martes, 30 de noviembre de 2021

FELICIDAD

 

 [Aldous Huxley, Un mundo feliz, Debolsillo, trad.: Ramón Hernández, 2021, págs. 255] 

¿Qué es la felicidad? ¿En qué consiste? ¿Qué sería un mundo regido por el más alto ideal de la felicidad? En las páginas finales de esta memorable novela, de lectura obligatoria en el siglo XXI, aparece Mustafá Mond, uno de los líderes de este nuevo mundo enfocado a la felicidad, para explicarle al trío de disidentes que la protagonizan el fundamento esencial del mismo: “La felicidad es un patrón muy duro, especialmente la felicidad de los demás…siempre que las masas alcanzaban el poder político lo que importaba era más la felicidad que la verdad y la belleza”. Huxley comienza a escribir "Un mundo feliz" bajo los alarmantes signos del nazismo, pero también bajo los publicitarios anuncios de la radiante sociedad americana que se erigía en modelo alternativo a la colectivización comunista o fascista.

Es un error leer esta ingeniosa novela sobre un mundo futuro gobernado por élites eugenésicas, tecnologías vanguardistas y una racionalización totalitaria de la vida en sintonía con la intensificación de los placeres más refinados, comparándola con distopías políticas como “Nosotros” (Zamiatin) o “1984” (Orwell). La portentosa inteligencia de Huxley, literaria, filosófica y científica a partes iguales, y su formidable intuición histórica, le permitieron culminar el género utópico bajo los rasgos de una sátira del mundo moderno. Es la modernidad, su ideario y sus energías, sus mecanismos de organización sistemática de la realidad y su ideología o mitología complementaria, lo que Huxley estaría cuestionando con todo lo que hay en ella de fascinante novedad cultural y siniestra prefiguración de un porvenir deshumanizado.

El mundo feliz imaginado por Huxley es personificado por Lenina Crowne, una alta empleada de la factoría de producción de seres humanos, que sintetiza en sus atributos de belleza y atractivo, moda vestimentaria, cuidado corporal, promiscuidad sexual y optimismo mundano, los cambios que la cultura de las primeras décadas del siglo XX estaba decantando en la conducta y mentalidad de las mujeres. Mientras que los antagonistas del sistema, encarnados por Bernard Marx y Helmholtz Watson, representarían una variante tibia y gris de disidencia moral e intelectual, siempre a punto de claudicar ante los indudables encantos del mundo en que viven a disgusto, antes de verse exiliados en una isla remota para mentes privilegiadas incapaces de adaptarse a la vida colectiva. Por no hablar del “salvaje” John, ese ingenuo volteriano, procedente de una reserva india mexicana, que no consigue aceptar la vitalidad desinhibida del mundo novísimo y acaba viviendo en un faro como un sociópata y suicidándose hostigado por el morbo de periodistas y curiosos.

La abolición de la pareja reproductora y la familia nuclear freudiana, junto con la producción científica de seres humanos longevos, como en una factoría de automóviles Ford, gran deidad del tiempo futuro, divididos en castas en función de su utilidad social y laboral y nombrados con las letras del alfabeto griego (Alpha, Beta, Gamma, Épsilon, etc.), son algunos de los componentes de ese mundo revolucionario en el que la promiscuidad sexual es la ley. Pero Huxley, además, emplea la ficción para extremar tecnologías que ya despuntaban entonces como promesas futuristas: el cine sensorial, donde el espectador comparte experiencias nerviosas con los actores de la pantalla; la televisión planetaria; la navegación aérea por el cielo urbano, como en “Metrópolis” (Lang); el control de la farmacología (el “soma”) sobre los estados anímicos de la población; etc.

Más que un régimen político interesado en la represión u opresión de sus súbditos, “Un mundo feliz” anticipa el hedonismo banal de la sociedad de consumo y el espectáculo de masas que surgirían en Occidente tras la segunda guerra mundial. El absoluto acierto de Huxley, más allá de las profecías realizadas o no, consistiría, como dice Adam Roberts, en haber sabido describir una distopía como una utopía materialista. Es por ello un texto de inquietante ambigüedad.

miércoles, 24 de noviembre de 2021

GROUCHO MARX EN LA HABANA

 [Guillermo Cabrera Infante, Tres tristes tigres, Alfaguara, 2021, págs. 512] 

Tres tristes tigres ha cumplido cincuenta y cuatro años y no encuentra aún todos los lectores cómplices que merece la revolución literaria emprendida en el seno de sus neobarrocas páginas. Una revolución total que comienza con el lenguaje y el modo de representar la realidad y termina en la transformación cómica de la actitud del lector ante la vida, la cultura, el sexo y el poder.

Convendría comenzar a leer esta novela extraordinaria no por el final, sino por el revés de la trama, en pos de la presencia oculta entre sus páginas durante años: la mirada aviesa del censor franquista que obliteró zonas erógenas del libro a través de sus incisivos informes y a quien Cabrera Infante consideró siempre un colaborador textual imprescindible. Palabras o frases amputadas que aludían, en especial, a los pechos femeninos, cuya desinhibida omnipresencia perturbaba el sueño casto del censor, o expresaban opiniones irreverentes y obscenas en materias tan peligrosas como la religión, la política o la sexualidad. Leída con los ojos del censor, esta novela realiza un gesto tan insolente para la España franquista como para la Cuba castrista, demostrando la tesis más atrevida del autor: la represión libidinal como fundamento de toda forma de autoritarismo y el humor como arma disolvente contra la fúnebre seriedad de todas las dictaduras, ya sean de izquierdas o de derechas.

Comparada con otras novelas coetáneas, la audacia de Tres tristes tigres no radica solo en la representación sensorial de la sugestiva Habana de 1958, sino también en su innovadora construcción novelística. Cabrera Infante desmontó los planos de esa realidad asimétrica en tantos estratos que su reconstrucción posterior, mezclándolas al ritmo de una prosa musical arrebatadora, no podía sino causar asombro y fascinación. El discurso de Tres tristes tigres involucraba literatura y vida en un mecanismo mimético saboteado por la ironía, la comicidad irrefrenable, los juegos verbales, el ingenio desbocado, los ejercicios de ventriloquía, las parodias profanas y los exorcismos de estilo.

Un error frecuente entre especialistas consiste en insertar esta novela fabulosa en una supuesta tradición cubana, desvinculándola de la corriente carnavalesca de la antigua sátira menipea que llega hasta Joyce, Flann O´Brien o Raymond Queneau, pasando por Rabelais, Cervantes, Sterne, Carroll y Machado de Assis. En este sentido, el gran logro del libro reside en su polifonía narrativa. Exceptuados el “Prólogo” y el “Epílogo”, donde cobran voz el maestro de ceremonias del cabaret Tropicana y una loca en un parque para expresar, respectivamente, la entrada teatral en un mundo de ficciones sociales y una salida a través de la locura de una situación imposible, y “Los debutantes”, donde aparecen vibrantes voces femeninas, los capítulos restantes se organizan, sobre todo, en torno de las voces de sus protagonistas masculinos (Silvestre, Arsenio, Eribó, Códac, Bustrófedon) y los relatos de sus hilarantes andanzas por una Habana que se transfigura en un laberinto lúdico de encuentros y desencuentros carnales.

A menudo se han privilegiado capítulos concretos sobre un todo narrativo que siempre fue percibido como caótico y fragmentario por la crítica más conservadora. Es comprensible que, entre todos los capítulos del libro, la serie “Ella cantaba boleros”, donde se narra la historia truncada de La Estrella, una cantante de cualidades hiperbólicas, deslumbre con su descripción excesiva y sentimental del submundo nocturno de clubes y cabarets. Por otra parte, “La casa de los espejos”, sobre el encuentro en dos tiempos del narrador con una pareja de modelos cubanas cuyo desparpajo verbal solo es superado por su exuberante belleza y artificio cosmético, es uno de los relatos más complejos y técnicamente impecables de cuantos escribiera Cabrera Infante.

Pero Tres tristes tigres no sería una ficción suprema sin esa “Bachata” final que funciona como cuadratura espectacular de la trama caleidoscópica de este irónico remake de La dolce vita felliniana. Un alucinante viaje en coche por La Habana, durante una tarde y una noche que se prolongan hasta el amanecer tropical, de dos amigos (Silvestre y Arsenio) que mantienen uno de los diálogos más digresivos y divertidos de la historia de la literatura, mientras desfilan, interminables, los bares, las amigas, los chistes, las bromas, las confidencias, los recuerdos, las alusiones, con la tristeza y la nostalgia como ruido de fondo de todo el humor desplegado. La tristeza por una juventud cuyo esplendor se desvanece sin remedio y la nostalgia por una ciudad fastuosa que, después de la revolución, nunca volverá a ser la misma.

sábado, 20 de noviembre de 2021

PARADOJAS


 [Publicado en medios de Vocento el martes 16 de noviembre]         

El mundo posterior a la pandemia no ofrece grandes novedades, que me perdonen los politólogos en activo, pero agudiza sus paradojas. Es irónico que sea Vox, de todas las fuerzas políticas del espectro, la que haya activado los mecanismos constitucionales para declarar ilícitos los dos estados de alarma decretados por Sánchez durante la pandemia. Como si Vox personificara la imagen del constitucionalismo más puro en un contexto legal de dimisión generalizada. La palabra fascismo debe usarse con exactitud, sin duda, pero es alarmante que sea una franquicia española de esa ideología la que logre el éxito publicitario de obligar al Tribunal Constitucional a recordarle a Sánchez que una democracia seria no tolera decisiones arbitrarias.

Vox, como otros partidos de la extrema derecha europea, representa el fascismo posmoderno. Lo posmoderno siempre supone una rebaja de nivel en la calidad de los productos y, por tanto, una disminución notable de sus riesgos. Cuando se analiza el cuadro social que ha devuelto vigencia a un programa político amortizado en la historia, no hay más remedio que culpar a los líderes de los últimos cuarenta años. Dirigentes de izquierda y derecha tan desconectados de los problemas reales y las condiciones de vida de la gente que no percibían el grado de alienación de los ciudadanos respecto del sistema democrático.

Ya sea la metapolítica de Vox, las metáforas de Greta Thunberg o el Metaverso del imperio Facebook, todo proyecto que quiere triunfar en el gran mercado de las ideas virales necesita aportar esa dimensión “meta” imprescindible hoy para hacerse multitudinario. Otra vuelta de tuerca, esa es la demanda suprema del consumidor, el espectador o el votante actuales. Las narrativas de izquierda han perdido ese atractivo comercial y sus reivindicaciones más audaces chocan con un muro de indiferencia total.

La democracia es rutinaria y funciona a pesar de sus representantes. Estando Sánchez en la Moncloa, cualquier aberración política es posible, como piensan sus enemigos. Y, sin embargo, lo que estos no tienen en cuenta es que, por mal que lo haga el presidente socialista, es difícil imaginar quién podría ocupar su lugar y hacerlo mejor, antes, durante y después de la pandemia. Y lo mismo pasa con Macron, me temo, pese a la resistencia de la izquierda a sus medidas autoritarias, y con Biden, pese al descrédito popular, y hasta con Johnson y su descontrol. La situación es muy preocupante, ya digo. Plagada de ironías y paradojas.

martes, 16 de noviembre de 2021

KAFKA EN LA HABANA

 

 A pesar de todo lo que conspiró contra ella en vida del escritor, la literatura de Cabrera Infante es siempre una fiesta carnavalesca de parodias y bromas, incluso en libros más autobiográficos como sus póstumos La ninfa inconstante, Cuerpos divinos y Mapa dibujado por un espía (publicado inicialmente en Galaxia Gutenberg; 2013). Este último, en particular, es una odisea tropical en la que Cabrera Infante vuelve a una Ítaca metamorfoseada en Gulag y luego la abandona para siempre no sin antes enfrentarse a los cíclopes y lestrigones del castrismo y dejarse seducir por algunas féminas fascinantes… 

[Guillermo Cabrera Infante, Mapa dibujado por un espía, Debolsillo, 2021, págs. 392] 

La historia de la literatura, según decía Claudio Guillén, está iluminada de principio a fin por el sol de los desterrados. La luz del exilio alumbra el nuevo paisaje encontrado y permite recuperar también el territorio genuino bajo la perspectiva paradójica de la nostalgia y la distancia. Hay tantas clases de exilio como individuos, sin duda. Pero entre los exiliados del siglo XX, pocos escritores han dejado un testimonio crítico y melancólico de su huida del país natal como Guillermo Cabrera Infante, convirtiendo su alejamiento radical de la Cuba castrista en motivo de toda su literatura, tanto para preservar creativamente la memoria originaria como para combatir hasta la extenuación a los culpables de su amargo exilio. Al abandonar la utopía infernal para siempre, Cabrera Infante diseñó, parodiando a su maestro James Joyce, un programa irónico de supervivencia ética y estética: “Insolencia. Exislios. Punning”. O lo que es lo mismo: burlas, provocaciones, irreverencias, parodias y carcajadas.

La situación descrita en esta espléndida crónica de una defección política inevitable no puede ser más novelesca. La muerte súbita de su madre en junio de 1965 obliga al autor, destinado entonces en la embajada cubana en Bruselas como agregado cultural y encargado de negocios, a regresar a la Cuba revolucionaria de la que salió tres años atrás. La visita se prevé breve e intensa. Por razones burocráticas dignas de un Kafka caribeño la odisea se prolonga durante cuatro meses sin disminuir la intensidad de la absurda experiencia. Durante ese interregno vital, Cabrera Infante tendrá ocasión de contemplar con asombro la metamorfosis de su amada ciudad en un fantasma de sí misma, un doble decrépito al que la memoria no logra encontrar ningún parentesco con el original. En unos años, La Habana se ha degradado hasta transformarse en una capital fantasma habitada por zombis menesterosos, como en La invasión de los ladrones de cuerpos. Por borrar los signos del viejo capitalismo colonial se clausuran cabarets y bares, se raciona el alimento hasta extremos tercermundistas, se empobrece la vida cultural y, sobre todo, se establece una red social de vigilancia y delación de conductas y opiniones. Nadie puede criticar el mandato progresivamente totalitario de Castro y su cohorte soviética de comisarios ni, por supuesto, comportarse de un modo que el régimen puritano regido por el máximo cacique considere escandaloso o subversivo.

Cabrera Infante vuelve entonces a su Ítaca tropical a descubrir el error y el horror de la revolución con que colaboró creyendo con ingenuidad en sus valores democráticos. En este regreso temporal al paraíso mítico de los sentidos y la imaginación, una Habana espectacular consumida ahora en la desolación y la incuria, Cabrera no desaprovecha la ocasión de llevarse con él un puñado de recuerdos felices que le servirán para reescribir la maravillosa novela Tres tristes tigres a la luz crepuscular de un mundo que asiste, entre la tragedia y la farsa, a la fastuosa escenificación de su final.

Como en toda su obra, la subtrama erótica, el relato ovidiano de sus amoríos adulterinos, es uno de los alicientes más estimulantes del libro, con el suplemento jugoso de ver al autor enamorarse perdidamente de una joven mestiza habanera (Silvia Rodríguez) que es una réplica rejuvenecida de la madre muerta. Este episodio vagamente edípico, la última tentación del exiliado antes de abandonar Ítaca para siempre, es otra demostración de que, aunque falten el humor, el retruécano y el calambur, los exorcismos de estilo de Cabrera Infante son siempre incisivos y excéntricos. Y todo lo demás es leyenda de la literatura. 

jueves, 11 de noviembre de 2021

UTOPÍA FEMENINA

 

[Joanna Russ, El hombre hembra, Nova, trad.: Maribel Martínez, 2021, págs. 272] 

Larga es la historia literaria de las utopías femeninas. Larga es la historia de este género narrativo que ha expresado como ninguno la inquietud e incomodidad de las mujeres respecto de su papel en la sociedad patriarcal. Desde Margaret Cavendish, la duquesa de Newcastle, en pleno siglo XVII, hasta Ursula Le Guin y Marge Piercy, ya en los años sesenta y setenta, pasando por Mary Bradley, Elizabeth Corbett y Charlotte Perkins Gilman, en el siglo XIX, la ficción especulativa ha sido la forma de escritura preferida para representar mundos alternativos donde la nueva organización social reconociera las virtudes y talentos del género femenino y no disminuyera sus poderes.

Joanna Russ (1937-2011) fue una de las más heterodoxas e inventivas escritoras de esta gran tradición literaria. Una autora que escribió sin complejos desde planteamientos feministas y abiertamente lésbicos, cuestionando de manera radical tanto los vicios y depravación del patriarcado como las simplezas de una crítica biempensante del mismo que no tomara conciencia del grado de complicidad que la milenaria relación de opresión padecida por las mujeres generaba en estas, de manera consciente o inconsciente. De ahí la eficacia de recurrir a la complejidad técnica de la ficción para rehuir los riesgos del panfleto.

Gracias a esta actitud estética de (auto)exigencia y provocación constante, Russ logró escribir El hombre hembra (1975), una novela altamente subversiva y sarcástica sobre la hegemonía patriarcal y sus alternativas y disidencias éticas que preserva hoy, cuando la censura al patriarcado es un lugar común, toda su fuerza narrativa y su pertinencia intelectual. Considerada, además, el gran clásico de la ciencia ficción feminista, la trascendencia de sus postulados y la originalidad de su estilo superan con creces los límites y estrecheces de esa adscripción genérica.

El hombre hembra cuenta en nueve partes las fases creativas de su gestación como libro: los vagidos finales de este, enunciados con la voz de la autora, concluyen la novela con un bucle metaficcional que añade inteligencia e ironía autocrítica al relato. La génesis del libro, sin embargo, la producen la intersección espaciotemporal de las vidas de cuatro mujeres distintas que viven en mundos totalmente incompatibles y el bombardeo sistemático de la linealidad lógica de la historia, rasgo dominante de la ideología patriarcal y la mentalidad masculina.

Las cuatro Jotas, las cuatro protagonistas cuyo nombre comienza con la letra J, son cuatro versiones de la misma mujer existiendo en mundos paralelos: la indecisa Jeannine, una heterosexual paradigmática en sus dudas, tristezas y frustraciones, vive en una ucronía de la Tierra sumida aún en la Depresión económica de los años treinta y donde la segunda guerra mundial no ha tenido lugar; la lesbiana Janet y la asesina Jael provendrían, respectivamente, de una utopía (Whileaway) donde los hombres se habrían extinguido y las mujeres compartirían todo, el sexo y el trabajo, la reproducción y la educación, y de una distopía donde el mundo se dividiría en dos territorios (Manland y Womanland) habitados exclusivamente por cada uno de los sexos en guerra fría y desavenencia permanente; y, finalmente, Joan, avatar de la propia escritora en el universo de la ficción, quien habitaría el planeta Tierra en los años setenta del siglo XX en los que se estaba escribiendo esta fascinante novela.

Como dice el agudo escritor y crítico Adam Roberts, autor de una joya narrativa de la ciencia ficción contemporánea (The Thing Itself), en El hombre hembra los personajes femeninos se deslizan de un mundo a otro con una desenvoltura fantástica y Russ muestra de ese modo a sus lectoras, destinatarias privilegiadas del seductor artefacto, cómo el cambio de las circunstancias sociales comporta una modificación radical del ser de la mujer. 

sábado, 6 de noviembre de 2021

EL AULLIDO DE LOS CORDEROS


 [Publicado en medios de Vocento el martes 2 de noviembre]         

No soy populista, pero en el caso del asesinato del niño Álex prefiero escuchar los sentimientos del pueblo. Si la otra noche los vecinos de Lardero hubieran linchado al monstruo, no me habría escandalizado. La justicia más antigua que conoce la humanidad solo debe ejecutarse en ocasiones excepcionales, dañinas para la comunidad. Como decía Aristóteles, la purga de las pasiones, la liberación de las emociones más violentas, permite a la gente regresar al seno de la vida civil con ánimo sereno y racional. Eso se llama catarsis y se aplica al efecto trágico sobre el público. Qué mayor tragedia que el asesinato de un niño o una niña por un adulto perturbado. Qué peor crimen que la destrucción de una vida apenas iniciada por un sádico incapaz de vivir sin propagar la maldad y el dolor entre sus semejantes.

    Imaginen las circunstancias del espantoso asesinato de la mujer de la inmobiliaria. Proyecten en su mente los detalles atroces del ensañamiento con que la torturó durante un tiempo en que los relojes no se detuvieron y el mundo, como en “Frenesí” de Hitchcock, miró para otro lado. Recreen ahora las vejaciones que infligió a su primera víctima. Observen con estupor lo que le hizo a la niña atada sin alterarse. Le perdonó la vida, sí, pero la condenó a vivir traumatizada. Y ahora el pequeño Álex, colofón de su espeluznante carrera criminal. Se lo llevó engañado al piso para jugar con él al “exorcista”, confundiéndolo con la niña Regan. Y al llegar el momento climático de gozar a solas de su perversión, el demonio descubrió que Álex no era la niña poseída de la película sino un niño disfrazado. Y lo mató para encubrir su terrorífico error.

Es una vergüenza que un psicópata de esta catadura moral estuviera en libertad porque el sistema jurídico español no lo supo tratar como merecía. Hace falta estar ciego para no captar las señales maléficas que el enfermo enviaba como aviso. El mal existe y tiene nuestra misma cara. Y ustedes, señores jueces y policías, fiscales y carceleros, lo ignoran todo sobre él. Como si las películas y series americanas sobre asesinos en serie no les hubieran enseñado nada. Examinen los casos y reconozcan el fallo. Se equivocaron juzgando que la cultura popular era una forma de superstición ancestral cuando, en realidad, es una expresión de sabiduría milenaria. Pobre Álex. Nunca más disfrutará de Halloween. Será otro de los muertos que vienen a recordarnos cada año la deuda contraída con ellos. Una deuda irreparable. 

lunes, 1 de noviembre de 2021

DE QUINCEY


  [Thomas de Quincey, Los últimos días de Immanuel Kant, Firmamento editores, trad.: Julia García Olmedo, 2021, págs. 104]         

Thomas de Quincey (1785-1859) es uno de los prosistas más originales de la literatura inglesa del siglo XIX. Joven bohemio, amigo de poetas románticos como Coleridge y Wordsworth, avanzado posromántico y precursor del estilo y la estética de Borges, como dice Harold Bloom, es autor de unas cuantas biografías excéntricas, como este extraño retrato del filósofo Kant, parodias históricas, libros de rara erudición sobre temas esotéricos y escabrosos, o ensayos sobre el asesinato teñidos de humor negro (Del asesinato considerado como una de las bellas artes; 1827).

Pero De Quincey escribió, sobre todo, una imperecedera obra maestra del estilo como las Confesiones de un opiómano inglés, en su doble versión: la original, de 1821, de escritura más etérea y deslumbrante, donde relata su adicción temprana y perseverante al opio como modo de calmar el infinito dolor de estar vivo y acceder, como buen romántico, a estados mentales de lucidez visionaria; y la revisión definitiva, de 1856, en la que, además de reescribir la primera versión abundando en sus mismas ideas con estilo tan sentencioso como barroco, añadía un suplemento memorable.

En este texto inconcluso (Suspiria de Profundis), De Quincey evocaba con prosa poética su infancia feliz rodeado de una madre viuda y tres hermanas, la terrible muerte de estas y la visión siniestra, inducida por el opio y la desdicha, de las tres diosas de la desgracia humana: “Mater Lachrymarum”, “Mater Suspiriorum” y “Mater Tenebrarum”. Este trío de matriarcas infernales fascinaría a Baudelaire, traductor magnífico de De Quincey (Les paradis artificiels), y luego al cineasta Dario Argento (Suspiria, Inferno, La Terza madre), entre otros.

Este opúsculo sobre Kant (de 1827) demuestra el malicioso talento de De Quincey para el plagio literario y el fisgoneo biográfico. De Quincey organiza en torno a la figura admirada del filósofo especulativo más importante de la historia un palimpsesto narrativo extraído de los numerosos testimonios disponibles de amigos que trataron al maestro de Königsberg (Wasianski, pero también Jachmann, Rink o Borowski) como respuesta a la extrañeza esencial que la personalidad y el pensamiento de Kant suscitaban en él y en sus lectores ingleses.

De Quincey revisa con brevedad la vida anterior de Kant, donde echa en falta la saludable influencia femenina, pero se ceba con singular irreverencia en los días que precedieron a su muerte, dando cuenta puntual de los pormenores intelectuales y fisiológicos de su naufragio. Es posible leer el deleite de De Quincey en las irónicas notas al pie en que comenta los datos proporcionados por sus fuentes, como el bien que le haría el opio al afligido filósofo de la Razón Pura y la Razón Práctica hasta perder el Juicio que había convertido en una de las facultades trascendentales de la inteligencia humana. Cada lapsus verbal, cada distracción, cada caída de la cabeza en el sopor y el sueño, cada pleonasmo senil, cada achaque agónico, son narrados por De Quincey como si registrara los síntomas de la descomposición de un sistema filosófico y no solo el hundimiento de un pensador eminente como Kant, aquejado de graves males que dañaban su cerebro y estómago.

No es solo la degeneración de Kant el asunto fundamental del relato de De Quincey. Con Kant, De Quincey lo sabe, es toda una idea de la cultura y el pensamiento la que perece. El ideario de la Ilustración. Con lo que De Quincey, al final, con su especial sensibilidad para las mutaciones históricas, estaría plasmando la emergencia alegórica del romanticismo. La muerte gagá de Kant, como el filósofo había previsto y Goethe encarnó en plenitud, representaría así el genuino esplendor del Genio romántico.