En un reciente encuentro con periodistas y escritores, algunos amigos
colombianos que habían compartido conmigo, sin
conocernos, el multitudinario homenaje de la Feria de Guadalajara en 2008, me
contaron que al Gabo, como lo llaman sus amigos y admiradores en todo el mundo,
las gentes del pueblo, tras la concesión del Premio Nobel en 1982, lo
interpelaban en la calle, cuando se lo cruzaban, llamándolo “Señor Premio” y al
cabo de unos años, abreviando el tratamiento con mayor ironía si cabe,
simplemente “Premio”. Solo por contar esta graciosa anécdota ya merece la pena
recordar las maravillas de su obra cumbre, las Mil
y una noches del continente americano…
[Gabriel García Márquez, Cien
años de soledad, Random House, 2017, págs. 400]
Muchos años después, cincuenta
exactamente, muchos lectores siguen preguntándose con razón qué hace de un
libro un acontecimiento, de una novela un clásico instantáneo, de una ficción
literaria un mito incontrovertible. Muchos años después, medio siglo
exactamente, los lectores especializados no salen de su asombro ante un
fenómeno que nadie había previsto en su tiempo. Y los lectores sin atributos
tienen la sensación de que el tiempo no ha pasado en balde y lo que en su época
se devoraba sin problemas, hoy en día, dada la rebaja de los estándares de lectura,
se ha convertido en un libro difícil.
Tras el premio Nobel en 1982 le preguntaron a
Gabo si prefería tener muchos lectores a cambio de rebajar el nivel artístico
de su escritura o mantener esta en lo más alto y obligar a los lectores a
ascender en la escala cultural hasta encontrarse con la recompensa de una
novela exigente como esta. Gabo, como novelista ilustrado, lo tenía muy claro:
fórmese primero a los lectores.
Se olvida a menudo que la historia de los
Buendía no habría sido posible sin que García Márquez recibiera la influencia
fecunda de grandes maestros como Cervantes, Proust, Faulkner, Joyce, Carpentier
o Kafka, mucho antes de pensar en construir un mundo que nunca existió más que
en su cabeza a partir de la materia prima y los componentes residuales del
folclore oral, la leyenda o el mito. Una de las fuentes de inspiración más
potentes de esta novela irrepetible desde siempre y para siempre es Borges. El
Borges de las ficciones y artificios, del español pulcro y exacto, pero también
el Borges de las inquisiciones teóricas, relector agudo de Cervantes, el Borges
de Pierre Menard y las “magias parciales del Quijote”.
Macondo es llamada “la ciudad de los espejos”
por el narrador y esta concepción especular le entrega al autor el poder
omnímodo de servirse de la imaginación y la fabulación hasta las últimas
consecuencias. Así, todas las coordenadas del texto (la hipérbole sistemática
de personajes y acontecimientos, la atmósfera onírica, los hechos
inverosímiles, las especulaciones alucinantes, las anomalías naturales, las
escrituras proféticas, etc.) se pondrían al servicio de la constitución de un
orden narrativo autónomo, la configuración de un mundo abigarrado y múltiple,
un mundo de mundos, al que dotarían de sus rasgos más destacados y singulares
respecto de la realidad exterior a la fábula.
Si uno lo piensa bien, la Macondo de García
Márquez es tan difícil de adaptar al cine porque sus escenarios fantásticos y
la epopeya mitológica de sus personajes solo pueden brotar de las frases y las
palabras mágicas con que el gran ilusionista les da vida literaria en cada
página, desde el principio hasta el final, desde el momento inicial de la
fundación mítica de Macondo al momento de su destrucción crítica, desde el Génesis
de ese mundo imposible hasta el Apocalipsis de las últimas líneas. Cuando al final de “Cien años de soledad” aparece
un viento intempestivo para borrar a Macondo del mapa de la imaginación y
acabar de una vez con todas las historias de los Buendía y sus enredadas
ramificaciones genealógicas, el lector comprende que la descomposición material
del mundo sirve como condición inevitable de la terminación poética y estética
del libro.
No por casualidad, antes de que la ciudad centenaria
sucumba al peso del tiempo y la decadencia moral irreversible, uno de los
personajes descubre que la literatura, como pensaba su creador, era “el mejor
juguete que se había inventado para burlarse de la gente”.
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