lunes, 14 de mayo de 2018

FICCIONES DEL TIEMPO



[Jacques Rancière, Tiempos modernos (Ensayos sobre la temporalidad en el arte y la política), Shangrila Textos, trad.: Mariel Manrique, 2018, págs. 117]

Pienso que hoy sería útil volver a pensar en este juego de a tres entre las narrativas de los procesos globales, la temporalidad de los momentos de emancipación y el tiempo de la ficción literaria, a fin de salir de la gran narrativa de la necesidad presente en esas dos versiones de la administración de lo único posible o la catástrofe final.

-Jacques Rancière, Tiempos modernos, p. 29-

         No puede desconectarse este libro de la lectura de “Aisthesis”, la gran obra de Rancière, publicada también por Shangrila, donde el filósofo francés procedía a evocar una suerte de arqueología artística de la modernidad. El concepto de modernidad en Rancière aparece totalmente desvinculado de la estética modernista más dogmática o puritana. De hecho, su proyecto de definición de un “régimen estético del arte”, surgido en el siglo XVIII y aún vigente, constituye una tentativa de impedir tal confusión y establecer una forma de comprensión unitaria del tiempo moderno y el modernismo histórico como “arte nuevo en sincronía con todas las vibraciones de la vida universal”.
La reivindicación estética emprendida por Rancière sostiene que el arte se relaciona con la tarea improductiva de la contemplación y el desarrollo de las facultades sensoriales menos valoradas en el mundo utilitario capitalista. La paradoja conceptual de Rancière define el “régimen estético del arte”, por tanto, como dominio exclusivo donde el arte puede llegar a ser reconocido como tal al tiempo que se presenta como “cosa distinta” del arte, más allá o acá de la idea establecida de lo bello. Esto parecería un subterfugio intelectual para reinscribir en la estética una cierta influencia de la historia, el compromiso y la sociología, pero no es así. En realidad, la acertada estrategia de Rancière solo pretende sortear los escollos ideológicos que se interponen entre el arte y el pensamiento con el fin de restituir al primero la fuerza de transformación de la sensibilidad y la inteligencia que incorpora como promesa a menudo incumplida.
“Tiempos modernos”, precisamente, viene a explicar los fundamentos de esa comprensión para inscribir la temporalidad del arte y la política en lo que él mismo ha llamado la “distribución de lo sensible” que caracteriza el mundo común de la vida moderna.  Este instructivo libro se unifica bajo la advocación de una célebre película de Chaplin, que ya en “Aisthesis” daba lugar a una reflexión crítica sobre la ambigüedad del cine respecto de la tecnología que lo producía. Y sus cuatro capítulos se centran en paradigmas de esa expresión moderna en el cine, la danza y la literatura, con la pretensión de formular analogías con la política que iluminen el decurso del último siglo desde un punto de vista que invierta la perspectiva de historiadores y sociólogos, dando primacía a las formas artísticas en la representación de las revolucionarias mutaciones de la sensibilidad.
Si el cine ocupa un lugar de privilegio en el pensamiento de Rancière es porque el filósofo ve en él, desde sus orígenes, el lugar efectivo de una “democratización de las emociones” y una apertura intempestiva a las posibilidades de la vida, con ejemplos como Dziga Vertov y su revolucionaria experiencia del tiempo moderno fragmentado y ensamblado por el montaje (El hombre de la cámara) y los relatos de lucha de clases de John Ford (Las uvas de la ira) o Pedro Costa (En el cuarto de Vanda, Juventud en marcha, etc.) para demostrarlo. La estética de Rancière propugna un arte abierto a “una interrogación radical acerca de la temporalidad, hoy en día, de la política en sí misma”. (Una interrogación de signo anti-aristotélico, por cierto, que en su último libro, Les Bords de la fiction, aún inédito en español, confronta la realidad a la ficción haciendo de esta un emblema de racionalidad filosófica frente a la causalidad de la historia y la irracionalidad de la experiencia ordinaria y situando a las ficciones de la literatura en un territorio intransigente, siempre enfrentadas a las ficciones de la política y el poder establecido.)
Una sola objeción parcial opondría al discurso de Rancière. Su predilección reiterada por ciertas obras, la restricción de sus análisis a un cine que confirme sus ideas, podría hacer pensar que el filósofo solo busca ilustrar sus tesis y no enriquecerlas con obras menos previsibles y prestigiosas. En definitiva, el lector cómplice de Rancière le agradecería un esfuerzo intelectual para ampliar el radio de sus reflexiones más allá del círculo de confort en que parece instalado su pensamiento. Aunque sea para emitir juicios estéticos negativos con una contundencia que solo algunas entrevistas en revistas especializadas (como Cahiers du Cinéma) permiten entrever. Todos saldríamos ganando. 

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