Esta cuestión de las relaciones entre el arte y el mundo es tan paradójica como cualquier otro aspecto de la cultura humana. Sin el mundo no existiría el mercado ni tampoco el arte. Si el arte dependiera solo del mercado no sería tal y si el arte no tuviera un espacio donde hacerse público y llegar a sus destinatarios reales, no existiría como arte. Así que todo el problema del arte y el mundo se reduce a esta dialéctica por la que el “logos” y el “eros”, como dice Hyde, esas dos facetas antagónicas del espíritu humano, la más calculadora y organizadora y la más creativa y libre, han de entenderse por fuerza en beneficio de esa inteligencia colectiva que preserva la vida espiritual de la especie.
Como en el famoso auto sacramental
de Calderón (“El gran mercado del mundo”), es ahí donde todo el que tiene algo
que compartir con la sociedad debe ofrecerse sin escrúpulos y aceptar de buen
grado que la malicia y la inocencia de los otros juzgue la utilidad, belleza,
atractivo o seducción de la obra que se les vende. Es una alegoría barroca que
no tiene desperdicio.
Un sentimiento similar debió guiar
al poeta Lewis Hyde hace cuarenta años cuando inició su indagación sobre por
qué la poesía, de todas las formas de expresión, era la más resistente a los
tratos y negocios del gran mercado capitalista. Como dice Margaret Atwood en el
estupendo prólogo, no imaginaba Hyde los hallazgos trascendentales que le aguardaban
al final de su concienzuda exploración. El ensayo se subtitula, con afán
provocador, “El espíritu creativo frente al mercantilismo”.
Hyde consagra la extensa primera
parte del libro (“Una teoría de los dones”) a una revisión rigurosa de las
concepciones en torno al valor y la práctica del “don” que la antropología
moderna (de Malinowski a Mauss) ha estudiado en culturas indígenas y exóticas.
El “don” es entendido como sinónimo de gratuidad y generosidad, esa actividad
humana que participa de la exuberancia y no se mueve por interés ni persigue
beneficio alguno. Georges Bataille, cuya referencia se echa en falta en ciertas
especulaciones de Hyde, hablaba de la “parte maldita” compuesta por ritos y
mitos que fortalecen el vínculo comunitario y, al mismo tiempo, comunican la
cultura con la naturaleza y el cosmos.
Ese “don” original y genuino es lo que define
también el gesto del artista que entrega como dádiva la riqueza interior de su
alma al receptor de su arte y cumple así una función esencial para la comunidad
a la que pertenece, como pensaba Walt Whitman, a quien Hyde dedica uno de los
capítulos más apasionantes del libro. A medida que la sociedad moderna ha
permitido que el cálculo egoísta y la contabilidad de las ganancias y costes de
los mercaderes dominen la acción humana con sus restricciones mezquinas, el
lugar del arte se ha vuelto problemático.
La usura, explicada por Hyde por medio de una
figura tan compleja como la del poeta Ezra Pound, es el fundamento de las
relaciones económicas desde hace siglos y, por consiguiente, la antagonista más
efectiva de la generosidad del artista. Con el segundo empleo, el mecenazgo
(económico o político) o el más puro comercialismo, los artistas han hallado
una solución provisional, como dice Hyde, al grave problema del sustento
material de sus vidas, comprometiendo su talento en ocasiones.
En cualquier caso, este admirable clásico del
ensayo americano moderno serviría para fundar eso que Hyde denomina, sintetizando
todas sus ideas con ingenio poético, una “economía del espíritu creativo”.
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