jueves, 27 de septiembre de 2018

FILOSOFÍA PARA ASTRONAUTAS



 [Peter Sloterdijk, ¿Qué sucedió en el siglo XX?, Siruela, trad.: Isidoro Reguera, 2018, págs. 220]

En el post anterior comentaba el nuevo ensayo de Harari, otra aportación sustantiva de este año. Así como Harari es un historiador y centra sus reflexiones en ofrecer una perspectiva global que abarca desde el paleolítico hasta nuestros tiempos, Sloterdijk es un filósofo de este siglo, tarea más que ardua, dada su indefinición. O lo que es lo mismo, un filósofo que hace suya críticamente toda la tradición filosófica desde Grecia en adelante, con todos sus errores y correctivos, para intentar salvar su prestigio y ponerla al servicio de la comprensión de nuestra época. Y, sin embargo, trata de definir su posición afrontando con lucidez la problemática y turbulenta historia y mentalidad del siglo XX.

“La conciencia del mundo, en cuya formación trabaja la pedagogía de hoy y de mañana, solo puede desarrollarse de facto si la autoridad de la observación excéntrica se vuelve suficientemente fuerte como para poder servir de contrapeso al egocentrismo de los intereses locales”.

-Peter Sloterdijk, ¿Qué sucedió en el siglo XX?, p. 119-


Este no es un libro para todo el mundo. Es un libro, más bien, para todos y para nadie, como decía Nietzsche, maestro para lo bueno y para lo malo, es un decir, de ese sofisticado pensador en escena y fuera de escena que es Peter Sloterdijk. Un libro, por tanto, pensado para todos nosotros, los habitantes de un tiempo desahuciado en que la historia no acaba de morir, aunque percibamos multitud de signos de su ocaso. Por desgracia, las postrimerías y los espasmos agónicos pueden ser peores que todo lo que antecedió. Es un libro que educa, desde luego, la visión global que deberíamos tener los “astronautas” de la nave espacial Tierra. No es una broma ni un disparate. Este es uno de los hilos fundamentales de la trama urdida por Sloterdijk como una alfombra para exponer en el mercado a todas las pisadas, ya sean las de los cortesanos de zapatos limpios, los filósofos descalzos o los viajeros de calzado polvoriento.
Inspirándose en las tesis contraculturales del arquitecto Buckminster Fuller, Sloterdijk propone a lo largo del libro la fascinante idea de que la única forma de abordar la globalización sin temor ni temblor es adoptando el punto de vista de los astronautas que habitan una plataforma espacial desde la que observan a diario la inmensidad del cosmos y la esfericidad accidentada del planeta azul. De ese modo, Sloterdijk sostiene la deslocalización de la mirada, la ubicuidad de la experiencia individual y la posición excéntrica como nuevos vehículos de autoridad en un mundo que se ha vuelto global, desde la era oceánica de las grandes navegaciones y descubrimientos hasta hoy, sin dejar de ser local. En ese innovador mapa de la realidad participan todos los puntos terrestres, sin distinción, como lugares diversos de la experiencia singular del tiempo y el espacio, y todos los ángulos ingrávidos del punto de vista superior, como ideal platónico realizado gracias a la mediación de la técnica.
Esta perspectiva casi divina, la observación excéntrica, es la que adopta Sloterdijk para otro de los propósitos centrales de su magnífico ensayo. No ya explorar los desafíos del futuro sino dilucidar los aciertos y desaciertos del pasado. El admirable capítulo que da título al libro contiene uno de los análisis más lúcidos que se puede leer sobre lo que realmente ocurrió en el siglo XX, más allá del anecdotario historiográfico o los clichés periodísticos. El “apocalipsis de lo real”, es decir, el momento crítico de la historia en que, ejecutando en gran parte el programa puesto en marcha durante los dos siglos anteriores, la civilización occidental y las culturas asociadas emprendieron con fuerza inusitada la negación radical de la metafísica y las verdades morales de la religión.
A partir de esta paradójica voluntad de realismo, se plantean los problemas ligados al poder, la política, la energía, el control de masas migratorias, la demografía, la ecología, los cambios climáticos y las tecnologías comunicativas y cibernéticas. Las catastróficas consecuencias de todo ello las conocemos de sobra. El siglo XX fue un gigantesco crematorio ideológico que puso el contador de la humanidad a cero. El trabajo de tabla rasa fue sistemático y aún no ha concluido. Como diagnostica Sloterdijk, cabe esperar que la mitad del siglo XXI se consuma en las mismas guerras culturales y los mismos desastres humanitarios y medioambientales del siglo pasado.
Leer este libro de Sloterdijk se convierte así en un medio de anticipar ese tiempo en que las secuelas de la “voluntad de poder” hayan desaparecido del escenario y podamos sentir y comprender, realmente, que vivimos como astronautas en una nave espacial llamada Tierra que debemos cuidar a conciencia, así como garantizar la buena vida de todos sus ocupantes.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

ANIMALES



[J. M. Coetzee, Siete cuentos morales, El Hilo de Ariadna/Random House, trad.: Elena Marengo, 2018, págs. 128]


   [Reseñando en 2005 su primera novela tras la concesión del premio Nobel, “Hombre lento”, escribí lo siguiente: Confieso que he sido refractario durante mucho tiempo a la literatura de Coetzee. Me parecía el típico escritor recomendado como modelo de seriedad por los suplementos culturales al uso y los escritores y críticos de gusto menos fiable. Finalmente, voces autorizadas, casi siempre extranjeras, me convencieron de la necesidad de leerlo. Aún recuerdo a Guy Scarpetta amonestándome amistosamente: “Usted debe leer «Desgracia»”. No podía decirle que no a uno de los grandes expertos en novela contemporánea y leí enseguida esa deslumbrante novela, una de las mejores de su autor y una de las obras maestras de la narrativa mundial de las últimas décadas, exploración alegórica de la experiencia traumática sudafricana. Y después «Esperando a los bárbaros», otra obra maestra, que hace palidecer a «El corazón de las tinieblas» de Conrad…El arte de la novela según Coetzee: estilo lacónico y elíptico, humor sardónico, un sentido tragicómico de la existencia despojado del aspecto religioso de toda tragedia y del aspecto vulgar de toda comedia, una determinación moral de llegar al fondo de todas las situaciones, por violentas, desagradables o equívocas que sean, y, finalmente, una firme inclinación por el dilema ético abordado al modo novelesco. En este sentido, acaso sea Coetzee el primer novelista de la historia fascinado con el bien, con la idea y la posibilidad del bien, con la problemática, no exenta de ambigüedad moral, derivada de ese compromiso decidido con el bien…]

Estamos viviendo una época muy interesante en este aspecto y este nuevo libro de Coetzee no hace sino contribuir a clarificar algunas de las cuestiones en juego, además de aportar, como siempre, una dosis de lucidez intelectual y sensibilidad anímica que también necesitamos para pensar con acierto. Si debemos redefinir nuestra idea del animal y nuestras relaciones con los animales es porque debemos también redefinir nuestra idea de lo humano y la cultura que le ha servido de respaldo durante milenios. No es solo un problema ecológico, científico, zoológico o ético, es mucho más que eso. Así como los humanos hemos reaprendido a comprender el papel de los sexos en el mundo social, o la importancia de la infancia, o la significación de las emociones y no solo del intelecto, como contribución a nuestra comprensión científica de la naturaleza necesitamos repensar la cuestión animal. Los humanos necesitamos repensar nuestros deberes hacia los seres con los que compartimos el mundo desde los orígenes de la vida.
Todas estas cuestiones y argumentos afloran en la mente del lector mientras lee este admirable libro de Coetzee donde reaparece uno de los personajes estelares de su literatura. La inefable Elizabeth Costello, representante inconformista y escandalosa del bien moral, que protagonizó la gran novela homónima de 2003 y que ha visto, desde entonces, cómo la cuestión animal se transformaba en motivo prioritario de las reflexiones políticas que se hacen sobre el tema con pertinencia y perspicacia crecientes. [A comienzos de este mismo año Errata Naturae publicaba un estupendo libro (Zoópolis, una revolución animalista, escrito a dúo por los filósofos canadienses Sue Donaldson y Will Kymlicka) dedicado a la cuestión de los derechos de los animales que no tiene desperdicio, suscribamos o no al pie de la letra todas sus tesis y planteamientos. Y el filósofo alemán Peter Sloterdijk aborda también en su nuevo libro (¿Qué sucedió en el siglo XX?; Siruela, 2018) la cuestión del maltrato y el exterminio animal realizado por los humanos.]
En el cuento final de la serie, “El matadero de cristal”, cuando afronta ya la presencia de la muerte con nobleza ejemplar, Costello convence a su hijo John de que revise los documentos que ha escrito en los últimos años. Entre estos textos existe uno dedicado al filósofo Heidegger y sus tribulaciones sexuales con Hannah Arendt, su incomprensión del animal y de la faceta animal que lo anima a copular con la joven estudiante judía sin entender del todo, como razona Costello, si siente que la superioridad del animal reside en vivir sin conciencia y la inferioridad del humano en no poder abandonar la racionalidad y abandonarse del todo a la experiencia del instinto, o viceversa. Es irónica esta asociación del cuestionamiento del pensamiento humanista de Heidegger, consumación de una idea limitada o ambigua de lo humano, y la evocación cruenta del holocausto animal realizado en factorías donde el criterio productivo y comercial trata a los animales como desechos.


Como se ve, este no es un simple libro de cuentos. Si presta atención a los signos, quizá el lector repare en que la única pieza que no tiene como protagonista a una anciana anónima (“El perro”, “Vanidad”) o a la vieja Costello (“Una mujer que envejece”, “La anciana y los gatos”, “Mentiras” y “El matadero de cristal”) es el titulado escuetamente “Una historia”. Y esta historia, desnuda de retórica y de ornamentos, es la historia de la desnudez radiante de una mujer adulta que está casada y tiene un amante al que visita con regularidad y con el que experimenta un placer pletórico y sensual que, sin embargo, no pone en riesgo su matrimonio ni su condición de madre feliz de una niña. Es un cuento de los que Costello está escribiendo en esa época crepuscular de su vida, como confiesa a sus hijos en “Una mujer que envejece” antes de contarles otra historia (in)moral sobre el hombre que usa los servicios de una joven prostituta para relajarse en la víspera de una importante entrevista de trabajo y acaba descubriendo que es secretaria en la empresa que lo contrata y, además, hija de uno de sus compañeros.
          Otro aspecto fundamental que envuelve la recepción de este libro es el rechazo a la idea anglosajona del mundo que el inglés globalizado está imponiendo como pensamiento único y que Coetzee ha denostado en innumerables entrevistas. Esta idea del autor, por si alguien dudaba de la sintonía entre ambos, queda refrendada por las palabras de Costello cuando recrimina a su hijo por esa manera de pensar que ve la vida “como una sucesión de problemas que el intelecto debe resolver”.
Como en novelas anteriores, Coetzee juega con el arte literario no ya con la madurez profesional, sino con la libertad inédita que confiere a todo creador el reconocimiento universal. Así, “Siete cuentos morales” funciona como secuela apenas disfrazada de “Elizabeth Costello”: una novela testamentaria sobre los últimos espasmos de vida de la protagonista, sus últimos actos de resistencia y sus valientes decisiones finales. Fragmentos narrativos donde la estética realista se somete a la ética más exigente.

lunes, 17 de septiembre de 2018

FANTASÍA



[Publicado en medios de Vocento el martes 11 de septiembre]

Cataluña tiene un marrón muy gordo. Desmontar un simulacro es más costoso que montarlo. Y no realizarlo tan nefasto como prometerlo. Los “fistros carolistas” son un escollo aún más peligroso que los “fistros felipistas”. Y que no se entienda este homenaje al cómico Chiquito como un guiño de la Andalucía sociata de los ERE a la Cataluña convergente del tres por ciento. Intento inyectar humor en un tema fúnebre. El problema español, no obstante, es el más grave de todos. Un síntoma de debilidad nacional. Cómo ha permitido el Estado que se construya en sus dominios una fantasía nacionalista de ese calibre. Los responsables del desaguisado debieron creer, con buena fe democrática, que los símbolos, la lengua y las festividades del terruño eran solo vistosa decoración folclórica para el cortijo nororiental. Qué ingenuos.
Se conmemora hoy una efeméride fantasma que no alertó a los líderes de la Transición cuando fue legalizada. Nadie imaginó entonces que esa semilla maldita, regada año tras año con espuma del Penedés y abonada con pagos corruptos, iba a producir esta jungla monstruosa de esteladas y lazos amarillos. No hace falta saquear la Wikipedia para entender qué festejan con tanto bullicio callejero como victimismo político. No es la defenestración de Rajoy, no, sino la caída de Barcelona en 1714 durante la Guerra de Sucesión, ese “juego de tronos” a la española. Por intereses espurios, los catalanes tomaron partido activo por los austriacos, dinastía retrógrada, contra la monarquía borbónica, más moderna. Tres siglos después, los catalanes “ostracistas”, tan cabezones como su líder bicéfalo, siguen celebrando el error como si la derrota reaccionaria fuera una hazaña heroica. Ironía infinita de la historia.
Torra es un pésimo actor, dentro y fuera del escenario. Y no porque no crea en su papel, sino porque se lo cree en exceso. Para que nadie dude de su vocación mesiánica, organiza en el Teatro Nacional de Cataluña una pantomima siniestra en la que predica ante sus fieles un sinfín de falsas bienaventuranzas. Torra es un megalómano y se cree Martin Luther King. Hay que tener la cara tan dura como un pedrusco de Montserrat para atreverse a comparar a los privilegiados contribuyentes de la república catalana de Ikea con los oprimidos afroamericanos. Antes era capaz de reírme a carcajadas con las bromas de la novísima hornada de cómicos independentistas. Pero ahora se han vuelto unos pesados. Sus disparates ya no tienen gracia. Sus monólogos son monsergas de iluminados. Sus apariciones televisivas, chistes para zombis. Y sus manifestaciones, para qué mentir, espectáculos de una cursilería inaguantable. Cataluña no sería mejor sin España, es un infundio, pero el deseo de separarse está haciendo peor a Cataluña. Europa mira para otro lado. A este paso, la Diada se convertirá en la celebración de una derrota real. Y esta vez perderemos todos.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

AUTOPSIA DE DAVID FOSTER WALLACE



“Y si algo no ha cambiado es la razón por la que escriben los escritores que no lo hacen por dinero: lo hacen porque es arte, y el arte es sentido, y el sentido es poder”.

-David Foster Wallace, En cuerpo y en lo otro, pág. 78-


   La muerte de David Foster Wallace el 12 de septiembre de 2008 me afectó de un modo que nunca creí posible con la muerte de un escritor admirado. Nadie me ha hecho sentir nunca nada parecido. Nadie que no fuera un familiar cercano o un amigo, se entiende. Eso es lo más extraño. ¿Qué había en la muerte de Wallace que tanto me impresionaba? ¿El modo brutal de desaparecer? ¿El nudo letal escogido para poner fin a una vida repleta de nudos? ¿El ahorcamiento horrible? ¿La soledad extrema del cuerpo al dar el salto definitivo para encontrarse con el vacío que lo obsesionaba desde siempre? Todo eso y mucho más, como suele decirse.
El cadáver de Wallace colgando del techo de su casa californiana es una imagen demasiado potente incluso hoy, 10 años después del acontecimiento. El cadáver bamboleante de Wallace, una de las mentes literarias más brillantes de su tiempo, un auténtico superdotado del pensamiento y la dicción, ha ocupado con su sombra traumática la trastienda de la literatura norteamericana durante esta última década, del mismo modo que antes lo hiciera con su presencia descomunal. Wallace era el gran cartógrafo de la desquiciada conciencia postmoderna en la fase histórica de su hipertrofia tecnocrática. Y vivió en su vida, sin poder evitarlo, las mismas contradicciones de las que acusaba a la cultura a la que pertenecía. Si pudiéramos verlo como una especie de mártir irónico, disfuncional y desengañado, todo el mundo comprendería por qué su literatura fue más sintomática que pasajera. Mucho menos de moda de lo que han querido creer sus detractores más superfluos. La narrativa de Wallace funciona, también, como una traumatología mental del horror cotidiano. La vida en la sociedad del consumo corporativo tuvo en él, desde su primera novela, a su más agudo cronista. Hasta ahí, nada nuevo que añadir al dossier Wallace.
“El mundo es todo lo que ocurre”, escribió Wittgenstein, y esta proposición con la que se abría el Tractatus, que Wallace consideraba una de las “frases de apertura más bellas de la literatura occidental”, bien puede encerrar en su concisión dramática y su aparente impersonalidad todo lo que rodea la muerte del escritor David Foster Wallace y todo lo que se puede decir sobre ella para conmemorarla sin ceder a la tristeza o la melancolía. Esa muerte supone, en cierta forma, un juicio a la literatura en nuestro tiempo. Un fracaso del intento de escapar a un determinismo fatídico. Un terrible símbolo del destino del escritor creativo en una sociedad entregada al cultivo sistemático de lo espectacular y lo divertido, el entretenimiento y la banalidad. La tragedia impresa en el imaginario de una era dominada por el espíritu de la comedia, la amnesia histórica y la tabla rasa cultural. Pero eso no puede ser todo. El cadáver de Wallace, colgando como el grotesco ahorcado de Villon sobre nuestras cabezas durante una década, nos recuerda también la trascendencia de la vida y la irrelevancia del arte, o viceversa, la extraña trascendencia del arte y la irrelevancia de la vida. El peso del creador singular oponiéndose contra la ley de la gravedad de un mundo que ya no lo necesita para realizar sus fines, no al menos en ese estado de ansiedad, verborrea y clarividencia…

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lunes, 10 de septiembre de 2018

MELODRAMA GÓTICO



[Gillian Flynn, Heridas abiertas, Reservoir Books, trad.: Ana Alcaina, 2018 (2006), págs 312]

Termina la serie “Heridas abiertas” y nadie que haya leído la novela de Gillian Flynn en que se basa puede engañarse sobre el truculento desenlace. No es un misterio criminal convencional el que se resuelve entre sus páginas sino un enigma sexual de los llamados primordiales.
Ya en esta primera novela, un melodrama freudiano sobre los peligros del mimetismo femenino ambientado en un escenario católico, sureño y marginal, Flynn parece empeñada en demostrar que hombres y mujeres son iguales en todo: el amor y el sexo, el trabajo y el crimen, los sentimientos y las psicopatías. El corrupto submundo matriarcal donde ingresa la periodista Camille Preaker, narradora y protagonista, al regresar a su pueblo natal y al decadente caserón familiar de su infancia es un nido de pasiones soterradas y malignidad delicuescente presidido por el poder de la odiosa Adora: una abeja reina que transforma en zángano a cualquier macho que se le acerca y en monstruo (auto)destructivo a cualquier niña que se deje seducir por sus mimos venenosos y ardides de bruja. Los rituales madre-hija, practicados de generación en generación hasta la degeneración, inducen patologías que solo se conjuran mediante el crimen y la crueldad.
A Flynn le atraen estas máscaras femeninas de una turbiedad inconmensurable. Y la niña Amma es una de sus criaturas más carismáticas: una Lolita diabólica que personifica la irracionalidad y el sadismo infantil. Una adolescente depredadora predispuesta al mal. El instinto animal domina sus inicuas acciones de diosa consentida. Es un personaje tan fascinante como ambiguo y se percibe el placer morboso de la narradora al observar sus actitudes y estados corporales: merodeando por el pueblo montada sobre patines en compañía de una pandilla de niñatas asesinas, exhibiendo minifalda, muslos y pechos, o vestida con su camisón rosa, jugando en el dormitorio con la casa de muñecas para ser de nuevo la niña de su mamá. Pero Camille no le va a la zaga a su provocadora y maligna hermanastra. Camille porta inscritos a cuchilladas en la piel, como tatuajes del dolor y la pena, los estigmas de cada uno de sus traumas sexuales o familiares, como un entramado lacerante de signos y síntomas que duplica la trama del relato infernal que escribe en primera persona, como un combate contra sí misma, sus demonios, aversiones y fantasmas.


La prosa estilizada y categórica de Flynn posee cualidades especiales, dignas de Poe, Cain, Chandler, Highsmith, Rendell o Ellroy, cuando se regodea en la maldad y la abyección sin caer nunca en la sordidez. Así, tras describir con naturalismo escalofriante la macabra factoría de carne porcina que alimenta y sustenta al pueblo, los efectos demoledores de esta manera de narrar con crudeza se transmiten enseguida a las vidas íntimas de los personajes. La reina madre, las hijas enfermas y el espíritu perverso que las anima a perseverar en el mal y la culpa. El demonio genuino que inspira los horrores y las aberraciones, mentales y físicas, en que viven inmersas.
Como ha dicho Laura Bogart, perceptiva crítica americana, vivimos en una época donde se nos urge a producir discursos positivos sobre las mujeres. En este contexto cultural, necesitamos también que la rabia reprimida de la mujer pueda iluminar visiones más complejas de la realidad. Para evitar críticas morales, Flynn ha elegido el sendero creativo del género policial, donde puede aguzar los clichés como puñales y afilar las rutinas narrativas como bisturíes. La novelista Flynn ejerce como forense del alma y el cuerpo (para ella son lo mismo) de las mujeres de ayer y de hoy. Y de lo que otra Camille, Camille Paglia, llamaría su fuerza ctónica.

viernes, 7 de septiembre de 2018

MEA CULPA



[Publicado en medios de Vocento el martes 28 de agosto]

Con porras y policías torturadores es muy fácil gobernar. Cualquiera lo haría usando la dialéctica de los puños y las pistolas que predicaba el fundador de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, convertido ahora, por decreto, en una víctima más de la Guerra Civil. Mientras Sánchez amenaza con expoliar el sepulcro del dictador, a los bocazas de la derecha mediática les ha dado por contar maravillas sobre la era franquista. Estas recreaciones de la mente nostálgica son falacias. Como la mujer maltratada, el pueblo que sufre violencia y represión acaba agachando la cabeza y resignándose a su inicuo destino, pero no adorando a su verdugo.
Cuando la momia de Franco salga de la tumba no caerá sobre nosotros ninguna maldición, esta tuvieron que soportarla los españoles treinta y seis años, pero tampoco ninguna bendición eficiente, como las que imparte sin cesar el papa Francisco para conjurar el espíritu pederasta que carcome los pilares de su Iglesia. Franco saldrá de nuestras vidas, al fin, y entrará en la historia como un muerto más, transformando el feo santuario de Cuelgamuros en un parque temático consagrado a la fraternidad nacional y su efigie, por qué no, en una máscara de Halloween con la que asustar a los incautos durante la noche de difuntos. Como Hitler o Stalin, Franco es otra de las figuras terroríficas del siglo XX. La personificación local del ejercicio totalitario del poder en nombre de una causa infame. A Franco tampoco le tembló el pulso cuando se trató de exterminar a la población que no comulgaba con el triste ideario nacional-católico. Que la conferencia episcopal no se inmute con la exhumación no es un signo de cobardía, como creen los meapilas de la derecha mediática, sino de culpabilidad y bochorno. Fue la Iglesia, mucho más que el pálido remedo falangista, quien sostuvo al dictador en su trono y potestad desde el inicio de la guerra hasta el fin de sus días.
El pacto de la transición ata lenguas y manos, pero este lío del desahucio de los desechos del dictador ha revelado, acaso sin querer, que en España había muchos más franquistas durmiendo la siesta de los que los sociólogos habían detectado con sus radares ultrasónicos. El decretazo de Sánchez ha servido para destapar esa trama oculta de apologetas del régimen autoritario. Han salido del armario donde llevaban encerrados cuatro décadas, oliendo a cadaverina y a ropa rancia, y ya no importa si Sánchez abusa de la ley para robarle votos a Podemos, limpiar la imagen inquisitorial de España o encubrir sus vicios caseros. Cada país tiene su vergüenza y su dignidad. La política inteligente desactiva una mientras reactiva la otra. Sánchez ha hecho muy bien. Decreto al canto. Para que los nostálgicos se atraganten a pleno sol. Y pa´lante, que ya vamos tarde.

lunes, 3 de septiembre de 2018

V. NABOKOV (y 2): CÁMARA LÚCIDA



[Vladimir Nabokov, Risa en la oscuridad, Anagrama, trad.: Javier Calzada, 2018, págs. 241]

      Entre 1932 y 1933 una revista rusa publicó en París, por entregas, la novela “Cámara oscura” de Vladimir Sirin. En 1933 se publica como libro ruso en Berlín. En 1936 se traduce torpemente al inglés y la firma Vladimir Nabokoff-Sirin. Y en 1938 fue reescrita en inglés por su autor, que ahora firmaba Vladimir Nabokov, asumiendo sin complejos el nombre de su padre muerto, y modificando los nombres de los personajes, además de aspectos relevantes de la trama y el título: “Cámara oscura” se releía ahora como “Risa en la oscuridad”.
            En español, “Cámara oscura” se publicó en febrero de 1951 con el nombre de autor de Wladimir Nabokov-Sirin en la editorial barcelonesa Luis de Caralt, sin tener en cuenta la reescritura de Nabokov, a pesar de los trece años transcurridos desde 1938 (mientras escribo estas líneas tengo delante de mí un desgastado ejemplar de esta edición, herencia paterna, y me resulta altamente irónico que se publicara en una colección de dicha editorial llamada “Colección Gigante”). En Francia, en cambio, llegó a publicarse a finales de los treinta una extraña amalgama de ambas versiones, donde se respetaba el texto original mientras se cambiaban los nombres de los personajes, incorporando los de la versión en inglés más reciente, hasta que en los años noventa se publicó al fin “Risa en la oscuridad” como una nueva novela de Nabokov. Anagrama la publicó aquí como tal en 2000 y, desde entonces hasta ahora, la ha reeditado cuatro veces en bolsillo (2001, 2008, 2011 y 2018). La “Cámara oscura” española está descatalogada desde hace mucho tiempo y solo es posible encontrarla hoy en librerías de viejo o en sus equivalentes en internet.
             Pero si uno maneja ambas novelas, no puede sino realizar una lectura en palimpsesto de una obra que se oculta bajo la otra, o aparece cuando menos se la espera para recordarnos lo que el autor desautorizó para la posteridad, recusando invenciones genuinas, relegándolas al olvido y la invisibilidad, condenándolas a permanecer latentes si los ojos curiosos del lector no las rescataran en el espejo turbio de la versión primigenia. Las permutas nominales o ficcionales, sin embargo, logran transmutar una ingeniosa novela juvenil en una obra maestra. Este aspecto de la novela no es baladí ya que para Nabokov el paso de una novela a la otra supuso un cambio de lengua y un cambio de vida: del Berlín de entreguerras donde el nazismo se iba haciendo tan preponderante que le obligó a exiliarse de nuevo, al París y la Francia anteriores a la ocupación. Dejando de lado los aspectos autobiográficos que le obligaron también a revisar la primeriza versión original, como ciertos peligrosos flirteos de Nabokov con alguna emigrada prestigiosa, lo que es evidente es que mediante la reescritura de “Cámara oscura”, justo antes de escribir y publicar su primera novela en inglés (“La verdadera vida de Sebastian Knight”; 1941), Nabokov cerraría una puerta de su pasado y abriría una nueva que lo llevaría a Estados Unidos, donde se convertiría en el escritor admirable que todos conocemos desde “Lolita” en adelante.
“Risa en la oscuridad”, reeditada ahora, es una inquietante parábola sobre la visión y el conocimiento, la luz de la inteligencia que penetra en la cámara oscura de la mente humana y la ceguera y estupidez emocional del corazón y otros órganos, construida como un melodrama de adulterio y engaño picaresco que acaba trágicamente para su protagonista, como anuncia el narrador omnisciente en las sinópticas líneas iniciales. La historia de amor y muerte del rico esteta Albert Albinus y la joven seductora Margot Peters está hecha con las luces y sombras que se proyectan en una pared desnuda generando con sus trucos y artificios una extraña ilusión de vida. El cine es fundamental en la trama. En la oscuridad de un cine se conocen los amantes, él como espectador casual y ella como acomodadora accidental. El cine alecciona la ambición creativa de Albinus. Y el cine y sus fantasías nutren la cabeza de la vanidosa Margot hasta que se estrella queriendo ser una estrella de la pantalla que la rechaza con la misma fuerza con la que ella, como actriz fracasada, abraza a su cínico amor, el dibujante y vividor Axel Rex.
El cine determina a su vez la doble estrategia novelesca de Nabokov. Al tiempo que satiriza la excesiva influencia social del cine, el poder de este arte para apoderarse y corromper la imaginación e ingenuidad de los espectadores, antes, durante y después de la proyección, Nabokov se apropia con maestría de sus técnicas de montaje más efectivas, confiriendo a la narración un ritmo elíptico y sincopado que agiliza la transición entre sus episodios principales. Entre otros muchos ejemplos, las escenas simétricas cuando Albinus, loco de deseo, antes de devenir su amante, busca en vano el cuerpo sensual de Margot por toda la casa familiar y fantasea con su presencia furtiva y cuando, ya ciego, vuelve al mismo lugar decidido a matarla, solo podrían ser concebidas por una mente literaria impregnada de los recursos cinemáticos que renovarían la forma narrativa en el siglo XX.
La oscuridad y la risa son metáforas que orientaron la reescritura nabokoviana. La oscuridad romántica de las pasiones humanas, con el amor ciego a la cabeza, así como el melodrama de la ceguera y la muerte. Y la risa de la inteligencia y la maldad: la ironía estética del novelista, regada con generosas dosis de crueldad cervantina, y el sarcasmo del artista impostor que se burla de los deseos sexuales y pretensiones elitistas de Albinus. Este pícaro Axel Rex es uno de los canallas más brillantes de la galería de infames conspiradores que saturan las grandes ficciones de Nabokov para torturar la inocencia innata de personajes y lectores.
En cualquier caso, el salto cuántico dado por Nabokov a partir de “Lolita”, al incorporar su creativo sentido de la ficción al mundo norteamericano, demuestra que las novelas rusas o berlinesas, por excelentes que sean, fueron solo un campo de exploración inicial, una exigente preparación para uno de los más grandes acontecimientos literarios de la segunda mitad del siglo XX.