martes, 27 de marzo de 2018

EROTISMO 2.0



[Alejandro Jiménez Cid, Pornogramas (musas atípicas y entrañables pervertidos), editorial Melusina, 2018, págs. 225]

            El siglo XXI nos está obligando a redefinir todas las categorías que dábamos por válidas e inamovibles, en la cultura y fuera de ella, si es que, como nos dicen los más agudos analistas del presente, la cultura no lo ha absorbido todo bajo su capa en el mismo momento en que la economía se ha adueñado de los fastos de la cultura. En el fondo, parodiando a Raymond Carver, de qué hablamos hoy cuando hablamos de cultura.
Ya en su libro anterior, Jiménez Cid había propuesto una irreverente arqueología del imaginario sexual, ciñéndose a la cultura canónica de los museos de pintura y escultura y la mitología grecolatina. En esta cuarentena de textos, agrupados bajo una etiqueta provocadora, en ambiguo homenaje al gran Roland Barthes, el autor se propone ensanchar la lente de sus análisis para abarcar todos los fenómenos culturales y episodios mediáticos que implican al travieso Eros en la cultura digital, pese a la corrección política y el clima de represión emergente contra cualquier representación del sexo, y en algunos de sus más sugestivos o cachondos precursores del siglo pasado.  


Es un libro para todos los gustos, como los surtidos catálogos de las mejores tiendas de accesorios eróticos, aunque a menudo se refiera a creaciones artísticas y experiencias privadas que bordean a conciencia el mal gusto. Una de las grandes conquistas de la sensibilidad contemporánea, precisamente, radica en haber abolido para siempre (¡cruzo los dedos!) esa barrera profiláctica establecida por el clasicismo ascético entre clases de gustos, dando a entender que en esta lábil materia es tan idealista discutir el gusto de los demás como privarse de disfrutar de la exuberante oferta del supermercado cultural del presente, nos obligue o no a rebajar nuestras expectativas de sublimación estética o moral.
De este modo, por estas gozosas páginas desfilan los dibujos animados menos conformistas (Ralph Bakshi, el anime más calenturiento, o series americanas con safismo polémico, como “Steven Universe”), las pin-ups y el cine porno de la edad de oro (Bettie Page, Piastro Cruiso, Radley Metzger), el cine revulsivo de Cronenberg y su inseminación del porno francés (Francis Leroi), los cómics sadomasoquistas (John Norman), los prejuicios apolíneos de Madonna con los amantes barrigudos, los raquíticos contoneos de Miley Cyrus y la opulenta danza del vientre del mundo islámico, los entresijos psicopatológicos de “King Kong”, con su fantasía de bestialismo imposible e inocencia salvaje, la moda cosmética del punk, el pornoterrorismo vaginal de Diana Junyent, las muñecas tetudas y tatuadas de la web “Suicide Girls”, o, dando un salto a los gloriosos años veinte, las barrocas orgías cinematográficas del villano Stroheim en el Hollywood de las ingenuas heroínas de Griffith.

Pero no solo de subcultura vive el lector inteligente y así, en la orgía textual orquestada por Jiménez Cid para evocar escenarios tabú y deseos prohibidos, la literatura juega un papel decisivo. Los grandes erotómanos de la historia imprimen su marca libidinal, demostrando que el erotismo y la pornografía, además de cosas mentales, son subproductos de la escritura.. El origen griego de la palabra pornografía así lo indica: “escritura sobre las putas”. Y la evocación de la emperatriz Teodora y sus hábitos sexuales superiores, si eso es posible, a los de la infamada Mesalina, abren el apetito a una historiografía secreta sobre las costumbres libertinas de los antepasados, sin olvidarnos de Roy Johnson, el millonario coleccionista de relatos erógenos que contrataba los servicios de escritores pornógrafos como Henry Miller para saciar su lujuria con nuevas historias salaces. Conjurados por el autor, aparecen vestidos de cuero los fantasmas pulsionales de Sade y Sacher-Masoch, el libertinaje del matrimonio Robbe-Grillet (Catherine & Alain), el masoquismo polimorfo de Bruno Schulz o la pasión taurófila de Georges Bataille, consumada en “Historia del ojo” con las memorables escenas de la muerte atroz del torero Granero y el jugueteo simultáneo de Simone con su vulva y los testículos de un toro. El caso más enigmático de todos los mencionados, sin embargo, es la ambigua autoría de la famosa novela “Historia de O”: publicada con seudónimo, aún hoy se ignora si fue Dominique Aury quien la escribió para complacer a su amante, el figurón cultural Jean Paulhan, o si fue este, en un bucle de perversión infinita, quien lo hizo para mostrar a Aury su viciosa visión de las relaciones entre hombres y mujeres, o si la perpetraron a dúo, en un acto de amor letraherido.
De todos modos, uno de los mayores aciertos del libro es la formulación de una paradoja original. La veneración por las imágenes, reclamada por Baudelaire como cualidad fundamental del esteta moderno, no vale nada sin fuertes dosis de iconoclastia. Y la figura desnuda del “Cristo crucificado” de Benvenuto Cellini, custodiada por los monjes agustinos de El Escorial con celo puritano, es el emblema gráfico de esa actitud estética muy adecuada a este tiempo de exhibicionismo (bi)sexual.


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