Pinocho en Venecia, leída en inglés hace veinte años y releída ahora en la excelente versión de Amores, es una
novela tan asombrosa y original que no me extraña la escasa atención que ha
merecido en los medios culturales (si exceptúo a mi querida Laura Fernández,
fan informada e inteligente que supo estar a la altura del desafío y dar la
talla en El Cultural). El palimpsesto de referencias
tramado por la escritura hipertextual de Coover realiza un prodigio estético: la
fusión del gen carnavalesco de Cervantes y Rabelais. La exageración grotesca,
la fantasía libidinal y la truculencia cómica se acoplan como pocas veces en la
historia de la literatura para pervertir, con ironía infinita, los designios morales de toda una cultura…
[Robert Coover, Pinocho
en Venecia, Pálido Fuego, trad.: José Luis Amores, 2015, págs. 403]
Los mitos dan sentido a la vida de la comunidad a
lo largo del tiempo. El problema es que, con el transcurso de los siglos y los
cambios generacionales, los mitos colectivos se vuelven opresivos, formas
muertas que solo sirven para perpetuar valores estériles.
Robert Coover es un fabulador iconoclasta que trabaja
con intensidad sobre todas las modalidades de la ficción en una tentativa
libertaria de destrucción de mitos anticuados, símbolos caducos y creencias despóticas.
El “Pinocho” de Collodi, uno de los clásicos
infantiles más difundidos, es una ficción moral que se pone al servicio de una dudosa
pedagogía del bien. Así lo entendió Coover cuando, recién llegado a Venecia en
1987, comenzó a fantasear con ideas e imágenes donde se mezclaban la historia
original de Pinocho y la adaptación en dibujos animados de Disney con las
trazas de la Venecia invernal donde vivía y su peculiar cultura dialectal. Para
colmo, Coover agregó al cóctel paródico un ingrediente insólito: “La muerte en Venecia” de Thomas Mann.
Con esos materiales, Coover generó el grandioso palimpsesto
rabelesiano de “Pinocho en Venecia”: la tragicómica historia del emérito profesor
Pinenut, más conocido en la infancia como Pinocho, el muñeco mentiroso de nariz
fálica. Tras una exitosa carrera universitaria en América, incluida una
esporádica estancia en un Hollywood delirante, viaja a Venecia para terminar el
último capítulo de la obra maestra que culminará su vida de académico devoto de
la aridez del saber y no de la exuberancia de la vida.
La exuberancia, precisamente, es una de las
categorías estéticas de Coover. La exuberancia estilística e imaginativa. Esa
exuberancia es la de la carne verbalizada. Una forma simbólica de afirmar en la
escritura el poder del Eros y la vitalidad sexual.
El regreso estacional del viejo profesor y su turbulento
reencuentro con amigos y enemigos del pasado posee una dimensión alegórica.
Pinenut viene a morir a Venecia, como el Aschenbach de Mann, pero esa muerte
será mucho más (porno)gráfica y barroca, explotando al límite una hermosa metáfora
literaria. La carne del profesor se corrompe y descompone, desnudando la madera
también carcomida que hay debajo. Esa madera traumática acaba transmutada en un
“libro parlante” que cuenta su historia una y otra vez.
Más allá de la belleza espectacular con que
Coover retrata esta Venecia donde el invierno saturnino de Vivaldi se combina
con el carnaval libertino de Casanova y Baffo, las cómicas marionetas de la
comedia del arte con los desfiles procesionales de la visceral Madona de los
Órganos, la pintura apoteósica de Bellini, Veronese, Tiziano y Tiépolo, el
color turquesa y la compleja historia veneciana, lo que consigue que el libro vibre
de principio a fin es la energía venérea del eterno femenino.
La presencia carismática de múltiples mujeres
que han marcado la ascética existencia de Pinenut con el signo indeleble del
amor: la niña entrañable con que aprende juegos perversos, el Hada Azul que transforma
al muñeco en un niño travieso, en un pasaje memorable, tras usar los miembros
de su cuerpo desarticulado como juguetes sexuales, o lo devora como una feroz ogresa
de cuento de hadas. Y, sobre todo, la tentación sensual del decrépito profesor,
su perdición senil: Bluebell, la estudiante americana, tan bella como vulgar, rubia
de pechos explosivos y comentarios despectivos, en brazos de la que experimenta
la epifanía final.
La revelación dionisíaca de que la única belleza
por la que vale la pena perderse es tan perecedera como los ideales estéticos
con que la cultura pretende enmascarar la desnuda verdad del deseo. La
palpitante exuberancia de la vida.
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