sábado, 23 de abril de 2016

EL QUIJOTE A TRAVÉS DEL ESPEJO


27 prosistas, tantos como letras del alfabeto español, se enfrentan al mayor desafío creativo de sus vidas. Impedir que El Quijote se convierta en letra muerta tras los exangües festejos del centenario de la Segunda parte (1615) y Miguel de Cervantes, su autor eficiente, en una momia literaria en el mismo año del cuarto centenario de su muerte (1616). Para reanimarlos de algún modo y sacarlos de su atonía de siglos no dudarán en someterlos a una violenta terapia de choque. Este es el deslumbrante resultado de tal empresa: El Quijote a través del espejo, una obra sin precursores, a pesar de Borges y de Menard, y sin continuadores posibles. Como sabía Shakespeare, como adivinó Carroll, tal vez…


Extracto del prólogo

En principio, Cervantes es para mí una herencia inconsciente. Todos contamos anécdotas personales sobre nuestra filiación cervantina. La mía, desde la infancia, contiene a un abuelo manchego (trasplantado a Madrid muy joven) que recitaba de memoria capítulos enteros del Quijote como si fuera su Biblia regional. Con todo, cuando leí la novela completa por primera vez, no estaba preparado para la conmoción mental que iba a causarme. Sin exagerar, considero que esa lectura adolescente constituyó una experiencia fundamental en mi vida (las relecturas posteriores, totales o parciales, no hicieron sino confirmarme esa perturbadora impresión inicial).
Se nos olvida con facilidad, un hábito de la “mala educación” recibida, que Cervantes es, además del cronista cómico de un tiempo histórico extenuado, el primer escritor plenamente consciente de la singularidad específica de las formas narrativas y que el Quijote (especialmente su portentosa Segunda parte, de 1615) es el gran experimento novelístico de la literatura universal, un sofisticado artefacto de ficción tan innovador como la imprenta misma (artilugio del que este libro capital, por cierto, supo extraer un inmenso beneficio creativo). Por traducirlo a la jerga de moda: Cervantes, siendo un artista tecnológicamente al día, se comporta en las dos partes del Quijote como el máximo DJ narrativo de su época, un hacker de ideas, formatos y estilos y un remezclador genial de muestrarios literarios descatalogados o sin inventariar todavía.
En este sentido, la herencia del Quijote es antigua y caduca en no pocos aspectos desde la perspectiva de lo que se puede escribir y, sobre todo, publicar en la actualidad, e inexplicable el entusiasmo aparente de tantos escritores contemporáneos que asisten al centenario cervantino y a la publicación de libros conmemorativos cuando en su literatura no es posible detectar la menor influencia de Cervantes…


lunes, 18 de abril de 2016

DETECTIVE EN BABIA


[Richard Brautigan, Un detective en Babilonia, Blackie Books, trad.: Kosián Masoliver, 2015, págs. 198]

Esta divertida novela se ambienta en 1942, la era de esplendor de la ficción detectivesca y las revistas con portadas sensacionalistas e historias pulp. Si Hammett fue el campeón del género en la década anterior, desde 1939 la novela negra tiene un nuevo nombre dorado, Raymond Chandler y su gran creación, el detective Philip Marlowe.
Al revés de Spade o Marlowe, C. Card es un detective arruinado. No puede permitirse alquilar una pequeña oficina, ni pagar a una secretaria ni la renta del piso destartalado donde reside. Card es el detective más calamitoso de la historia, pero no a la manera desmitificadora del Marlowe de El largo adiós, la irónica y cervantina versión de Robert Altman, sino en el desenfadado estilo hippy de Brautigan. Un pirado perseguido por la mala suerte desde la infancia. Su madre, invirtiendo el cliché edípico, lo acusa todo el tiempo de haber matado a su padre en un absurdo accidente freudiano.
Otro accidente, esta vez en un campo de béisbol, procura a Card una oportunidad para enderezar su vida al menos en la imaginación. Tras recibir un pelotazo en la cabeza cuando aspiraba a ser fichado como jugador de beisbol, una parte de su cerebro comienza a maquinar un mundo alternativo llamado “Babilonia” donde se refugia desde entonces cada vez que tiene ocasión. Como él mismo dice: “El mundo es un lugar muy extraño. No es sorprendente que pase tanto tiempo soñando con Babilonia. Es más seguro”.
Para completar el retrato, Card combatió con el bando republicano en la guerra civil española, donde se autolesionó en una maniobra antiheroica que le impide presumir de su gesta. Además, ha sido considerado inútil para luchar contra los nazis y los japoneses en la segunda guerra mundial en curso.
La trama comienza en San Francisco la mañana del 2 de enero de 1942 cuando Card se dispone a recibir un misterioso encargo que no puede rechazar a pesar de que no tiene una pistola cargada, ni dinero para comprar balas.
Buena parte de la novela se consume contando cómo Card, un nefelibata que cada tanto se encuentra en Babilonia fantaseando con otras vidas más gratificantes, consigue estar preparado para entrevistarse con su enigmática cliente. Una rubia de grandes atributos chandlerianos, despampanante y millonaria, una mujer fatal cuyo origen vulgar (como en Adiós, muñeca) se delata por su increíble afición a ingerir litros de cerveza sin tener que evacuarla enseguida. Por si fuera poco, la acompaña un gorila de cuello grueso que ejerce de chófer y guardaespaldas. El disparatado encargo consiste en robar el hermoso cadáver de una prostituta recién asesinada custodiado en la comisaría de policía de la ciudad a cambio de mil dólares. 
A medida que la novela avanza se hace más delirante, con el ingenuo Card soñando con extraer de este encargo corrupto una suma de dinero suficiente para poder financiar su negocio detectivesco mientras otros delincuentes le disputan el cuerpo de la víctima por encargo de la misma rubia cervecera.
Cuando al final la madre, a la que Card se pasa toda la novela deseando llamar por teléfono sin conseguirlo, aparece en el cementerio donde estaba citado con la peligrosa cliente y su aún más peligroso protector y le obliga, ante la tumba paterna, a pedirle perdón por causarle la muerte, las carcajadas cómplices del lector ratifican el designio libertario de la parodia de Brautigan. Ese espíritu inconformista que siete años después se liberaría de cualquier atadura terrenal para volar a las nubes a las que pertenecía, como Card, por destino y vocación. 

lunes, 11 de abril de 2016

EXTRAÑO MUNDO CORRUPTO



Se ha dicho que Raymond Chandler repetía esquemas, personajes y situaciones. Hay quien lo ha achacado a la falta de imaginación del autor de El sueño eterno y Adiós, muñeca, quizá junto con El largo adiós su trío de obras maestras absolutas. Y hay quien ha sabido entender que la carencia de originalidad en la construcción de las tramas o la composición de sus elementos era intencionada, más una respuesta estética a las condiciones de vida bajo el capitalismo, como supo entender Robert Altman en su maravillosa perversión fílmica (The Long Goodbye; 1973) con la complicidad de Elliott Gould, el Marlowe más Marlowe de todos los actores que han encarnado al carismático detective, que una claudicación a las exigencias banales de la industria editorial…

[Raymond Chandler, El largo adiós, Debolsillo, trad.: Justo E. Vasco, 2015, págs. 448]

“El crimen no es la enfermedad, es un síntoma…El crimen organizado no es más que el reverso sucio de la fuerza del dólar.”

-R. Chandler, El largo adiós-

            La agonía creativa de escribir esta novela magistral podría quizá emparentarse con la agonía somática de una mujer, Cissy, esposa y cómplice de Raymond Chandler en todos sus crímenes literarios, desde el momento dramático en que se le diagnostica una enfermedad terminal hasta el desenlace doloroso, ya publicada la novela, en que muere. La sombra melancólica de la muerte de la mujer amada convierte a El largo adiós (1953) no solo en una de las grandes novelas policiales de todos los tiempos (como declara Ricardo Piglia en el espléndido epílogo a esta edición, extraído de El último lector), sino en un insuperable documento sobre la lucha cuerpo a cuerpo de un escritor consagrado por realizar su obra contra todos los obstáculos, existenciales o culturales, que trataron de impedírselo.
Según declaró en una carta, Chandler había comenzado a escribir la novela en tercera persona y, en una fase intermedia de su redacción, percibió que perdía interés en el protagonista, el detective privado Philip Marlowe, y decidió reescribir la novela íntegramente en primera persona, como en casos anteriores, eliminando un puñado de escenas focalizadas en personajes secundarios. Fue en ese instante decisivo cuando se dio cuenta de que entre él y Marlowe, entre el escritor y el personaje perdedor, existía un vínculo indesligable del que había tratado de escapar en vano.
Como el detective Marlowe, moviéndose con astucia en una realidad peligrosa dominada por los crímenes mafiosos y los vicios policiales, el capitalismo de los grandes negocios y las grandes corporaciones, las familias adineradas y sus escabrosas vidas privadas, así el escritor Chandler, combatiendo en solitario con los recursos del género detectivesco para imponer al mundo cierta nobleza ética mediante un formato narrativo tan impuro como el pulp, un modo de ficción demasiado comprometido con el régimen de explotación de la cultura de masas.
Fue el crítico Fredric Jameson quien destacó la ingeniosa estrategia de Chandler al elegir el discurso de la novela negra para dirigirse al grueso de los lectores adictos a la acción y no al pensamiento. Con agudeza balzaquiana, Chandler supo transformar el territorio urbano de Los Ángeles en un fértil laboratorio narrativo donde se experimentaran las derivas extremas de la sociedad norteamericana, logrando infiltrar en la mente del lector ávido de misterios una representación diáfana de las miserias modernas de esa gran ciudad “sórdida, guarra y retorcida”.
En el fondo, la ambigua amistad del detective desengañado Philip Marlowe y el veterano de guerra y enigmático gigoló Terry Lennox, eje transversal de la enrevesada trama de El largo adiós, es otra trampa ficcional diseñada para lectores ingenuos. Manipulando ese afecto viril con inteligencia maquiavélica y combinándolo con la excitante presencia de un trío espectacular de mujeres fatales (las hermanas Sylvia y Linda, hijas del magnate de la prensa Harlan Potter, y Eileen Wade, esposa del escritor superventas Roger Wade), Chandler logra que el siniestro mundo habitado por los perversos personajes y sus destructivas relaciones de odio y deseo, hipocresía y depravación, envidia y codicia, poder y fragilidad, contenga un retrato crítico tan efectivo como en una novela realista y una denuncia social tan devastadora como en una sátira marxista de la época.
Como el lúcido Chandler escribiría sobre El largo adiós a su editora reticente: “No me preocupa si el misterio es muy obvio, me preocupa la gente, este extraño mundo corrupto donde vivimos, y cómo cualquier hombre que trata de ser honesto parece, al final, o bien un sentimental o bien totalmente necio”.
Esta es la filosofía moral de Chandler (una ética para perdedores con dignidad y clase, como Marlowe) y El largo adiós su consumación novelesca.

lunes, 4 de abril de 2016

SIGNOS DE DUCHAMP


 [François Olislaeger, Marcel Duchamp, Turner, 2015, págs. 80]

El yo de Marcel Duchamp es el de un jugador. Jugador de ajedrez, jugador del arte, el lenguaje y la vida, jugador del erotismo, el sexo y las mujeres. Duchamp entendió la vida como una partida de ajedrez del yo contra el mundo: una estrategia lúdica para que el yo sobreviviera a la gravedad con que el mundo suele aplastar el deseo de los individuos. Esquivar las obligaciones del amor, el matrimonio, la familia, la guerra, el patriotismo, la economía y el trabajo, de la amistad incluso, fue el fin último de todos los juegos y jugadas que este grandioso artista desplegó sobre el tablero de la vida y del arte hasta su muerte en 1968.
La muerte, en efecto, podría parecer la única realidad frente a la que la disciplina del juego fracasaría fatalmente. Pero para Duchamp la jugada definitiva consistía en no tomarse nada en serio, oponiendo al insidioso principio de realidad una sonrisa o una burla para neutralizar su poder. Así, su epitafio reza con humor incomparable: “Por otra parte, son siempre los otros los que mueren”.
Este maravilloso libro del dibujante y novelista gráfico François Olislaeger (Lieja, 1978) es una inteligente respuesta a la figura de un artista como Duchamp que decía que vivir era su arte preferido. Duchamp defendía la idea de que, tanto en el arte como en la vida, no hay problema porque no hay solución. El arte no es una solución al problema de la vida porque la vida no es un problema. Y la vida no es un problema porque el arte no es una solución. Silogismo duchampiano de una lógica inapelable.
El anómalo dispositivo del libro se mueve dentro de esa lógica patafísica y su diseño en acordeón lo hace extensible y reversible al mismo tiempo. Podemos leerlo pasando las páginas de manera lineal o desplegarlo como una extensa superficie de papel y, al llegar a la última viñeta, darle la vuelta y proseguir la lectura del libro en el anverso hasta completar el círculo que nos devuelve al principio, permitiendo reiniciar la lectura, hacia adelante o hacia atrás, desde el final, estableciendo una contigüidad narrativa entre ambos extremos.
A Duchamp le fascinaba la visión del eterno retorno de Nietzsche, aunque sin la grandilocuencia profética y la metafísica del filósofo, y también el concepto científico de la repetición infinita. Y es muy hermosa y acertada la idea de encerrar la vida y el pensamiento del artista Duchamp en un círculo vicioso: un bucle enredado, un ciclo que gira tantas veces sobre sí mismo como quiera el lector, imitando la rueda de bicicleta sobre un taburete o los discos ópticos cuya rotación incesante obsesionaba a Duchamp, revelando en cada vuelta nuevas conexiones entre obra y vida, creación, pensamiento y anecdotario existencial.
El subtítulo aclara el designio singular de esta biografía gráfica: “un juego entre mí y yo”. Un juego mental y un diálogo esquizofrénico entre las dos máscaras del ego duchampiano: la del jugador y la del jugado, el Duchamp que habla y el que vive, el que piensa y opina y el que está más allá del lenguaje y los conceptos. Como todos los jugadores de palabras, Duchamp sentía aversión por los usos lingüísticos convencionales y buscaba en las combinaciones fonéticas otra huida de los determinismos del sentido. Mediante las manipulaciones de los objetos, las imágenes y las palabras Duchamp alcanzaba esa poesía que era la única verdad de la vida para él.
Marcel Duchamp es mucho más que una novela gráfica sobre Duchamp: un objeto de arte duchampiano.