La liga de los campeones se juega todos los días en todos
los campos.
Se mire
como se mire, la realidad está organizada como la Liga de Campeones. Los
ganadores subidos al podio, contemplando el mundo desde el vértigo de su
victoria, y los perdedores a sus pies, mirando cabizbajos hacia otro lado para
rehuir la verdad de la derrota. El mundo es de los campeones, como canta Queen.
Y campeones son todos los que hacen historia. La confusión reina en esto también
y hay periodistas que aún no saben distinguir entre Napoleón, Hitler, Roosevelt,
Franco y Stalin. Lo lamentable de esa manera primitiva de entender la historia
es que solo cuentan los políticos y los militares, los caudillos totalitarios y
los secuaces carniceros que perpetraron sus victorias o sufrieron sus derrotas.
No hay más. Es la infame gesta de la humanidad.
Cuando
dentro de poco alguna inteligencia artificial de última generación reescriba la
historia humana, verificando el fin ecológico del planeta y buscando las causas
de la extinción de una especie animal que pasaba por inteligente, verá que el
principal error cometido por esta fue la atribución del rango de campeón a
cualquier pelagatos ambicioso y egoísta, ya fuera presidente del país más
poderoso del mundo o de una insignificante región donde hasta el agua corriente
olía a podrido.
Según la
opinión común, el mundo está superpoblado de campeones que, liguen o no como
los futbolistas, se disputan a diario los triunfos de la liga de los campeones.
Y así nos va. Rara vez la palabra campeón es atribuida a un artista, un
científico o a un gran escritor como Juan Goytisolo. Eso demuestra que ser
considerado un campeón es un calificativo obsceno, un título nobiliario tan ridículo
como ofensivo. Los únicos campeones admirables, como Don Draper en “Mad Men”, son
los que llevan al paria pegado a la piel.
Es verdad
que para meterse en política, como piensa un cerebro popular, no es obligatorio
ser pobre. Solo faltaba. En este país picaresco y castizo, existen dos castas
jerarquizadas. Los trepas menesterosos que se arriman al poder en busca de
beneficios y las élites económicas que manejan el tinglado para preservar sus
intereses. Los primeros tienen disculpa, aunque conviertan la política en una
profesión mediocre, mientras los segundos expolian las arcas públicas en su
provecho y el de sus allegados.
Un
escritor ironizó una vez con que el presidente más adecuado a la idiosincrasia
americana sería un entrenador. En España, donde se reverencia el patrimonio inmobiliario
por sobre todas las cosas, es lógico que el presidente de gobierno sea
administrador de la propiedad. Como también que el mafioso madrileño número uno
fuera simpatizante del defenestrado fiscal anticorrupción. A este paso, instalados
ya en el régimen del balón global, el próximo líder planetario podría ser el
presidente de un club triunfador. Un campeón total. Cosas peores se han visto.
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