miércoles, 24 de diciembre de 2008

MELVILLE O LAS AMBIGÜEDADES

[En estas fechas donde las tradiciones más caducas campan por sus respetos, no se me ocurre mejor antídoto que reciclar la imagen de un clásico devolviéndolo a su actualidad más intempestiva. Por otra parte, Herman Melville se encuentra entre mis escritores favoritos de cualquier época.]


El fantasma de Herman Melville (1819-1891) que se alza de esta espléndida biografía[*] como una imagen obsesiva y ambiciosa contiene suficientes dosis de ambigüedad como para hacer del escritor neoyorquino un personaje de alguna de sus insuperables novelas. Las máscaras dramáticas que Melville fue utilizando en sus escasos años de creatividad narrativa (en realidad, como dice Delbanco, dedicaría "sólo doce de sus setenta y dos años de vida", entre 1845 y 1857, a la producción de las obras de prosa que le han dado fama póstuma) le sirvieron para exorcizar todos los demonios que colonizaban su torturado ego. El joven ingenuo fascinado por la vida salvaje de sus primeros viajes y libros, con el canibalismo y la poligamia como trasfondo a un tiempo tentador y cruel (Taipí y Omú); el demócrata irónico atraído por el reverso tenebroso de América, esto es, el puritanismo y el fanatismo maniqueos, fundamentos del imperialismo militar y comercial de su país, sin olvidar el racismo y su perverso correlato, la esclavitud (Moby Dick, Benito Cereno y Billy Budd, el marinero); o el aventurero, real y espiritual, forzado a entrar en contacto con las corrupciones de la vida sedentaria y la burocracia de la realidad tanto en bufetes de abogados como en el servicio de aduanas (Bartleby, el escribiente y El hombre de confianza).

Como escritor, no obstante, la gran originalidad de su aportación, como también señala Delbanco, es la medida de su fracaso con el público y la crítica. Particularmente escandaloso, en este sentido, es el caso de Moby Dick, el gran clásico norteamericano y uno de los mayores rechazos literarios de la historia. Lo peor es que Melville, mientras la escribía, intuyó la fractura que su triunfo artístico iba abriendo en su relación con la realidad de su tiempo. Y es que la locura quijotesca de escribir esta novela descomunal se parecía demasiado a la locura de perseguir a una ballena blanca en una nave liderada por un demente (hoy como ayer, una perfecta alegoría de la situación política americana). Así Moby Dick es tanto el nombre del esquivo cetáceo de color albino como de la narración enciclopédica que da cuenta de su fallida cacería. Del mismo modo que el autor se desdobla en el marinero Ismael y el capitán Ahab para realizar su fáustica empresa. A partir de esta experiencia trascendental, según Delbanco, la locura de Melville se convertiría en parte indesligable de su genio.

Ninguna obra de Melville demuestra esta cualidad psicopatológica en estado más puro que Pierre o las ambigüedades, la más detestada por los lectores, la más incomprendida por los críticos, incluso en la actualidad. Y, sin embargo, la perversa atracción sexual entre hijo y madre, hermano y hermana, que sella las diversas tramas de esta novela excéntrica, encierra muchos de los secretos de la personalidad de su autor. Como señala Delbanco, el fantasma de una hermana desconocida, una hija ilegítima de su padre, sirve también como proyección de la feminidad interior del escritor y, por tanto, como expresión de una homosexualidad más o menos latente. Esta “sensibilidad homosexual” de Melville, de hecho, es uno de los puntos más candentes con que en los últimos años se ha intentado renovar la lectura de sus obras más célebres.

Sin embargo, lo que Delbanco y otros estudiosos no aciertan a comprender es cómo la posible homosexualidad de Melville, así como sus ambiguas relaciones maritales y familiares, su peculiar concepción de la amistad masculina, su atracción por la libertad de costumbres de las tribus polinesias, su nostalgia de una feminidad desinhibida y gozosa y su odio a la gazmoñería victoriana, se integran en un proyecto utópico de redefinición de las relaciones humanas que Gilles Deleuze, comentando Bartleby, resumió con lucidez: «Liberar al hombre de la función de padre, engendrar al hombre nuevo, al hombre sin particularidades, reunir la humanidad y la originalidad constituyendo una sociedad de hermanos a modo de una nueva universalidad.»

Desde el punto de vista de la literatura, Melville es el precursor estético de todas las grandes aventuras narrativas del siglo XX y, como tal, un contemporáneo intempestivo y exigente. En cualquier caso, ningún escritor creativo del siglo XXI, oprimido por la indiferencia del mercado y la banalización cultural en curso, debería olvidar esta máxima melvilliana: «Mejor fallar siendo original que tener éxito siendo un imitador.»



[*] Andrew Delbanco, Melville. Su mundo y su obra, Seix-Barral, 2007.

viernes, 12 de diciembre de 2008

ANATOMÍA DEL NARRADOR MUTANTE

[Un año después de la primera edición de la antología Mutantes se me antoja ilustrativa la recuperación de este viejo texto (data de mediados de enero de 2003) concebido como apéndice para una conferencia en la que expuse por primera vez las bases teóricas de mi concepción de la “narrativa mutante”, desarrollada después de diversos modos en distintos contextos. Sirva la estupenda cita de Beatriz Preciado que lo encabeza como modo de actualización eficaz.]

Nos hayamos [sic] en un punto de inflexión evolutivo en el que la modernidad despliega todo su asqueroso potencial eyaculante: nadamos en un esperma nuclear en el que hemos aprendido a respirar como bestias mutantes.

Beatriz Preciado (Testo Yonqui)


El narrador mutante es una criatura anfibia, estacionada en una fase culminante de la evolución que no le permite, sin embargo, abandonar todavía el aparato lingüístico como ecosistema básico en el que procede a segregar sus producciones como largas tiras desechables de material genético. El narrador mutante, por tanto, se enfrenta al sistema en el que se inscribe desde la perspectiva del monstruo o el engendro, la aberración racional y cultural, al revés que muchos de sus involutivos colegas en ejercicio, más que del fósil. Nutrido desde su nacimiento con productos altamente tóxicos, esta situación inicial no ha podido sino generar un ser de paradójica condición, que es la perfecta encarnación del sistema que lo alimenta y a su vez su perfecta negación. El narrador mutante se adapta a todas las situaciones, incluidas sobre todo las que más favorecen la supervivencia de su modo de vida, pero tiene una malsana predilección por los enclaves saturados, los ambientes cargados, las atmósferas recalentadas. Tiene la virtud de situarse al final, y no al principio, de una larga tradición, lo que le evita la engorrosa necesidad de sostener valores ruinosos, o de hacer constantes declaraciones de principios, como hacen otros colegas de mayor estabilidad morfológica, que convencen casi siempre a los demás de que son unas grandísimas personas, ciudadanos ejemplares, gente merecedora de consideración y hasta condecoraciones y, en un caso extremo, sujetos fiables a los que se les podría confiar sin temor el marido o la mujer, la hija o el hijo. Al narrador mutante, en cambio, no se le puede confiar la responsabilidad de nada, ni tan siquiera de sí mismo, ya que el narrador mutante ha aprendido a ser, como poco, tan irresponsable y cínico, o tan descuidado y negligente, como el sistema que lo acoge a su pesar.

El narrador mutante no se ata a valores caducos. Más bien piensa que habría que hacer con ellos, con los valores decrépitos, los que cotizan al alza en ciertos contextos y a la baja en otros, según las caprichosas tendencias del mercado, como hacen con los desechos radiactivos los gobiernos que siguen rigiendo para su desgracia los territorios entre cuyas fronteras el narrador mutante ha de desplazarse como nómada infatigable: arrojarlos al fondo del mar sin contemplaciones o extraer algún beneficio remunerativo de su reciclaje bioquímico. El narrador mutante tiene muy claro que el homínido paleolítico fijó de una vez por todas unos códigos de comprensión y relación con el mundo y los seres que lo constituyen que no han sido revisados desde entonces más que en sus cláusulas más superficiales. Si el narrador mutante puede asegurar que sabe algo con certeza es que la alta tecnología que se apodera de los modos de vida de sus semejantes no puede dejar inalterados esos modos de vida tenidos por inveterados y naturales. El narrador mutante sabe también que el lenguaje ha sido, desde el principio, desde que fue posible concebir la noción de principio, la tecnología primordial, además de la columna vertebral de su sistema simbólico, y que todas las demás tecnologías derivan de algún modo insólito de ese código rudimentario que reduce la realidad a esquemas conceptuales y manchas sonoras. No quiere decir esto que el narrador mutante haya encontrado un medio más satisfactorio o pleno de expresar la infinita gama de sensaciones, o de representar la más limitada escala de conceptos e ideas, que a través de ese procedimiento primario que consiste en agrupar sonidos o grafías para elaborar vastas configuraciones de significados, un simulacro de sentido que se superpone a la película del mundo como una segunda realidad a menudo extraña. Pero el narrador mutante no se siente, en cambio, heredero de los valores añadidos, el bagaje axiológico que el lenguaje transmite también, de generación en generación, como una infección vírica o una peligrosa epidemia bacteriana.

El narrador mutante se siente descendiente directo de todos los que han purificado y limpiado el lenguaje, es cierto, pero no se alinea del lado de aquellos que con la excusa de que el lenguaje es el transmisor de todo lo que nos conduce al error o la falsedad han decidido reducirlo a la simplicidad positivista y la función puramente denotativa de la ciencia o la tecnología, esas dos celosas madrastras del progreso humano. La nueva pobreza inducida por estos planteamientos puritanos y tecnocráticos, con todos los peligros que entraña su deshumanizada concepción de la realidad, no preocupa demasiado al narrador mutante, quien en cambio siente que las lenguas vivas y algunas muertas, los diversos idiomas que registran imperfectamente la experiencia humana en su variedad regional y diacrónica, siguen ofreciendo el campo de batalla contra el poder más pleno y satisfactorio de todos por su intrínseca implicación en los mecanismos de éste.

En otro orden de cosas, el narrador mutante va al cine con frecuencia, ve la televisión quizá demasiadas horas al día o a la semana, algunas veces con una bolsa para vomitar acoplada justo debajo de la barbilla, es cierto, aunque sea capaz de tragarse su propio vómito si el interés antropológico del programa lo justifica y a veces se convierta en su menú diario, sobre todo nocturno. Está bastante acostumbrado, desde su turbio nacimiento, a deglutir materias infectas de toda clase, así que una más, por nociva que pueda ser, no le estropeará el estómago. No es tan delicado ni tan frágil como parece a simple vista. El narrador mutante nada lamenta más que la peste sentimental y la moralina multicolor que se propagan hoy, como aderezo esencial de la basura omnipresente, por toda la industria cultural y demás factorías de la conciencia. Pandemia cursi y sensiblera que no sólo infecta los productos de masas sino que, fundamentalmente, afecta ya como una enfermedad incurable, o un residuo tóxico, a los discursos colectivos en general, ya sean políticos, económicos (los más hipócritas de todos), deportivos o morales y éticos. Si el narrador mutante ha odiado siempre la prédica religiosa, más le repatea aún la nueva prédica moralizante y laica que contamina insidiosamente el ecosistema cultural que habita y que ha venido a sustituir a la otra forma de predicación y sermoneo, los discursos que antes condenaban y flagelaban el pecado y la conducta social anómala, tenida por infame, siguen haciéndolo ahora con sólo cambiar de retórica. Porque si el narrador mutante se muestra todavía sensible a la ideología, se ha vuelto hipersensible a la retórica, la manipulación retórica, a las arteras artes de la persuasión que convencen diariamente a sus semejantes de que habitan no sólo el mejor de los mundos posibles sino, lo que es bastante peor, el mejor de los pensables.

El narrador mutante carece de ética, en este sentido preciso o delimitado, porque entiende que la ética, si no es herética, no es buena para la narrativa. Ninguna narrativa. El narrador mutante piensa que la ética alimenta la retórica huera de las instituciones que salvaguardan el orden intolerable de la realidad, siempre dispuestas a hacer propaganda de todo aquello que conviene a la perpetuación de su dominio sobre la sociedad (que no existiría sin ellas, todo hay que decirlo), pero también abastece con su florida figuración a la publicidad, esa lacra de la inteligencia creativa. El narrador mutante odia la publicidad. El narrador mutante ama la publicidad. El narrador mutante la considera una parte importante de sí mismo y por eso, cuando se sienta frente al espejo oblicuo del televisor, el narrador mutante sabe que se está viendo a sí mismo en veintinueve o treinta y nueve pulgadas de plasma aplastante y seiscientas veinticinco líneas o alta definición digital. Está viendo su anticuada alma retratada en el vertedero electrónico que ha perfeccionado su magia ilusoria de reproducción hasta extremos inimaginables. Porque el narrador mutante, a pesar de todo, como todo buen aspirante a comunicador de masas, está dispuesto a creer en el alma del consumidor, por más encogida o empequeñecida que se la imagine en algunos momentos, tiene pruebas fehacientes de la existencia del alma en el empedernido fondo del consumidor universal, con tal de que ese alma reconozca su condición frágil y espuria, un alma de pega por cuya salvación material el narrador mutante cree que sus semejantes están dispuestos a pagar un alto precio vital e intelectual.

El narrador mutante, a quien quizá atraigan en exceso los juegos y figuras del lenguaje, habla a veces de un alma pegadiza y volátil, un jirón espiritual que se insinuaría en el resquebrajado trasfondo del consumidor, después de haber saciado todos sus apetitos confesables en función de la liquidez disponible de sus cuentas corrientes y tarjetas de crédito, al entrar en contacto con las más altas empresas de la creación humana de las que le ha tocado ser testigo. Para su desgracia, los productos del narrador mutante suelen suscitar otro tipo de reacciones menos espirituales, más viscerales, si se quiere. Aunque el narrador mutante no sea un entusiasta ni un ingenuo por definición, sabe que el asco o el rechazo no son la única respuesta estética que aguarda de sus semejantes, por quienes tanto se preocupa, a pesar de todo, y por los que tanto se ocupa, a todas horas. Sin embargo, al narrador mutante, excéntrico observador de su medio (le va en ello la supervivencia), no se le escapa el dato de que otros narradores cumplen satisfactoriamente con su elevada misión de regenerar a los lectores. El narrador mutante, en cambio, no puede pensar sino en degenerarlos un poco más, en el sentido nietzscheano del término, degradarlos hasta alcanzar ese punto de no retorno que define mejor que ningún otro su naturaleza genuina. A su manera peculiar, el narrador mutante es un creador intempestivo: un sujeto que concede libre juego artístico, dentro del marco ilimitado de la ficción imaginativa, a la multiplicidad y desmesura de flujos y corrientes que siente latir en su yo y en el mundo circundante y amenazan con desintegrarlos a ambos. El narrador mutante es alguien que no acepta comprometerse más de lo necesario con el (des)orden de cosas imperante, y cree con firmeza digna de mejor causa, probablemente, que en este campo le queda mucho trabajo por realizar todavía, comenzando por sí mismo.

El narrador mutante no cree que esta noble tarea de degeneración o degradación colectiva que el devenir le ha encomendado por azar haya que dejársela en exclusiva a los medios audiovisuales, a las grandes multinacionales o a la sacrosanta publicidad, imaginario teológico de las corporaciones. Antes bien, el narrador mutante está convencido de que esa tarea insigne la puede cumplir él mejor que ningún otro, mucho mejor en todo caso que la multitud servil de oportunistas que acaparan hoy los medios escritos y medran en ellos rindiendo culto a los estereotipos culturales defendidos por los poderes que los controlan y recompensan. El narrador mutante, a su cínica manera, es otro ingenuo, no cabe duda. Uno más, en esta interminable cadena genética de ingenuidades y despropósitos a la que, por conveniencia, hemos dado en llamar vida. Por eso mismo el narrador mutante no necesita convertir su optimismo entropológico en un espectáculo para masas ávidas de entretenimiento y diversión. Y sabe que de lo último de lo que se desprendería, así se lo exigieran para ingresar como miembro activo en cualquier academia o lista de los más vendidos, es del atavismo residual y patológico de su ironía. Sabe igualmente que el tiempo es su aliado más fiel, aunque lo traicione constantemente, y le ayuda diariamente a alcanzar la meta evolutiva propuesta contra su voluntad. El narrador mutante vive ya en cierto modo el incierto futuro como si fuera su pasado. Entendiendo así, como ha escrito otro narrador mutante
[*], que "el futuro lo constituyen aquellos aspectos del presente que aún no somos capaces de reconocer como tales" y "el pasado, a su vez, es la parte del presente que ya no podemos reconocer como tal". El narrador mutante ha comprendido finalmente que el presente es un punto infinitesimal e indeterminado en una línea discontinua y parpadeante que recorre, al revés de otros, mirando en todas direcciones en busca de un motivo para su supervivencia, una nueva lógica para su existencia y la de los otros. Quién sabe si acabará consiguiéndolo. De sus lectores depende en gran parte.

[*] Germán Sierra