is “transgressive” today is Capital itself, which devours everything without any regard for boundaries, distinctions, or degrees of legitimacy; which “transgresses” the very possibility of “transgression,” because it is always only transgressing itself in order to create still more of itself, devouring not only its own tail but its entire body, in order to achieve even greater levels of monstrosity.

Steven Shaviro


Cut and Roll[1] comienza con unos tipos discutiendo en un bar sobre el principio de una película donde unos tipos discutían en otro bar sobre una canción de Michael Jackson que podría ser de Prince, pero en realidad era de Madonna. Los que discuten van recibiendo nombres estrambóticos (Tarkovski, Tarantino, Prince, etc.) a medida que la discusión se expande hacia otros terrenos y el tiempo se consume. El tiempo de la discusión y el tiempo de vida de cada uno de los contertulios, cada vez más agresivos. Pero no es el tiempo existencial al que estamos habituados. Hay rebobinados y reinicios, alguien parece estar revisando a conciencia una cinta de vídeo grabada por alguna cámara de seguridad. Se produce, de pronto, un confuso tiroteo y todos los tipos mueren acribillados, quizá por defender una idea de la cultura que alguien, seguramente el mismo que manipula el botón de avance y retroceso del vídeo, encontraba trasnochada.

A ojos de un lector superficial, esta deslumbrante secuencia podría pasar por un plagio efectivo de una secuencia similar de Reservoir Dogs, el explosivo debut de Quentin Tarantino, donde los gángsteres discutían sobre una canción de Madonna sentados en una cafetería, si Óscar Gual (Almassora, 1976) no pretendiera avisar desde el principio, con incuestionable ironía, de cuáles son los principios estéticos de su propio debut como novelista. El producto de esta operación de apropiación y parodia es Cut and Roll, una narración truculenta interferida en permanencia por los referentes de la cultura de masas y los protocolos de las nuevas tecnologías, que se estructura como un CD musical con 25 “tracks” (o secciones narrativas) más otros dos “cortes” finales de bonificación que funcionan como epílogos desvirtuados. Y es que Gual, ingeniero informático además de escritor de ficción, ha asumido las convenciones del formato novelístico para someterlas a una reprogramación sistemática al servicio de un nuevo realismo y de una mirada insólita sobre una realidad en mutación expansiva, radicalizando, si es posible, los postulados creativos de Gibson, Ellis, Ballard y Palahniuk, Cronenberg, Lynch y Tarantino, mucho más adecuados que el viejo y podrido realismo (sucio, higiénico, capitalista, socialista, tradicional, ingenuo, sentimental, urbano, proletario, burgués, pequeño-burgués, mágico, neorrealista, especulativo, costumbrista, histórico, qué más da el adjetivo con que decida encubrir sus vergüenzas estéticas...) para dar cuenta de un mundo enteramente reconfigurado, como ya expresara con elocuencia la retórica novelesca del ciberpunk, por la ciencia, la publicidad, el diseño y la tecnología
[2].

Por todo ello la neobarroca historia de este programador informático, Joel, reconvertido en mutilador a sueldo de una misteriosa compañía mafiosa que cobra sus deudas en el cuerpo de sus clientes (que alcanzaron la fama y el éxito gracias a un pacto diabólico hecho con dicha compañía en el pasado), reproduce, en cierto modo, la técnica usada por el autor para construirla: cortar y recortar trozos de realidad y montarlos o enhebrarlos conformando un gran relato seccionado sobre la vida contemporánea. El narrador y protagonista, un psicópata rockero que percibe el mundo como una película o un videojuego de acción, es un monstruo moral entregado como servidor impecable a la racionalidad más extrema, la que distingue con escalpelo acerado partes en el cuerpo y partes en las partes ínfimas y así hasta el infinito, segmentando la realidad con furor clínico, descomponiéndola con manía esquizofrénica hasta disolverla en su propia insustancialidad, la nada como deseo de aniquilación y desaparición. Así mismo, la maquinación perversa de que es víctima este profesional de la amputación, que lo transformará en un eficaz ciborg cada vez más atrapado en los círculos viciosos de su sádica actividad criminal, es una réplica de los procedimientos internos (el engaño, el cálculo y la manipulación) de este singular dispositivo de ficción que es Cut and Roll.

En este sentido, es una prueba de inteligencia narrativa que la enrevesada trama conduzca al encuentro fatal del mutilador esteta con la figura del gran artista hecho a su medida moral: Ecoss, el “bioartista” que sostiene la fusión integral de vida y arte, el sueño estético de las vanguardias históricas, para producir un arte más real que la realidad, una forma suprema de pornografía espectacular. El “bio-arte” de Ecoss, como una snuff movie integral digna de la imaginación más ballardiana, reconoce la belleza escalofriante de un accidente aéreo, una catástrofe natural, un incidente doméstico, una incisión en la carne e incluso un asesinato (como sostuvieron Thomas De Quincey y Baudelaire con indudable ironía antiburguesa en el siglo diecinueve, el siglo de todos los excesos mentales sólo materializados en su totalidad durante el siglo posterior).

Hay dos cosas, por tanto, que no se pueden hacer con esta novela a riesgo de estropear el placer genuino y perturbador que su lectura produce. Una es juzgarla por lo que no es: un repertorio de violencia gratuita y crueldad innecesaria. Otra es considerarla un artefacto que abusa de los artificios narrativos para hilvanar su enrevesada historia. Ambas posiciones, la del moralista hipersensible y la del crítico aristotélico, reciben su merecido en la ficción por partida doble. Un mundo donde las manipulaciones genéticas y las prótesis más experimentales están siendo naturalizadas, como subproductos cotidianos del capitalismo más extremista, no sólo excluiría cualquier moralismo adocenado, por parte del escritor, sin incurrir en prédicas cómplices y vergonzantes con el estado de cosas, sino cualquier concepción tópica o idea prefabricada sobre lo natural.

El resultado, pues, de todas estas operaciones (hiper)estéticas, mutilaciones carnales y sampleos musicales, televisivos y cinematográficos es una novela negra de última generación: una ingeniosa muestra de realismo “transgénico”, un producto de síntesis que perfora el núcleo duro del sistema capitalista como un rayo láser, desnudando con su escáner implacable el cuerpo sin alma del capitalismo más desalmado.

Para no defraudar las expectativas creadas, Gual clausura su primera novela con un recurso pirotécnico de grandilocuente eficacia. Un siglo después de las primeras tentativas futuristas, la ciudad de Venecia, el paradigma decadente de un concepto de la cultura, el arte y la historia, es destruida por la conspiración de Ecoss con el fin de posibilitar el advenimiento del nuevo arte total (a la manera salvaje de V de Vendetta, la novela gráfica tanto como la adaptación cinematográfica, lo que no deja de ser significativo de todo lo que ha acontecido desde que Marinetti profiriera sus programáticos “bramidos” contra el patrimonio cultural y la momificación monumental de Europa). Esta aniquilación urbana representa la extinción de un estilo de vida y una idea tradicional de lo humano, más allá de la cual se sitúa con audacia la estética híbrida de esta ficción precursora de los nuevos tiempos.


[1] Oscar Gual, Cut and Roll, DVD Ediciones, Barcelona, 2008, pág. 345.

[2] El texto reciente que mejor reseña esta mutación sigue siendo “Fear and Loathing in Globalization”, de Fredric Jameson, incluido en el volumen Archaelogies of the Future. The Desire Called Utopia and Other Science Fictions. [Otro libro inédito que empobrece el paisaje intelectual (en) español, esta vez por una razón aún más lamentable: el desprecio a la ciencia ficción, la consideración de este género esencial de la postmodernidad como un género menor, de consumo exigente pero minoritario, desplazado en los gustos del público mayoritario, al parecer, por las aberraciones interminables de la fantasy más desbocada hacia los territorios de la puerilidad moralizante y el imperialismo medieval, con los epígonos de los epígonos de Tolkien, Lewis, etc. cabalgando hacia el horizonte crepuscular cual adalides de una regresión al pasado más anacrónico. Como se ve, desde los tiempos del infumable Michael Ende y demás secuaces de la cosa junguiana aplicada a la narrativa infantil, la degradación del panorama ha sido imparable.]