viernes, 19 de marzo de 2021

EL GRAN MERCADO DEL MUNDO


 [Lewis Hyde, El don, Sexto Piso, trad.: Julio Hermoso, 2021, págs. 474]

           Esta cuestión de las relaciones entre el arte y el mundo es tan paradójica como cualquier otro aspecto de la cultura humana. Sin el mundo no existiría el mercado ni tampoco el arte. Si el arte dependiera solo del mercado no sería tal y si el arte no tuviera un espacio donde hacerse público y llegar a sus destinatarios reales, no existiría como arte. Así que todo el problema del arte y el mundo se reduce a esta dialéctica por la que el “logos” y el “eros”, como dice Hyde, esas dos facetas antagónicas del espíritu humano, la más calculadora y organizadora y la más creativa y libre, han de entenderse por fuerza en beneficio de esa inteligencia colectiva que preserva la vida espiritual de la especie.

            Como en el famoso auto sacramental de Calderón (“El gran mercado del mundo”), es ahí donde todo el que tiene algo que compartir con la sociedad debe ofrecerse sin escrúpulos y aceptar de buen grado que la malicia y la inocencia de los otros juzgue la utilidad, belleza, atractivo o seducción de la obra que se les vende. Es una alegoría barroca que no tiene desperdicio.

            Un sentimiento similar debió guiar al poeta Lewis Hyde hace cuarenta años cuando inició su indagación sobre por qué la poesía, de todas las formas de expresión, era la más resistente a los tratos y negocios del gran mercado capitalista. Como dice Margaret Atwood en el estupendo prólogo, no imaginaba Hyde los hallazgos trascendentales que le aguardaban al final de su concienzuda exploración. El ensayo se subtitula, con afán provocador, “El espíritu creativo frente al mercantilismo”.

            Hyde consagra la extensa primera parte del libro (“Una teoría de los dones”) a una revisión rigurosa de las concepciones en torno al valor y la práctica del “don” que la antropología moderna (de Malinowski a Mauss) ha estudiado en culturas indígenas y exóticas. El “don” es entendido como sinónimo de gratuidad y generosidad, esa actividad humana que participa de la exuberancia y no se mueve por interés ni persigue beneficio alguno. Georges Bataille, cuya referencia se echa en falta en ciertas especulaciones de Hyde, hablaba de la “parte maldita” compuesta por ritos y mitos que fortalecen el vínculo comunitario y, al mismo tiempo, comunican la cultura con la naturaleza y el cosmos.

Ese “don” original y genuino es lo que define también el gesto del artista que entrega como dádiva la riqueza interior de su alma al receptor de su arte y cumple así una función esencial para la comunidad a la que pertenece, como pensaba Walt Whitman, a quien Hyde dedica uno de los capítulos más apasionantes del libro. A medida que la sociedad moderna ha permitido que el cálculo egoísta y la contabilidad de las ganancias y costes de los mercaderes dominen la acción humana con sus restricciones mezquinas, el lugar del arte se ha vuelto problemático.

La usura, explicada por Hyde por medio de una figura tan compleja como la del poeta Ezra Pound, es el fundamento de las relaciones económicas desde hace siglos y, por consiguiente, la antagonista más efectiva de la generosidad del artista. Con el segundo empleo, el mecenazgo (económico o político) o el más puro comercialismo, los artistas han hallado una solución provisional, como dice Hyde, al grave problema del sustento material de sus vidas, comprometiendo su talento en ocasiones.

En cualquier caso, este admirable clásico del ensayo americano moderno serviría para fundar eso que Hyde denomina, sintetizando todas sus ideas con ingenio poético, una “economía del espíritu creativo”.

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