Nos pasamos la vida esperando que Mefistófeles nos ofrezca cumplir todos nuestros deseos a cambio de un alma que no vale nada o muy poco a nuestros ojos en comparación con las promesas y tentaciones que la vida nos hace a diario. Nos pasamos la vida esperando ese momento y nunca llega, para nuestra desgracia, o, si termina llegando, los deseos se revelan insatisfactorios y las promesas indignas. No hay solución. Capote lo sabía. Todo lo demás son cuentos, o novelas, ficciones inútiles, hechas para el entretenimiento y el consuelo masivos, como esta maravillosa novela incompleta, una de las más cáusticas (en el sentido celiniano de la expresión) de un siglo como el veinte que abundó en ironías y sátiras más o menos canallescas…
[Truman Capote, Plegarias atendidas, Anagrama, trad.: Ángel Luis Hernández, 2024, págs. 189]
Inconclusa y póstuma. Suena a
maldición y no lo es. Esta novela interminable es la punta del iceberg de una
obra que Capote concibió para ajustar las cuentas al mundo en el que se movía
como una piraña hambrienta y, al mismo tiempo, la consumación de su talento,
conocimiento mundano e ingenio cáustico. Como Proust, sí, debió pensar, al
verla diseñarse en su mente, pero con la malicia canalla de un navajero en
horas bajas. En 1966 firmó un sustancioso contrato a cambio de esta novela en
curso, semanas antes de que el éxito avasallador de A sangre fría le mostrara el valor lucrativo de su escritura y el
morbo infinito de los lectores.
Todo esto, por cierto, no habría vuelto a la
actualidad de no ser por la magnífica miniserie Feud: Capote contra los cisnes, de Gus Van Sant y Ryan Murphy. Esta
joya televisiva ha creado el contexto perfecto para leer esta novela inacabada
de Capote y comprender al fin las motivaciones de su gestación traumática y los
móviles de la escritura del autor americano. Más que una novela en clave, como
suele repetirse sin reflexionar demasiado, Plegarias
atendidas (1986-87) es una novela clave en el canon de Capote.
El difunto Edgardo Cozarinsky hablaba en un ensayo
antiguo (“El relato indefendible”, escrito en 1973, dos años antes de que
Capote diera a conocer algunos polémicos y chismosos capítulos del libro en la
revista Esquire) de los orígenes de
la novela (“o, menos taxativamente, de los relatos de ficción”) y descartaba la
mayoría de las teorías corrientes, refrendando el chisme, el cotilleo, el
subproducto oral de la vida social como factor determinante en la génesis peculiar
de este género. Cozarinsky pensaba en Jane Austen y en su influencia en las
estrategias narrativas de la “mujer araña” (Manuel Puig), aunque no lo
declaraba abiertamente, pero se apoyaba en las teorías y la narrativa de Marcel
Proust, Henry James y Jorge Luis Borges para validar su hipótesis, nada
descabellada. Años después, en una revisión virtual del texto, bien podría
haber utilizado los tres espléndidos capítulos de esta novela de Capote y, muy
en especial, el memorable “La Côte Basque”, el último de ellos, que le acarreó un
sinfín de desgracias y una quiebra insondable del lazo que lo unía al grupo de
amigas de alta cuna y alta cama con las que compartía mesa y mantel en el lujoso
restaurante neoyorquino del mismo nombre.
En “Monstruos perfectos”, el capítulo más extenso,
se nos presenta la figura de P. B. Jones, un pícaro moderno, tan lleno de
ambiciones artísticas como de deseos insaciables, un aspirante a escritor cuya autobiografía
incluye la orfandad temprana, la celosa educación católica y las precoces
experiencias sexuales que lo convierten en un amante polimorfo, tan dotado para
la prostitución como para la compañía íntima más gratificante. Entre los
monstruos logrados que reciben las caricias y zarpazos irónicos de Jones se
encuentran la escritora eternamente becada y subvencionada Alice Lee Langman (en
realidad, Katherine Anne Porter) y el dramaturgo de éxito y perverso integral
Mr. Wallace (en realidad, Tennessee Williams).
Como modelos y musas, Capote eligió un sexteto singular
de mujeres de la alta sociedad neoyorquina (Slim Keith, Lee Radziwill, C. Z.
Guest, Gloria Guinness, Marella Agnelli y, sobre todo, Babe Paley) a las que
quiso transfigurar literariamente, como escribe la novelista Kelleigh
Greenberg-Jephcott (El canto del cisne;
2019), en personajes dignos de Flaubert, Tolstói y Proust, utilizando los
cotilleos y chismorreos sensacionalistas sobre sus vidas privadas como material
precioso con que nutrir sus cínicos relatos. El resultado, a juzgar por lo que
ha sobrevivido al holocausto del manuscrito, podría haber sido una supernova narrativa
con la que fundar un nuevo estilo de escribir, mitificador e iconoclasta a
partes iguales, una innovadora chismografía que sirva para desnudar las imposturas de las élites y mostrar sin tapujos sus miserias y vergüenzas, y también, por qué no, sus placeres y privilegios.
Todo aquello, en suma, que las convierte en carne
de revista glamurosa, como Esquire,
donde Capote publicó como anticipo “La Côte Basque” en noviembre de 1975 y se labró la condena
definitiva de sus cómplices cotillas, destruyendo para siempre el ambicioso proyecto de la novela. Con
ese gesto melodramático, Capote demostraría que nunca comprendió que los
destinatarios reales de su novela malograda no eran, precisamente, quienes la
habían inspirado, sino la masa resentida y chismosa de lectores y lectoras que
ardían por saciar su instinto morboso, su infinita curiosidad por el modo de vida de la clase alta y su irreprimible afán de venganza social.
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