[Virginia Woolf, Las
mujeres y la literatura, trad.: Marta Gámez y Violeta Sánchez, Miguel Gómez
Ediciones, 2017, págs. 169]
Con Virginia Woolf conviene empezar por el
principio. La literatura es andrógina: no se reconoce ni en los supuestos
rasgos de un sexo ni en los del otro, por limitarnos a los dos establecidos por
las taxonomías convencionales. Uno de ellos, el sexo masculino, ha dominado la
literatura desde que existe con su poder y energía. El femenino, en cambio, por
más que haya tenido representantes de altísimo nivel desde la antigüedad (Safo),
se ha visto obligado a ocupar una posición subalterna en un escenario habitado
por musas que inspiran el genio viril, pero no pueden expresarse por sí mismas.
La androginia de la literatura la reconocía Virginia Woolf sin ambages, citando
al poeta Coleridge como autoridad, en su célebre libro “Una habitación propia”
y, sobre todo, en la sublime novela “Orlando”.
En el equívoco juego entre las partes femeninas
y masculinas del psiquismo humano, que es donde Woolf detecta el problema de la
identidad sexual, la literatura se presenta como un arte esencial: en la
constitución hermafrodita de la mente del escritor, con independencia de su
sexo real, la faceta femenina domina y la masculina se somete. Podría decirse
incluso, forzando al límite la maliciosa ironía de Woolf, que la historia de la
literatura ha sido tiranizada por hombres que actuaban como mujeres al precio
de marginar a mujeres que competían con ellos por el prestigio cultural obtenido
con el manejo de la pluma.
En este sentido, Woolf no es solo la primera
escritora feminista con conciencia de tal, sino una loba temible de las ideas revolucionarias
envuelta en una piel de cordero socialmente aceptable. Con estilo satírico,
Woolf critica los valores patriarcales del medio literario y, de forma
simultánea, los valores tradicionales del sistema social que impiden a las
mujeres adquirir la educación y la formación necesarias para expresarse y vivir
con libertad. Woolf se atreve a enfrentarse a sus fantasmas y deseos, y a los fantasmas
íntimos que cohíben la mente femenina, con objeto de que las mujeres puedan
hablar como tales en un lenguaje propio que no sea el de los hombres.
Este precioso libro incluye los ensayos más
inteligentes de Woolf sobre el papel de las mujeres en la literatura y la vida,
analizando en cada uno de ellos las trabas o traumas que bloquean el acceso a
la plenitud de la mujer, escritora o no. Como Woolf sabía bien, de nada sirve
liberar a las escritoras si no se hace lo mismo con las lectoras, receptoras en
el fondo de ese supremo acto de libertad simbólica que entraña la escritura.
Pero por más que sus elogios se dirijan a escritoras
decimonónicas como Jane Austen, Emily Brontë, Christina Rossetti o George
Eliot, no es hasta el siglo XX cuando Woolf halla una colega coetánea capaz de
resolver la paradójica ecuación de la escritura femenina. Se trata de la gran
novelista Dorothy Richardson, a quien con agudo sentido crítico Woolf atribuye
la invención de la “oración psicológica del género femenino”: “Es la oración de
una mujer, pero solo porque se utiliza para describir la mente de una mujer por
parte de una escritora que no se siente orgullosa ni tiene miedo de lo que
pueda descubrir en la psicología de su
sexo”. Sin embargo, es preocupante que Woolf, para
ampliar su canon literario hacia géneros menos elitistas, no incluya entre sus
escritoras de elección a la genial Mary Shelley, autora de “Frankenstein”, aunque
sí examine con complicidad el heroísmo vital e intelectual de su madre, la
pensadora ilustrada Mary Wollstonecraft.
En suma, no hay mejor metáfora de la necesidad
de libertad de la mujer, ni mayor exigencia moral para la sociedad, que
concederle un territorio donde se suspendan las obligaciones culturales,
sexuales y conyugales impuestas por el patriarcado y asumidas por la mujer, como la maternidad, con
sumisión sospechosa: “Así que, si podemos hacer una predicción, las mujeres
escribirán menos pero mejores novelas, y no solo novelas, sino también poesía,
crítica e historia. Pero para estar seguros, debemos mirar hacia esa, quizás
fabulosa, edad de oro en la que la mujer tendrá aquello que le ha sido negado
durante tanto tiempo: tiempo libre, dinero y una habitación propia”.
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