miércoles, 12 de septiembre de 2018

AUTOPSIA DE DAVID FOSTER WALLACE



“Y si algo no ha cambiado es la razón por la que escriben los escritores que no lo hacen por dinero: lo hacen porque es arte, y el arte es sentido, y el sentido es poder”.

-David Foster Wallace, En cuerpo y en lo otro, pág. 78-


   La muerte de David Foster Wallace el 12 de septiembre de 2008 me afectó de un modo que nunca creí posible con la muerte de un escritor admirado. Nadie me ha hecho sentir nunca nada parecido. Nadie que no fuera un familiar cercano o un amigo, se entiende. Eso es lo más extraño. ¿Qué había en la muerte de Wallace que tanto me impresionaba? ¿El modo brutal de desaparecer? ¿El nudo letal escogido para poner fin a una vida repleta de nudos? ¿El ahorcamiento horrible? ¿La soledad extrema del cuerpo al dar el salto definitivo para encontrarse con el vacío que lo obsesionaba desde siempre? Todo eso y mucho más, como suele decirse.
El cadáver de Wallace colgando del techo de su casa californiana es una imagen demasiado potente incluso hoy, 10 años después del acontecimiento. El cadáver bamboleante de Wallace, una de las mentes literarias más brillantes de su tiempo, un auténtico superdotado del pensamiento y la dicción, ha ocupado con su sombra traumática la trastienda de la literatura norteamericana durante esta última década, del mismo modo que antes lo hiciera con su presencia descomunal. Wallace era el gran cartógrafo de la desquiciada conciencia postmoderna en la fase histórica de su hipertrofia tecnocrática. Y vivió en su vida, sin poder evitarlo, las mismas contradicciones de las que acusaba a la cultura a la que pertenecía. Si pudiéramos verlo como una especie de mártir irónico, disfuncional y desengañado, todo el mundo comprendería por qué su literatura fue más sintomática que pasajera. Mucho menos de moda de lo que han querido creer sus detractores más superfluos. La narrativa de Wallace funciona, también, como una traumatología mental del horror cotidiano. La vida en la sociedad del consumo corporativo tuvo en él, desde su primera novela, a su más agudo cronista. Hasta ahí, nada nuevo que añadir al dossier Wallace.
“El mundo es todo lo que ocurre”, escribió Wittgenstein, y esta proposición con la que se abría el Tractatus, que Wallace consideraba una de las “frases de apertura más bellas de la literatura occidental”, bien puede encerrar en su concisión dramática y su aparente impersonalidad todo lo que rodea la muerte del escritor David Foster Wallace y todo lo que se puede decir sobre ella para conmemorarla sin ceder a la tristeza o la melancolía. Esa muerte supone, en cierta forma, un juicio a la literatura en nuestro tiempo. Un fracaso del intento de escapar a un determinismo fatídico. Un terrible símbolo del destino del escritor creativo en una sociedad entregada al cultivo sistemático de lo espectacular y lo divertido, el entretenimiento y la banalidad. La tragedia impresa en el imaginario de una era dominada por el espíritu de la comedia, la amnesia histórica y la tabla rasa cultural. Pero eso no puede ser todo. El cadáver de Wallace, colgando como el grotesco ahorcado de Villon sobre nuestras cabezas durante una década, nos recuerda también la trascendencia de la vida y la irrelevancia del arte, o viceversa, la extraña trascendencia del arte y la irrelevancia de la vida. El peso del creador singular oponiéndose contra la ley de la gravedad de un mundo que ya no lo necesita para realizar sus fines, no al menos en ese estado de ansiedad, verborrea y clarividencia…

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Como ser sutil ante tan elocuente comentario pero..., DFW esta un poco sobrevalorado. No llegaría a arriesgarme con aquel comentario de Harold Bloom, sobre Cervantes y Stephen King, pero encuentro en DFW cierta torpeza narrativa. Por supuesto, alcanza momentos de grandeza (seria tonto negarlo), y sin embargo hay algo cierto en aquello que señalaba Bloom sobre "no sabe pensar", no es que no sepa pensar (válgame dios) sino que lo hace de forma desordenada y lo plasma en la hoja de la misma forma. Un poco como aquello que señalaba Chandler sobre el estilo, que proviene de la personalidad del autor y sin embargo éste no puede hacer nada para obtenerlo. Entonces tal vez es la personalidad de Wallace un desorden, o no

JUAN FRANCISCO FERRÉ dijo...

Amigo anónimo, tal vez eso de "saber pensar" sea un fraude, quien sabe pensar no piensa, piensa que sabe pero no piensa, en realidad, Wallace al menos tenía la modestia de plantearse la escritura como un mapa de las complejidades de la mente pensante y escribiente, nada más y nada menos, sin entrar en las complejidades psíquicas de la mente particular del sujeto DFW, por supuesto...