domingo, 21 de agosto de 2011

ESPAÑA UTERODOXA (REDUX)

Tras estas últimas jornadas de cultivo inmaculado del espíritu, merced a la ciencia infusa de los doctores angélicos, parece el momento idóneo para evocar sin complejos la truculenta historia del gran útero alquímico nacional/nacionalista. La retorta de nuestros males pasados y presentes.

A Julián Ríos, que concibió, gestó y dio a luz el palabro;
A Luis Buñuel, inquisidor insuperable de todos los inquisidores y todas las inquisiciones;
Y a Raúl Ruiz, uno de los más inventivos cineastas de la historia, que murió ayer y que fue quien me habló por primera vez del teólogo Bartolomé de Carranza.
[La imagen, en honor de Ruiz, procede de una de sus grandes películas, La hipótesis del cuadro robado. Estaré el martes en su funeral en París y, a mi vuelta, con algo más de tiempo, tendré ocasión de rememorar mis encuentros con él.]

“El doctor sutil en pardo hábito franciscano, haciendo latintinear la medalla de latón con la inscripción scottolatina Deus Solus, impartiendo con ella la bendición: «My lightmotiv: Deus Solus! Dios es Luz, por eso pudo penetrar, qué sutileza, sin romperlo ni mancharlo, en el cristalútero impoluto de la Virgen.»”.
Julián Ríos, Larva. Babel de una noche de San Juan.

En España, todo lo que no es heterodoxia es plagio. No otra cosa viene a decir nuestra historia tradicional: la desviación y la disidencia se han pagado siempre con la vida o con algo peor. Ningún país ha producido más heterodoxos en la medida en que ningún país ha hecho coincidir más el ser nacional con la ortodoxia religiosa. Como decía el gran inquisidor Marcelino Menéndez Pelayo en su admirable mamotreto Historia de los heterodoxos españoles: “la lengua de Castilla no se forjó para decir herejías”. La lengua de Castilla era casta y virginal, antes que nada, y además, como la reina castiza, católica o muy católica.
La España histórica hubiera necesitado de un Michel Foucault mesetario que estudiara la primera nación del mundo que funcionó durante siglos como un manicomio estatal (invento español, por cierto), una clínica mental desdoblada en cárcel o campo de concentración militar (idea nacional también, concebida por el general Weyler en Cuba) donde el brazo armado de la Iglesia doblegaba al hereje o al insumiso religioso hasta obligarlo a comulgar de rodillas con las ruedas de molino doctrinales de la teología y el catecismo. El furor ortodoxo, inscrito a fuego en las “señas de identidad” españolas, capaz incluso de poner orden católico en el santo desmadre vaticano, se aplicó con más saña todavía a reprimir y eliminar drásticamente a su igualmente furioso antagonista nacional, el hombre y la mujer “infames”, de vida o pensamiento discordantes. No es casual, en este sentido, que Menéndez Pelayo decidiera clausurar el proyecto de su enciclopédico estudio coincidiendo con la aprobación de la Constitución de 1876, donde se reconocía de una vez la tolerancia religiosa y se acababa con siglos de persecución y uniformidad inquisitorial.
Nuestra historia herética no tuvo, pues, un cronista crítico pero tuvimos lo que nos merecíamos, un gran taxonomista de la infamia nacional, un coleccionista maníaco y obsesivo de raras mariposas del espíritu y otras aves ibéricas de vuelo solitario, enemigas del alma gregaria española, un decimonónico erudito racionalista elevado a la enésima potencia católica. Todas las herejías españolas lo fueron, en opinión de Menéndez Pelayo, por proceder del extranjero, esto es, porque procedían a extranjerizarnos, a alienarnos del suelo nativo, colonizado por teorías alienígenas. Irónicamente, para el gran Pelayo no solo todas las ideas extraviadas provenían del espacio exterior a nuestras fronteras naturales sino que también, como en el caso del quietista Miguel de Molinos, cabría achacar su éxito a la perversa propensión de los europeos a dejarse embaucar por cualquier discurso militante desviado de la doctrina teológica romana. Estos discursos heréticos que en la “península hispánica” (Pelayo dixit) no merecían otro trato que el desprecio, la burla o el rechazo, hallaban en tierra extraña, en cambio, incomprensible aplauso y respeto intelectual (convición refutada, por cierto, por el extraño caso de Miguel Servet, doble agente de la herejía, peligroso por igual para católicos y protestantes, reducido a cenizas en Ginebra por las hoscas huestes de Calvino por ser autor de “una máquina de guerra” (Pelayo dixit) de destrucción del cristianismo).
La movida herética había comenzado mucho antes, según el historiador cántabro, alrededor del siglo cuarto de nuestra era, coincidiendo con la instalación en esta concurrida plaza pública de los primeros gnósticos, llamados “agapetas”, aficionados al culto orgiástico nocturno y otros excesos carnales y espirituales. También los practicaron, con vocación insana, sus sucesores los “priscilianistas”, secuaces del insigne Prisciliano, un gran provocador mesiánico que revolucionó la Galicia céltica y apacible de entonces y la convirtió, hasta la implacable intervención del poder eclesiástico, en un burdel sacramental donde hombres y mujeres oficiaban sin distinción, inspirados por los gestos del heresiarca, en toda clase de liturgias transgresoras y obscenas.
Pero esto fue solo el principio. A partir de entonces, por estas tierras bulliciosas iba a desfilar durante siglos una gran parada carnavalesca de locos y bufones, excéntricos y parias, freaks y lunáticos de toda procedencia y formación, haciendo burla de los mandamientos de la ortodoxia fosilizada, practicando lecturas analfabetas o tendenciosas de la Biblia, interpretando los preceptos eclesiásticos caprichosamente, o insinuando deliquios indecentes y goces mundanos donde se imponía el rigor, el ascetismo y la abstinencia, y recibiendo a cambio (en cuerpo y alma, como está mandado) su severa ración de encarcelamientos, torturas, juicios, apaleamientos y apedreamientos, autos de fe reales o en efigie, expulsiones, etc., escenificando entre todos una esperpéntica comedia humana reescrita a lo divino (como muestra con elocuente humor La vía láctea, la genial parodia de Buñuel) donde cada parte tenía su asignado papel en el conflictivo escenario nacional.
Sin embargo, la reversibilidad de ambas posturas enfrentadas la representa mejor que ningún otro caso el de Bartolomé Carranza de Miranda, una de las máximas figuras de la iglesia española del dieciséis, implacable perseguidor de reformistas y alumbrados (“quemador de sus huesos y de sus libros”, Pelayo dixit), encargado de examinar tratados teológicos y expurgarlos de posibles errores doctrinales, que de la noche a la mañana, por denuncias contra sus Comentarios al Cathecismo Cristiano, se ve denunciado, destituido de la dignidad de arzobispo de Toledo, encarcelado y juzgado por luterano, ideario herético por el que se habría dejado tentar, según sus acusadores, contagiado por sus muchas lecturas del adversario religioso.
Así mismo, la persistencia histórica del gesto inquisitorial la mostraría, sin necesidad de repasar los sórdidos episodios de la dictadura franquista, la práctica clínica del Dr. Antonio Vallejo Nágera, responsable durante la guerra civil de los servicios psiquiátricos del ejército de Franco, que se dedicó en manicomios y cárceles españolas a someter a toda clase de experimentos eugenésicos a los anarquistas y comunistas detenidos (con singular encono misógino en las reclusas republicanas) con objeto de probar que su herejía ideológica y su conducta antisocial tenían causas patológicas, secuelas de taras genéticas o malformaciones cerebrales.
No obstante, la herejía genuina en la que incurrieron durante siglos los habitantes de esta tierra áspera y mestiza fue la de no sentirse españoles sino, como sentenció Américo Castro, “gallegos, leoneses, castellanos, navarros, aragoneses o catalanes”. Superada con desdén la cuestión religiosa, la herejía más inteligente en la que se puede incurrir todavía en la España reciclada de los “reinos de taifa” es la de sentirse definitivamente expatriado del concepto de nación. Como proclama sarcástico el inquisidor Menéndez Pelayo ante el apóstata y hereje Blanco “White” en Carajicomedia, la gran novela heterodoxa de Juan Goytisolo, el disidente por excelencia de nuestras letras: “los espíritus rebeldes e inquietos como el suyo seguirán emigrando a Europa y Norteamérica, exactamente igual que en los tiempos felices de las dictaduras”. Acabáramos.

jueves, 18 de agosto de 2011

DARWIN VS. RATZINGER

La historia natural y la historia de la cultura comparten muchos más atributos de los que el humanismo aún imperante les suele otorgar. Es oportuno recordar esto pasado ya el segundo centenario de Darwin, junto con Nietzsche, Marx y Freud, uno de los hombres que más hizo por cambiar la idea errónea que los seres humanos se habían hecho de sí mismos a lo largo de siglos. Con todo, no parece que en el siglo veintiuno, en esta materia como en tantas otras, la mentalidad de las mayorías esté dispuesta a asumir todas las consecuencias. La tiranía de las religiones y los valores tradicionales sigue imponiéndonos una idea falsificada de la realidad y de nuestro papel en ella (y algunos escritores de los de "lanza en astillero y adarga antigua", exhibiendo un fundamentalismo cristiano sólo digno de lástima, fulminan todavía al que se atreve a defender el aborto libre, la eutanasia o la homosexualidad, con argumentos de una lacrimosa moralina que debían reservar para los premios corruptos que se embolsan desde hace años con total impunidad). En un régimen global que se sitúa ya más allá de la biopolítica (modificación de la estructura genética, experimentos transgénicos, diseño genético de la especie, reproducción asistida, clonación, tráfico de embriones, bancos de semen y de óvulos, transexualidad, debates sobre el aborto y la eutanasia, posthumanidad ciborg, etc.), la transvaloración de todos los valores convencionales por la que abogó Nietzsche (quien, por desgracia, no pareció entender a Darwin de otro modo que como un vulgar positivista/materialista/naturalista) pasa hoy más que nunca por la biología y no sólo por la tecnología. O, más bien, por la intersección de ambas (el régimen tecno-fármaco-pornográfico cartografiado por Beatriz Preciado). No es extraño, en este sentido, que el Frankenstein de Mary Shelley sea mucho más relevante para la cultura contemporánea más avanzada que cualquier poema de su marido, el bueno de Percy Bysshe Shelley. Y si no me creen, pregúntenle a Paul, que sabrá darle a esta historia la perspectiva cósmica necesaria…
A Michel Onfray, Steven Shaviro, Richard Dawkins y David Cronenberg
En palabras de Richard Dawkins, el gran continuador del pensamiento de Darwin en la actualidad: “La vida inteligente sobre un planeta alcanza su mayoría de edad cuando resuelve el problema de su propia existencia”. Como asevera Dawkins, con su habitual apasionamiento: “los organismos vivientes han existido sobre la Tierra, sin nunca saber por qué, durante más de tres mil millones de años, antes de que la verdad, al fin, fuese comprendida por uno de ellos”. Este organismo privilegiado no fue otro que el naturalista inglés Charles Darwin (1809-1882), el primer animal en comprender las bases fundamentales de la vida.
La teoría de la evolución elaborada por Darwin, tras veinte años de infatigables investigaciones, proporciona una explicación científica del modo en que ese fenómeno aleatorio llamado vida puede comenzar al nivel más simple, con organismos unicelulares, y desarrollarse hasta producir no sólo al dinosaurio y al "mono" sino al mismo Darwin, el ser vivo que posee la inteligencia o la información suficiente como para dotar de cierto sentido a ese complejo proceso desplegado en el curso de eras interminables. Para empezar, por tanto, esta teoría muestra el asombro de una mente ante su existencia material y, al mismo tiempo, su propia posibilidad de conocimiento, es decir, su potencia para construir una narrativa coherente basada en “hechos reales”, como suele decirse, que abarcan miles de millones de años y todas las formas de vida conocidas o desconocidas. Vista desde esta perspectiva, la teoría evolutiva responde a la necesidad primordial de la inteligencia humana de preguntarse por el origen de todo lo que la rodea como medio de integrarse en el cuadro de una realidad que ella misma ha contribuido a producir con sus meticulosas observaciones.
De ese modo, la personalidad y la vida de Darwin admiten una lectura alegórica del significado global de la existencia humana. Establecer su lugar en un mundo al que pertenece, a pesar de las apariencias, como cualquier otra especie, a medida que va desarrollando la inteligencia (o la razón) y descubriendo en su análisis del mundo objetivo los nuevos fundamentos de su relación con el orden natural (vocación original de la ciencia). El procedimiento racional culminado por Darwin conduce a una paradoja científica de gran alcance cognitivo: el descubrimiento del carácter fortuito de la inteligencia y, de paso, de cualquier forma de vida. Nada puede ser más aleccionador para el espíritu humano, en este sentido, que saberse liberado de cualquier origen y destino divinos, y, además, inscrito sin prerrogativas especiales en el mismo nivel de realidad de los millones de seres con que comparte espacio en este planeta.
No es de extrañar, por tanto, que Darwin no sintiera ningún apego por la medicina ni interés por la teología. La ciencia de curar los males del cuerpo, por su propia limitación intrínseca, y la ciencia fantástica de imaginar una entelequia superior hecha a imagen y semejanza de la vanidad humana, no podían entusiasmar a una inteligencia rigurosa desarrollada en la inagotable fascinación por la multiforme apariencia de la vida. Como Empédocles o Sade, Darwin sintió al principio de sus investigaciones la llamada vocacional de la geología: los movimientos sísmicos y la morfología terrestre le parecían representativos de los atributos generales de la vida material. Fue así, rastreando con metódica curiosidad la constitución de rocas, grietas y estratos, como halló una figura esencial a su pensamiento: los fósiles. Los restos de organismos ya extinguidos hacía milenios. Las pruebas empíricas de que la vida tenía una larga historia, es decir, era producto de los cambios y las metamorfosis tanto como de la diversificación y la acomodación a un medio también cambiante. Como signos palpables de una naturaleza que tantea y se equivoca, el fósil y el monstruo, el residuo de la especie desaparecida y el subproducto de la especie en mutación o transmutación, constituyeron los conceptos nucleares del pensamiento darwiniano. Con un complemento imprescindible: el mecanismo de relevo de unas especies por otras en entornos que siempre resultan hostiles y a los que siempre se adaptan los organismos mejor preparados por una selección basada en el pragmatismo biológico y no en las cualidades inherentes a la especie.
Al señalar que la vida comete errores y puede ser en sí misma un error, Darwin subraya la carencia de finalidad de los procesos naturales. Uno de los aspectos más impresionantes de la teoría evolutiva (y uno de los menos aceptables para la reaccionaria teoría del así llamado "diseño inteligente", los antidarwinianos reciclados de nuestro tiempo) es esta idea de un proceso incontrolado que deleitaba a Darwin con su gratuidad y falta de trascendencia vital. Como dice Jeremy Campbell: “Donde Lamarck se detiene en la razonabilidad y confianza de la naturaleza, Darwin saborea sus excentricidades y desviaciones, incluso por momentos sus ridiculeces. Estaba en busca de lo marginal, de lo que funcionaba mal, para sostener su selección natural...He aquí la quintaesencia del darwinismo. Nada de creación especial, de adaptación perfecta, de sintonía dada entre la mente y el mundo”. En su visión, de un materialismo extremo, lo que garantiza la preservación de la vida no es un principio de ahorro sino de gasto y dilapidación, de derroche y exceso. La vida ha condenado a muchas especies a la extinción, generando otras al mismo tiempo con actos de una prodigalidad envidiable (y ésta es una verdad que el ecologismo institucionalizado, humanista en exceso, también se niega a aceptar). El orden natural se caracteriza así por la catástrofe y la destrucción a escala masiva, sin necesidad de que la especie animal más cruel y desaprensiva (la humana) haga su terrible contribución. Pero también por la creación y multiplicación de seres a un nivel inconcebible para los defensores ideológicos de la así llamada “vida”.
A pesar del tiempo transcurrido desde su formulación, las teorías ilustradas de Darwin sobre la evolución siguen suponiendo una provocación y una burla considerables para las estrechas categorías con que las culturas humanas y, sobre todo, las morales religiosas han tratado de encorsetar el orden natural, amoldándolo a los prejuicios más tradicionales. Por fortuna, las polémicas ideas de Darwin (afinadas hoy por el “neodarwinismo” beligerante de aguerridos seguidores como Dawkins) ponen todos estos tabúes y creencias convencionales en el lugar intelectual que les corresponde: el de la superstición y el engaño, la represión y el miedo, la cobardía y la pereza, auto-replicándose estos "memes" (como el egoísmo narcisista de sus homólogos biológicos, los genes) para garantizar su nefasto dominio sobre nuestros influenciables cerebros.
La revolución de Darwin se funda en esto, precisamente. En explicar por primera vez los procesos elementales de la vida con una inteligencia tan radical y desinhibida como la misma naturaleza de la que pretendía dar cuenta. Y, con ello, entregaría a los humanos, en plena era industrial, el más paradójico de los dones imaginables. La libertad de ser lo que queramos ser, sabiendo que nunca, así recurramos a las tecnologías más sofisticadas para modificarla, podríamos traicionar nuestra naturaleza.

lunes, 1 de agosto de 2011

TEMA DEL TRAIDOR Y DEL HÉROE


El Premio Nobel a Mario Vargas Llosa no va a descubrirnos a estas alturas al maestro peruano. Sus lectores sabemos que el merecido premio de premios se lo han dado al autor de La casa verde y Conversación en la catedral y Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia y el escribidor, entre otras obras maestras de hace tres, cuatro o cinco décadas. El sueño del celta (Alfaguara, 2010) es una obra digna, sin duda, la novela impecable de un gran profesional que ya ha hecho, en sentido creativo, todo lo que tenía que hacer y ahora se dedica a urdir historias interesantes y técnicas infalibles con el fin de ofrecer productos de alta calidad al mercado en el que cree como en un ente benéfico. [Literatura para ciborgs, 6-01-2011]

“¿No era la vida algo absurdo, una representación dramática que de súbito se volvía farsa?”
-M. Vargas Llosa-

Como recordarán los buenos lectores de Borges, hay un relato del maestro argentino titulado así, “Tema del traidor y del héroe”. En él se muestra a un líder irlandés decimonónico convertido en la doble figura de la baraja de la historia: un héroe y un traidor. En Borges, este tema sirve para imponer la autoridad moral de la literatura, ese paradójico lenguaje de la verdad, sobre la más dudosa de la historia, ese discurso plagado de falacias intencionadas. Aunque sus respectivos héroes independentistas difieran en algo esencial, es posible plantear una cierta afinidad entre la visión de Borges y la de Vargas Llosa fundada en su crítica de la veracidad histórica. Si Borges apenas la veía como justo un grado por debajo del mito, la leyenda o la fábula, Vargas postula de nuevo la superioridad de la mentira literaria. En una de las inteligentes reflexiones que sazonan la narración de la tortuosa vida y no menos tortuosa muerte de Roger Casement, Vargas se atreve a cuestionar los presupuestos que fundan la ciencia histórica en estos términos fundamentales: «¿Sería así toda la Historia? ¿La que se aprendía en el colegio? ¿La escrita por los historiadores? Una fabricación más o menos idílica, racional y coherente de lo que en la realidad cruda y dura había sido una caótica y arbitraria mezcla de planes, azares, intrigas, hechos fortuitos, coincidencias, intereses múltiples». 
Partiendo, pues, de una concepción de la historia como elaboración artificial al servicio de intereses no siempre confesables, nacionales o de otra índole, la celebración del poder genérico de la novela para moverse por entre la “caótica y arbitraria” masa de materiales que componen la vida de un hombre, como es el caso, parecería constituir uno de los propósitos de fondo de El sueño del celta. Pero no es posible cuestionar la historia en tanto encuadre racional de los acontecimientos, como se sabe, sin cuestionar a su vez la coherente identidad del sujeto que la protagoniza. Por eso otro de los aspectos interesantes de esta biografía novelada es el modo en que la narración asume desde el principio la idea de multiplicidad subjetiva por un prurito de fidelidad a la compleja y contradictoria personalidad de Roger Casement, uno de los personajes más curiosos de la historia menor del siglo XX: «su vida había sido una contradicción permanente, una sucesión de confusiones y enredos truculentos, donde la verdad de sus intenciones y comportamientos quedaba siempre, por obra del azar o de su propia torpeza, oscurecida, distorsionada, trastocada en mentira».
Con la inteligencia narrativa que le conocemos, Vargas Llosa organiza su novela en tres grandes partes conforme al itinerario geográfico de su controvertido héroe: El Congo, La Amazonía e Irlanda. Con ello, aspira a trazar una cartografía anímica e intelectual del personaje y no sólo de sus aventuras, viajes y estancias. A este fin ayuda la eficaz estructuración alterna de los siete capítulos relacionados, de un modo u otro, con las regiones citadas y los ocho capítulos más introspectivos focalizados en los episodios de su reclusión mientras aguarda la muerte o el indulto en la cárcel londinense de Pentonville.
El despliegue ideológico del personaje no podía ser más novelesco: un irlandés educado en la religión anglicana que asume los valores del imperio británico hasta el punto de viajar al Congo para ayudar a expandirlos y descubrir allí y luego en el Amazonas peruano que bajo la máscara de la superioridad moral de la civilización occidental se oculta la espantosa verdad del colonialismo, la explotación y exterminio de los nativos. “El horror, el horror”, según escribiera Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas certificando la visión pesimista de Casement, a quien el novelista polaco conoció en el Congo belga y quien le sirvió de inspiración para su devastador relato africano sobre la corrupción maléfica del colonizador europeo. La lucha encarnizada del cosmopolita Casement por denunciar las vilezas y crueldades del colonialismo internacional le conduce irónicamente a convertirse en un nacionalista fanático, lo que permite a Vargas Llosa adentrarse con lucidez en el mecanismo mental de dicha ideología, fundada en la identificación ciega con un territorio y una cultura.
Más atractiva resulta, sin embargo, la tortuosa vida sexual del protagonista, caracterizada en contraste con su vida pública como un “coto vedado” no exento de incertidumbres, ambigüedades e imposturas. En el epílogo, zanjando la polémica suscitada por los escandalosos diarios de Casement (titulados, no sin ironía británica, Black Diaries), reconoce Vargas Llosa la tendencia a la fabulación del personaje: «escribió ciertas cosas porque hubiera querido pero no pudo vivirlas». Esta dimensión fantástica que envuelve como un aura malsana sus encuentros homosexuales con vigorosos africanos y algunos mestizos amerindios sirve, por un lado, para ratificar la condición de novelista innato que cualquier individuo posee sobre los hechos de su vida y de los demás, algo inherente al ideario literario del autor, y, de otra, mucho más importante, para expresar en el discurso narrativo el conflicto íntimo que escinde dramáticamente la ética humana en su relación problemática con el mundo. El deseo de Casement por los cuerpos de sus amantes, reales o imaginarios, traduce al lenguaje de los sentidos los ideales de igualdad y fraternidad cifrados en su combate ideológico, aunque también traicione una visión colonial, abusiva o explotadora del otro.