[Gay Talese, El motel del voyeur, Debolsillo, trad.: Damià Alou, 2018, págs. 232]
Mi voyeurismo ha
contribuido enormemente a convertirme en un pesimista, y detesto ese
condicionamiento de mi alma…Si nuestra sociedad tuviera la oportunidad de ser
voyeur por un día, abordaría la vida de manera muy distinta a como lo hace
ahora.
-Gerald Foos, Diario
del voyeur-
Es posible que la realidad supere a la ficción,
como suelen decir todos los que sostienen un sospechoso interés en que una
categoría prevalezca sobre la otra, como si las ficciones que nos contamos y
contamos a los demás no tuvieran influencia sobre el escenario de la realidad
en que nos desenvolvemos a diario. Es posible, por tanto, que en algunos casos
las ficciones que construyen la realidad se muestren mucho más sugestivas que
las ficciones que hallamos en los libros, las películas o la televisión. Unas
son ficciones en sentido estricto y las otras, las del arte y el lenguaje, son
metaficciones, ficciones sobre la condición de ficción de todo cuanto rodea a
la vida humana en cualquiera de sus expresiones o manifestaciones.
El problema es que la realidad suele ocultarse
tras una pantalla de secretos y tabúes que solo la ficción puede penetrar a
conciencia. La figura singular del voyeur, protagonista de este extraordinario libro
del gran escritor y periodista Gay Talese, adquiere aquí una importancia trascendental.
Un voyeur, es decir, un sujeto dominado por la pulsión escópica a quien
interesa menos, como revelan las últimas páginas del libro, la respetabilidad
hipócrita que la verdad desnuda. Esta crudeza real escandaliza al ojo
intachable del puritano, siempre vigilante para prohibir o perseguir cualquier
signo de goce, pero espolea a un observador de aguda inteligencia y
sensibilidad como Talese. Con una complicación suplementaria nada baladí para
el ojo del censor, sea este el del periodista escrupuloso o el del lector mojigato:
si Talese, en esta morbosa historia, actúa en todo momento como el voyeur del
voyeur (o voyeur al cuadrado), qué papel nos correspondería en el juego vicioso
a nosotros sus lectores efectivos.
Estas reflexiones convierten en espuria la polémica
suscitada por la aparición americana del libro, con las acusaciones de
fabulación esgrimidas contra Gerald Foos, el voyeur dueño del motel Manor House,
que llegaron a generar dudas en Talese sobre si rubricar o no una perversión tan
sensacionalista con su prestigioso nombre. Es cierto que Gerald Foos, dada la
confusión y la narración difusa de sus “diarios”, escritos en su mayor parte en
tercera persona, podría haberse llamado Gerald Fuzzy y no hubiera pasado nada,
pero cuando Talese recibió la carta inicial de este personaje carismático y lo
visitó por primera vez en 1980 para corroborar que todo lo contado por escrito era
cierto, debió de experimentar en todo el cuerpo y no solo en el cerebro la comezón
insaciable que en los mejores novelistas suscita siempre una historia original.
No es frecuente que el propietario de un motel
confiese que ha instalado en el techo de numerosas habitaciones de su establecimiento
unas rejillas especiales desde las que espía a placer las actividades sexuales de
sus clientes. Y tampoco lo es que un voyeur vocacional de esta envergadura,
fascinado por el objeto de su deseo hasta el delirio onanista (cf. escena de sexo interracial, pág. 92), mantenga unos “diarios”
donde recoja un relato exhaustivo de las experiencias vividas durante años en
el ejercicio de su pasión de espectador adicto, y, en paralelo, elabore unas
tablas de clasificación de los actos ordenados por categorías y niveles de
competencia de sus actores, pensando que esa taxonomía del sexo constituye
también una tarea de relevancia científica, al estilo del informe Kinsey o los trabajos
coetáneos de Masters & Johnson.
Foos no es un perverso patológico y sus
inteligentes opiniones enriquecen a menudo la narración con un punto de vista libertino
sobre la sexualidad masculina y femenina. En el último encuentro con Talese,
Foos es un septuagenario obeso y desengañado y un voyeur retirado que solo
alimenta la libido retiniana, junto con su segunda esposa, Anita, consumiendo
porno en un televisor de ochenta pulgadas. En la entrevista final, Foos confiesa
a Talese que, comparado con su voyeurismo falsamente inocente, el nuevo
voyeurismo de las cámaras del Gran Hermano gubernamental le parece una obscena
exhibición paranoica al servicio de la
vigilancia impersonal y no del placer individual y el conocimiento. Y el viejo
periodista asiente con simpatía
ante ese
signo de inteligencia situacional, entendiendo que el “Voyeur más grande del
mundo”, como se autodenomina en un pasaje de los “diarios”, se siente doblemente
desfasado en una cultura que prescinde de los vicios del ojo humano para
inspeccionar sin tapujos la vida de los ciudadanos.
Cualquiera que tuviera la sensibilidad cómplice y
el hambre de realidad de Talese, aun percibiendo desde el principio las mistificaciones
de Foos, se dejaría arrastrar, como hace el lector, por el método peligroso del
voyeur para desvelar las grandezas y miserias del instinto sexual y las
prácticas asociadas. Como documento histórico, el libro es de un valor
incalculable, como crónica periodística es magistral, sin discusión, y como examen
de la naturaleza humana es de una lucidez implacable y cegadora. Gracias a todo
esto, más allá del escándalo fariseo, el nombre del mirón misántropo Gerald
Foos quizá pase a ocupar un papel de epígono crepuscular en la larga lista de pequeños
y grandes nombres de la historia de la revolución sexual del siglo XX, ya narrada
por Talese con profusión y sagacidad en su espléndido libro “La mujer de tu
prójimo”.
Tras ganar en Francia el provocativo premio Sade
en 2017, “El motel del voyeur” se reedita ahora en bolsillo en una versión revisada
por el autor.
POSDATA DOBLE: 1. Hay un magnífico relato de Edogawa
Rampo que recuerda poderosamente a la anécdota del caso Foos contada por
Talese como si fuera una novela experimental. Se trata de “The Stalker in the Attic”
(1925; cito el título inglés y la fecha de publicación según los recoge The
Edogawa Rampo Reader; Kurodahan Press,
2008), aunque aquí el giro es más criminal que sexual, pero la amarga misantropía
del protagonista es similar. En la estupenda versión cinematográfica de Noboru
Tanaka (Watcher in the Attic; 1976),
donde se injerta en la trama la truculenta historia de otro relato memorable de
Rampo (“The Human Chair”; 1925), prima el alto contenido erótico sobre la trama
policial. Al fin y al cabo, es una película pinku, clasificada por su famosa productora (la compañía Nikkatsu) en su ardiente
colección de Roman Porno. 2. La
todopoderosa Netflix ha arruinado, con su anodino documental, la posibilidad de
una adaptación de El motel del voyeur
producida por Spielberg y dirigida por un director con tanta sensibilidad para
lo mórbido como Sam Mendes, en el estilo de su debut American Beauty. De todos modos, por paradójico que parezca,
el único director capaz de dar altura estética a las rigurosas taxonomías
sexuales y las tórridas escenas de voyeurismo del libro de Talese sería el gran
Peter Greenaway de los ochenta y noventa. O si acaso, el Brian de Palma más
explosivo y vulgar de la misma época. Nos estamos quedando antiguos, no tenemos
creadores de ficción audiovisual a la altura de los retos y desafíos del
presente, o los tenemos maniatados por presupuestos insuficientes, taquillas
hostiles, circulación limitada y difusión escasa, subvenciones vergonzosas y proyectos rechazados por productores medrosos. La cultura
espectacular lo devora todo como un agujero negro y vamos a remolque con la
lengua fuera, exhaustos y sin ideas propias. El hecho de que Netflix prefiriera
la no ficción a la ficción para abordar el asunto, lavándose así las manos en
el escándalo y la polémica, ya me parece significativo (continuará)…
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