[Karl Ove Knausgård, La importancia de la novela, trad.: Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo, Anagrama, 2023, págs. 52]
En un siglo escaso, hemos pasado de
Proust a Knausgård. Hemos pasado así del gran mundo de los salones mundanos creados
por un demiurgo literario a la crónica confesional del hombre moderno en su
penúltima encarnación. Del predominio de la recreación de la memoria como gran
artificio de la sensibilidad y la cultura a través de la musicalización del
lenguaje a la desnudez y austeridad del dato autobiográfico crudo filtrado por
los sentidos y los afectos. De los fastos de la sintaxis y la belleza verbal de
un sujeto excepcional a la fotografía forense de la vida neurótica de un futuro
escritor; de una cúspide del simbolismo y la impostura artística propia del
siglo XIX a los extremos de la sinceridad, la intimidad, la banalidad y la
transparencia de una cultura posmoderna mediatizada por la culpa subjetiva y el
aburrimiento existencial. Dicho así, sin demasiada elaboración, este asunto
merece una seria reflexión crítica y teórica más allá de los límites de la
literatura y la estética literaria para convertirse en una cuestión cultural e
histórica de la mayor importancia.
Es interesante por ello esta charla en la que Knausgård pretende explicar a sus lectores cuáles son los fundamentos de su
concepción de la novela con ejemplos, en su mayoría, del período modernista. Knausgård es ese escritor que renunció a la ficción en sus textos para acomodar la verdad
de estos dentro de un marco definido por la dicción autobiográfica, el recuerdo
rudo y la vivencia trivial. Es curioso, por tanto, que al presentar a sus
lectores algunos ejemplos de lo que es o no afín a sus planteamientos elija
novelistas antagónicos como D. H. Lawrence y James Joyce. Estoy seguro de que
la mayoría de sus lectores, sin saber de antemano cuál de los dos estaría más
cerca de la visión del autor de la hexalogía autobiográfica Mi lucha, se inclinaría por el primero, más
naturalista y romántico, y no por el segundo, más experimental y alambicado.
Y, sin embargo, Knausgård ofrece de Lawrence una
lectura reduccionista, enfatizando la importancia del relato, esto es, del
sentido, sobre la sensación vital, y del autor del Ulises, con razón, una
opinión centrada en su poder de captación de la vida en su génesis y devenir.
Es lógico que Knausgård tenga esta preferencia por el creador de Molly Bloom, a
pesar de que se olvida adrede del Lawrence que nos dio esa otra mujer
irrepetible, Lady Chatterley, si se tiene en cuenta la tesis que formula sobre
otro gran novelista como Dostoievski, tan realista como fantástico. El arte de
la novela, como diría Kundera, consiste para Knausgård en “conseguir dar vida a
lo que está ahí, hacer que brote desde debajo de los conceptos que lo tienen
sujeto con mano firme”. Por eso la novela importa, como repite Knausgård citando un ensayo de Lawrence (“Why the Novel Matters”), y no es un artefacto
gratuito o baladí.
Knausgård entiende el papel del novelista como el
del idiota que persigue los signos de vida de los pájaros, que se identifica
con ellos para sentirse vivo, como el personaje de la novela homónima de Tarjei
Vesaas. Este es el mito (y la metáfora) que alienta en el corazón, nunca mejor
dicho, de la escritura de Knausgård. Y es por eso significativa esta reflexión paradójica
sobre la importancia de la novela. Porque procede de un escritor que, para
atenerse a sus principios, necesitó superar la novela, dejarla atrás en pos de
la misión trascendental que le atribuye: “entrar en el mundo y mantenerlo
abierto”.
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