domingo, 14 de julio de 2024

MALDITO SADE


 [Joel Warner, La maldición del marqués de Sade, Crítica, trad.: Efrén del Valle, 2024, págs. 330] 

Pero el cuerpo tenía sus propias formas de cultura. Tenía su propio arte. Las ejecuciones eran sus tragedias, la pornografía era su romanticismo. 

-Margaret Atwood, Oryx y Crake-


         Un libro apasionante como este, aparecido en un momento crítico como el final de la pandemia, tiene la virtud de obligarnos a reflexionar sobre el significado de la figura equívoca del marqués de Sade en el mundo del siglo XXI. La inteligencia de Warner en la construcción del libro se manifiesta en una doble narrativa, convergente y divergente al mismo tiempo, que tiene el acierto de poner en perspectiva la historia cultural de los últimos dos siglos.

El origen de ambas series es común. La noche del 22 de octubre de 1785 en la que Sade, prisionero en la Bastilla, comienza a escribir su novela más terrible, Las 120 jornadas de Sodoma, ese artefacto supremo de la contabilidad aplicada a la pasión criminal, de un horror insuperable en la descripción y clasificación de las conductas psicopatológicas vinculadas al instinto sexual, un antecedente ficcional del célebre libro de Krafft-Ebbing (Psychopathia Sexualis; 1886). Sade lo escribe en secreto cada noche, en sesiones de tres horas, durante treinta y siete días, pegando hojas de papel con ánimo maníaco y dándole la vuelta al rollo para escribir por el anverso con una letra diminuta. Terminado, enrolla el manuscrito y lo guarda en un escondrijo de la pared de su celda. En julio de 1789, antes de que estalle la revolución, Sade es trasladado al manicomio de Charenton y olvida llevarse consigo el rollo novelesco, lo que le ocasionará un sufrimiento indecible. Aquí comienza la maldición de esta obra a lo largo del tiempo, pasando de mano en mano, de coleccionistas y bibliófilos a sexólogos y seguidores de la literatura de Sade, hasta terminar en poder del Estado francés, que lo custodia con celo republicano como a una preciosa reliquia de su patrimonio cultural.

La doble serie del libro alterna los episodios de la biografía de Sade, con toda su carga de sensualidad desbocada, lujo aristocrático, libertinaje, violencia, provocación y desgracia, y las vicisitudes del pergamino original, entre Francia y Alemania. Más allá de bibliófilos codiciosos o lectores viciosos, fueron dos los personajes más fascinantes, ambos judíos, que tuvieron una relación fecunda con el perverso manuscrito: Iwan Bloch, experto en enfermedades venéreas e interesado en descubrir las causas profundas del desafuero libidinal de la modernidad urbana; y, en especial, la vizcondesa de Noailles, Marie-Laure, tataranieta de Sade, a la que la lectura del manuscrito de Las 120 jornadas de Sodoma le cambió la vida burguesa de la que disfrutaba en el corazón de París junto con su marido, el vizconde de Noailles, fomentando con su financiación las más audaces aventuras de la vanguardia artística del momento, como La edad de oro de Buñuel, tan impregnada de lecturas sadianas (Buñuel leyó también el manuscrito custodiado por la vizcondesa y rindió un sarcástico homenaje a la novela con ese final ofensivo en el que Jesucristo aparece disfrazado como el libertino más contumaz de los que abandonan el castillo tras consumar la gigantesca orgía). Bloch apadrinó con su autoridad científica y su rigor moral las primeras ediciones restringidas de la obra sadiana y, en gran parte, a él se debe el prestigio y la consideración del discurso del autor de Juliette; mientras Marie-Laure, dueña exclusiva del rollo erótico y destinataria ideal de sus signos efusivos, supo comprender mejor que nadie a comienzos del siglo XX la promesa de libertad individual y la invitación al placer cifradas en Sade.

Comparados con el sexólogo alemán y la aristócrata parisina, los otros bibliófilos y coleccionistas que se disputaron hasta ayer mismo la propiedad del rollo maldito demuestran que la pasión por el dinero y el fetichismo de los objetos son directamente proporcionales al desinterés por el valor simbólico de la obra sadiana. Incluso así, Warner logra transmitir una lección esencial sobre el papel de la literatura de Sade en el desarrollo de la espiritualidad humana. 

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