“Esperemos que Josefina no
descubra que el solo hecho de oírla nosotros es una prueba en contra de su
canto”.
-Josefina, la cantora, F. K.-
¿Qué decir sobre Kafka a
estas alturas? Cien años después de su muerte, no hay nada que no se haya
repetido hasta la saciedad, más allá o acá de la simetría alucinante de su
nombre. Kafka el surrealista. Kafka el cabalista. Kafka el existencialista, el
socialista, el anarquista, el sionista, el revolucionario, el tercermundista
incluso. Si se piensa bien, es paradójico que un escritor tan original merezca
portar todas las máscaras de la actualidad para encubrir el hecho dramático de
carecer de un rostro presentable o moderno. Kafka: el judío descreído de
nacionalidad dudosa que se expresaba artísticamente en la lengua elitista de
Goethe, de Nietzsche y de Rilke.
Ciudadano K.
Kafka es una de las
imaginaciones más potentes de cuantas ha producido la historia literaria.
Literatura en estado puro, sin aditivos ni conservantes. La ausencia de poesía,
su grotesco sentido del humor y su control sobre los excesos subjetivos del
estilo lo convierten en uno de los escritores más sobrios y, al mismo tiempo,
inagotables. En sus ficciones la realidad se ve sometida a la exigente legislación
del sueño con el fin de desnudarla de todas esas adherencias y distorsiones que
nos impiden conocerla en su integridad (en este sentido, destacaría dos relatos
magistrales como ejemplos supremos de aplicación de la técnica onírica a la
construcción narrativa, Un médico rural
y El jinete del cubo).
Los dilemas existenciales
ligados a la sexualidad, la paternidad, la identidad, la fraternidad, la
amistad, etc., hallan en su literatura una plasmación figurativa y conceptual
contundente. Y siempre partiendo de una premisa asombrosa que luego es
explorada sin concesiones, tanto en los relatos como en las novelas, hasta sus
últimas posibilidades referenciales. Sus narraciones producen la sensación de
no tener principio ni final, fragmentos de un todo narrativo cuya totalidad
resulta imposible reconstruir. De ahí también que su carácter póstumo le cuadre
tan bien a una obra que fue concebida para ser leída con absoluta independencia
de su autor.
Kafka es, sin duda, el
autor de algunas de las grandes alegorías sobre el (sin)sentido de la
existencia humana en el siglo veinte, pero las alegorías kafkianas, a
diferencia de otras, se resisten indefinidamente a la interpretación, son
difícilmente traducibles al lenguaje de la lógica o la ideología sin arruinar la
complejidad de su enunciación. Sin embargo, suele conducir al error aproximarse
desde una óptica biográfica a su obra, como si ésta sólo compusiera un
testimonio episódico de su gran desencuentro con el mundo humano y el
gigantesco aparato (llámese sociedad, estado, nación, capitalismo, cultura,
etc.) puesto en marcha para garantizar el ordenamiento de la realidad. Por el
contrario, la gran innovación de la narrativa kafkiana radicaría en su cómica
desenvoltura para moverse entre los registros de la abstracción inhumana de la
máquina y la existencia no humana del animal, instaurando, como dice Gilles Deleuze,
“una máquina literaria completamente nueva”.
La moral de K.
Una de sus últimas
ficciones fue Josefina, la cantora,
una fábula ambientada entre ratones y protagonizada por una cantante cuyas
tortuosas e irónicas relaciones con la masa de admiradores de su pueblo
constituyen una de las más lúcidas reflexiones sobre el artista, el arte y el
público, una parodia seria de la literatura de Thomas Mann (Tonio Kroger, La muerte en Venecia) o
Hoffmanstahl (Carta de Lord Chandos)
sobre tan delicada materia, y, sobre todo, un retrato cruel del fracaso
artístico que Kafka sentía como propio. Este relato se relaciona con uno de los
más famosos, La metamorfosis (que una
traducción atribuida a Borges corrigió en pro de la exactitud a la lengua de
origen como La transformación), donde
el recurso grotesco de la animalización del protagonista sirve al propósito de
mostrar la subversión que el principio de individualidad, agudizado por la
conciencia alienada del artista, supone para el sentimiento gregario aplastante
de la colectividad.
Como muestran las cartas a
sus amadas o los espléndidos diarios, Kafka es quizá el primer escritor en
experimentar el sentimiento más moderno ante la escritura: el sentimiento de la
vergüenza y la humillación. La vergüenza ante lo que uno escribe y ante el
hecho mismo de escribir. Vergüenza que no es sino la sentencia que el cerebro
del escritor dicta contra sí mismo atendiendo las demandas del severo tribunal
de la sociedad burguesa, industrial o comercial, el orden patriarcal de la
familia, para quien la práctica de escribir y la existencia misma de la
literatura son no sólo una inutilidad sino una dedicación ridícula. Sólo la
riqueza y el éxito alcanzado con productos editoriales legitimarían para la
ideología o la mentalidad burguesa la vocación de escribir, consagrándole todo
el tiempo del mundo (el tiempo perdido y el “tiempo recobrado” de Proust,
hermano de sangre de Kafka en tantas cosas, cobran aquí, precisamente, una
significación nueva, gracias a la equivalencia tiempo=dinero establecida por la
ideología capitalista).
La máquina de K.
Un significativo
contingente de sus narraciones aborda el modo en que objetos inertes y mecanismos
tecnológicos, burocráticos o jurídicos se confabulan contra sus atribulados
protagonistas, como sucede en Blumfeld,
historia de un soltero o La construcción de la muralla china.
Quizá la más elocuente, junto con sus dos grandes novelas (El proceso y El castillo),
sea En la colonia penal: un relato
sobre una máquina infernal que inscribe la letra de la sentencia en el cuerpo
del reo y un guardián perverso tan fascinado con su funcionamiento punitivo,
como un discípulo demente de Foucault, que acaba aplicándolo sobre sí mismo en
un auto-sacrificio análogo, para Kafka, al suplicio físico y mental de
escribir.
En esta parte fundamental
de su obra, Kafka retuerce hasta la parodia y la irrisión los procedimientos
lógicos, con la modalidad legal y administrativa en primer lugar, como
expresión de la racionalidad tecnocrática que rige los procesos de organización
humana, con objeto de desestabilizar las realidades que el sistema simbólico
legitima y garantiza. Como dijo Hannah Arendt, en las ficciones de Kafka “el
personaje descubre que el mundo y la sociedad de la normalidad son, de hecho,
anormales, que las sentencias emitidas por los prohombres de prestigio
reconocido son de hecho demenciales, y que los actos que se derivan de las
reglas del juego son de hecho desastrosos para todos”.
La Ley es, precisamente,
uno de los mecanismos básicos del orbe kafkiano. El principio absoluto, el
valor sublime, la figura dominante del padre que infantiliza al hijo con su
autoridad. Privado de acceso a la esfera donde el poder dictamina el orden de
las cosas, al huérfano personaje kafkiano sólo le queda merodear por los
alrededores de la puerta por la que podría acceder al interior de ese espacio
inexpugnable donde se cifra todo el sentido de su existencia. Nunca lo
consigue, entre otras cosas porque tampoco disfruta del tiempo suficiente para
llevar a cabo esa acción transgresora, y sólo puede aspirar a legar a otras
generaciones la tarea interminable de construir la muralla de protección, única
garantía de que los bárbaros (es decir, la locura, el caos, la vida salvaje y
la animalidad primigenia) nunca tomarán la ciudad (mental o real).
El bárbaro, el nómada o el
indio representan en Kafka una figura ambigua, tanto el libertador como el
enemigo terrible de la ley y el orden, encarnación humana del animal añorado (Un viejo manuscrito).
El zoológico de K.
Para escapar de ese mundo
asfixiante y enteramente administrado, Kafka se aleja de lo humano mismo,
establece una línea de fuga posible hacia el animal, reescribiendo para la
realidad traumática del siglo veinte la tradición fabulística que se remonta a
Esopo y los apólogos orientales. El “zoo” de Kafka se vuelve un espacio lógico,
una heterotopía biológica avant-la-lettre
que contiene especies tan diversas que conjugan potencias vitales y situaciones
nuevas, dignas de un delirante dibujo animado. No representan exactamente lo
mismo, desde luego, el insecto multiforme (un escarabajo inclasificable) de La metamorfosis, el ex simio locuaz de Informe para una academia o el topo
arquitecto de La construcción que el
perro cervantino de Investigaciones de un
perro, los chacales exterminadores de Chacales
y árabes o los ratones de la utopía colectivista de Josefina. Mucho menos el enigmático Odradek de Preocupaciones de un padre de familia, una criatura imaginaria de
frágil entidad que constituye otro desfigurado autorretrato kafkiano ejecutado
desde la perspectiva omnisciente y despectiva del padre.
Hay un apólogo, sin
embargo, que logra reunir las dos dimensiones (el animal y la ley) con suprema
ironía histórica: El nuevo abogado,
donde la figura del leguleyo la encarna un caballo (acaso como réplica a la
sátira feroz del “Viaje al País de los Houyhnhnms”, la cuarta parte de Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift),
un caballo ilustrado y elocuente que responde al nombre de Bucéfalo, la montura
egregia del emperador Alejandro Magno. Abandonada ya la voluntad de poder
imperial, el caballo de batalla, a falta de más altas empresas heroicas, ha
decidido consagrarse a la retórica de los tribunales, el conocimiento metódico y
el ejercicio árido de las leyes.
K. y la vida presente
El cuerpo, la máquina y el
monstruo. Las tres categorías articulan cualquier ecuación literaria kafkiana.
El cuerpo del soltero, el condenado, el culpable. La maquinaria de la ley, la
abstracción, los códigos, los símbolos. Y el monstruo, la metamorfosis, el
devenir. Como declaraba Vladimir Nabokov en su análisis entomológico de La metamorfosis: “Bendigamos, bendigamos
al monstruo; pues en la evolución natural de los seres, el mono no se habría
convertido en hombre si no hubiese aparecido un monstruo en la familia”.
Según le dijo a su
admirador Gustav Janouch en el curso de una de sus interminables conversaciones,
Kafka consideraba el arte, incluido el suyo, como “un espejo que se adelanta”,
no exactamente una profecía sino una crónica de lo real venidero.
Muchos de los motivos del
presente se encuentran ya en su obra: un mundo enteramente administrado, o
donde la parte de administración ocupa y controla gran parte de la actividad
humana; la muerte del sujeto individual o su aplastamiento por la confabulación
de la masa y el poder; el dominio de la abstracción, del formalismo de la
maquinaria, sobre las formas de vida (alguien, citando a Foucault con razón,
hablaría de la “microfísica del poder” puesta en narración una y otra vez por
Kafka); una cultura de especialistas, o seudoespecialistas, un producto de sus
interminables disputas, de sus razonamientos infinitos y de sus imposibles
acuerdos; la institucionalización del arte y la anulación del potencial crítico
del pensamiento y la creación; el fin del contrato sexual entre hombres y
mujeres, y la constitución de un complejo paisaje de relaciones que oscila entre
la promiscuidad y la soledad absoluta, la obsesión psicopatológica y la
fantasía mediatizada; la desaparición virtual de la naturaleza y la conversión
de lo real en un entorno totalmente artificial; y, como correlato del anterior,
la nostalgia por la animalidad perdida, las formas primitivas y la barbarie
como imaginaria línea de fuga de las condiciones de vida en el mundo de la
extrema civilización tecnológica.
En el turbulento contexto
del nuevo siglo, la risa subterránea de este naturalista metafísico de las
mutaciones humanas seguirá siendo una aliada imprescindible.