lunes, 3 de junio de 2024

KAFKA EN EL SIGLO XXI


 “Esperemos que Josefina no descubra que el solo hecho de oírla nosotros es una prueba en contra de su canto”. 

-Josefina, la cantora, F. K.- 

¿Qué decir sobre Kafka a estas alturas? Cien años después de su muerte, no hay nada que no se haya repetido hasta la saciedad, más allá o acá de la simetría alucinante de su nombre. Kafka el surrealista. Kafka el cabalista. Kafka el existencialista, el socialista, el anarquista, el sionista, el revolucionario, el tercermundista incluso. Si se piensa bien, es paradójico que un escritor tan original merezca portar todas las máscaras de la actualidad para encubrir el hecho dramático de carecer de un rostro presentable o moderno. Kafka: el judío descreído de nacionalidad dudosa que se expresaba artísticamente en la lengua elitista de Goethe, de Nietzsche y de Rilke. 

Ciudadano K. 

Kafka es una de las imaginaciones más potentes de cuantas ha producido la historia literaria. Literatura en estado puro, sin aditivos ni conservantes. La ausencia de poesía, su grotesco sentido del humor y su control sobre los excesos subjetivos del estilo lo convierten en uno de los escritores más sobrios y, al mismo tiempo, inagotables. En sus ficciones la realidad se ve sometida a la exigente legislación del sueño con el fin de desnudarla de todas esas adherencias y distorsiones que nos impiden conocerla en su integridad (en este sentido, destacaría dos relatos magistrales como ejemplos supremos de aplicación de la técnica onírica a la construcción narrativa, Un médico rural y El jinete del cubo).

Los dilemas existenciales ligados a la sexualidad, la paternidad, la identidad, la fraternidad, la amistad, etc., hallan en su literatura una plasmación figurativa y conceptual contundente. Y siempre partiendo de una premisa asombrosa que luego es explorada sin concesiones, tanto en los relatos como en las novelas, hasta sus últimas posibilidades referenciales. Sus narraciones producen la sensación de no tener principio ni final, fragmentos de un todo narrativo cuya totalidad resulta imposible reconstruir. De ahí también que su carácter póstumo le cuadre tan bien a una obra que fue concebida para ser leída con absoluta independencia de su autor.

Kafka es, sin duda, el autor de algunas de las grandes alegorías sobre el (sin)sentido de la existencia humana en el siglo veinte, pero las alegorías kafkianas, a diferencia de otras, se resisten indefinidamente a la interpretación, son difícilmente traducibles al lenguaje de la lógica o la ideología sin arruinar la complejidad de su enunciación. Sin embargo, suele conducir al error aproximarse desde una óptica biográfica a su obra, como si ésta sólo compusiera un testimonio episódico de su gran desencuentro con el mundo humano y el gigantesco aparato (llámese sociedad, estado, nación, capitalismo, cultura, etc.) puesto en marcha para garantizar el ordenamiento de la realidad. Por el contrario, la gran innovación de la narrativa kafkiana radicaría en su cómica desenvoltura para moverse entre los registros de la abstracción inhumana de la máquina y la existencia no humana del animal, instaurando, como dice Gilles Deleuze, “una máquina literaria completamente nueva”. 

La moral de K. 

Una de sus últimas ficciones fue Josefina, la cantora, una fábula ambientada entre ratones y protagonizada por una cantante cuyas tortuosas e irónicas relaciones con la masa de admiradores de su pueblo constituyen una de las más lúcidas reflexiones sobre el artista, el arte y el público, una parodia seria de la literatura de Thomas Mann (Tonio Kroger, La muerte en Venecia) o Hoffmanstahl (Carta de Lord Chandos) sobre tan delicada materia, y, sobre todo, un retrato cruel del fracaso artístico que Kafka sentía como propio. Este relato se relaciona con uno de los más famosos, La metamorfosis (que una traducción atribuida a Borges corrigió en pro de la exactitud a la lengua de origen como La transformación), donde el recurso grotesco de la animalización del protagonista sirve al propósito de mostrar la subversión que el principio de individualidad, agudizado por la conciencia alienada del artista, supone para el sentimiento gregario aplastante de la colectividad.

Como muestran las cartas a sus amadas o los espléndidos diarios, Kafka es quizá el primer escritor en experimentar el sentimiento más moderno ante la escritura: el sentimiento de la vergüenza y la humillación. La vergüenza ante lo que uno escribe y ante el hecho mismo de escribir. Vergüenza que no es sino la sentencia que el cerebro del escritor dicta contra sí mismo atendiendo las demandas del severo tribunal de la sociedad burguesa, industrial o comercial, el orden patriarcal de la familia, para quien la práctica de escribir y la existencia misma de la literatura son no sólo una inutilidad sino una dedicación ridícula. Sólo la riqueza y el éxito alcanzado con productos editoriales legitimarían para la ideología o la mentalidad burguesa la vocación de escribir, consagrándole todo el tiempo del mundo (el tiempo perdido y el “tiempo recobrado” de Proust, hermano de sangre de Kafka en tantas cosas, cobran aquí, precisamente, una significación nueva, gracias a la equivalencia tiempo=dinero establecida por la ideología capitalista). 

La máquina de K. 

Un significativo contingente de sus narraciones aborda el modo en que objetos inertes y mecanismos tecnológicos, burocráticos o jurídicos se confabulan contra sus atribulados protagonistas, como sucede en Blumfeld, historia de un soltero o  La construcción de la muralla china. Quizá la más elocuente, junto con sus dos grandes novelas (El proceso y El castillo), sea En la colonia penal: un relato sobre una máquina infernal que inscribe la letra de la sentencia en el cuerpo del reo y un guardián perverso tan fascinado con su funcionamiento punitivo, como un discípulo demente de Foucault, que acaba aplicándolo sobre sí mismo en un auto-sacrificio análogo, para Kafka, al suplicio físico y mental de escribir.

En esta parte fundamental de su obra, Kafka retuerce hasta la parodia y la irrisión los procedimientos lógicos, con la modalidad legal y administrativa en primer lugar, como expresión de la racionalidad tecnocrática que rige los procesos de organización humana, con objeto de desestabilizar las realidades que el sistema simbólico legitima y garantiza. Como dijo Hannah Arendt, en las ficciones de Kafka “el personaje descubre que el mundo y la sociedad de la normalidad son, de hecho, anormales, que las sentencias emitidas por los prohombres de prestigio reconocido son de hecho demenciales, y que los actos que se derivan de las reglas del juego son de hecho desastrosos para todos”.

La Ley es, precisamente, uno de los mecanismos básicos del orbe kafkiano. El principio absoluto, el valor sublime, la figura dominante del padre que infantiliza al hijo con su autoridad. Privado de acceso a la esfera donde el poder dictamina el orden de las cosas, al huérfano personaje kafkiano sólo le queda merodear por los alrededores de la puerta por la que podría acceder al interior de ese espacio inexpugnable donde se cifra todo el sentido de su existencia. Nunca lo consigue, entre otras cosas porque tampoco disfruta del tiempo suficiente para llevar a cabo esa acción transgresora, y sólo puede aspirar a legar a otras generaciones la tarea interminable de construir la muralla de protección, única garantía de que los bárbaros (es decir, la locura, el caos, la vida salvaje y la animalidad primigenia) nunca tomarán la ciudad (mental o real).

El bárbaro, el nómada o el indio representan en Kafka una figura ambigua, tanto el libertador como el enemigo terrible de la ley y el orden, encarnación humana del animal añorado (Un viejo manuscrito). 

El zoológico de K. 

Para escapar de ese mundo asfixiante y enteramente administrado, Kafka se aleja de lo humano mismo, establece una línea de fuga posible hacia el animal, reescribiendo para la realidad traumática del siglo veinte la tradición fabulística que se remonta a Esopo y los apólogos orientales. El “zoo” de Kafka se vuelve un espacio lógico, una heterotopía biológica avant-la-lettre que contiene especies tan diversas que conjugan potencias vitales y situaciones nuevas, dignas de un delirante dibujo animado. No representan exactamente lo mismo, desde luego, el insecto multiforme (un escarabajo inclasificable) de La metamorfosis, el ex simio locuaz de Informe para una academia o el topo arquitecto de La construcción que el perro cervantino de Investigaciones de un perro, los chacales exterminadores de Chacales y árabes o los ratones de la utopía colectivista de Josefina. Mucho menos el enigmático Odradek de Preocupaciones de un padre de familia, una criatura imaginaria de frágil entidad que constituye otro desfigurado autorretrato kafkiano ejecutado desde la perspectiva omnisciente y despectiva del padre.

Hay un apólogo, sin embargo, que logra reunir las dos dimensiones (el animal y la ley) con suprema ironía histórica: El nuevo abogado, donde la figura del leguleyo la encarna un caballo (acaso como réplica a la sátira feroz del “Viaje al País de los Houyhnhnms”, la cuarta parte de Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift), un caballo ilustrado y elocuente que responde al nombre de Bucéfalo, la montura egregia del emperador Alejandro Magno. Abandonada ya la voluntad de poder imperial, el caballo de batalla, a falta de más altas empresas heroicas, ha decidido consagrarse a la retórica de los tribunales, el conocimiento metódico y el ejercicio árido de las leyes. 

K. y la vida presente 

El cuerpo, la máquina y el monstruo. Las tres categorías articulan cualquier ecuación literaria kafkiana. El cuerpo del soltero, el condenado, el culpable. La maquinaria de la ley, la abstracción, los códigos, los símbolos. Y el monstruo, la metamorfosis, el devenir. Como declaraba Vladimir Nabokov en su análisis entomológico de La metamorfosis: “Bendigamos, bendigamos al monstruo; pues en la evolución natural de los seres, el mono no se habría convertido en hombre si no hubiese aparecido un monstruo en la familia”.

Según le dijo a su admirador Gustav Janouch en el curso de una de sus interminables conversaciones, Kafka consideraba el arte, incluido el suyo, como “un espejo que se adelanta”, no exactamente una profecía sino una crónica de lo real venidero.

Muchos de los motivos del presente se encuentran ya en su obra: un mundo enteramente administrado, o donde la parte de administración ocupa y controla gran parte de la actividad humana; la muerte del sujeto individual o su aplastamiento por la confabulación de la masa y el poder; el dominio de la abstracción, del formalismo de la maquinaria, sobre las formas de vida (alguien, citando a Foucault con razón, hablaría de la “microfísica del poder” puesta en narración una y otra vez por Kafka); una cultura de especialistas, o seudoespecialistas, un producto de sus interminables disputas, de sus razonamientos infinitos y de sus imposibles acuerdos; la institucionalización del arte y la anulación del potencial crítico del pensamiento y la creación; el fin del contrato sexual entre hombres y mujeres, y la constitución de un complejo paisaje de relaciones que oscila entre la promiscuidad y la soledad absoluta, la obsesión psicopatológica y la fantasía mediatizada; la desaparición virtual de la naturaleza y la conversión de lo real en un entorno totalmente artificial; y, como correlato del anterior, la nostalgia por la animalidad perdida, las formas primitivas y la barbarie como imaginaria línea de fuga de las condiciones de vida en el mundo de la extrema civilización tecnológica.

En el turbulento contexto del nuevo siglo, la risa subterránea de este naturalista metafísico de las mutaciones humanas seguirá siendo una aliada imprescindible.

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