[Daniel Tammet, La
conquista del cerebro (Un viaje a los confines y secretos de la mente),
Blackie Books, trad.: Ismael Attrache, 2017, págs. 332]
El cerebro es Dios y nosotros sus fieles
servidores. Así ha sido desde el principio de nuestra andadura como especie en
la tierra y así será hasta el fin de la historia en que los cerebros humanos
cedan el dominio a cerebros e inteligencias artificiales creados por ellos a
imitación y semejanza de sus circuitos neuronales y funciones cognitivas. Esto
explica la historia de la cultura y la historia de la técnica. Toda la historia
humana cifrada en la relación de los individuos y la especie con ese órgano que
es todo para nosotros, como el monolito de “2001” de Kubrick, con el que monos
y astronautas mantienen una relación reverencial. El cerebro destila inteligencia
y controla el sistema nervioso y los órganos sensibles. El dialogo con él es la
base de todo lo que hacemos. Pero vive amenazado en permanencia por la
enfermedad, el desuso o la disfunción.
Como contó en su autobiografía (“Nacido en un
día azul”), Daniel Tammet es un “savant”, es decir, una paradoja humana:
alguien que en su infancia se mostró como un autista, desconectado de los
procesos convencionales del aprendizaje, y que después fue considerado un
superdotado, alguien con dotes superiores para la adquisición del conocimiento lingüístico
y matemático. Y este es uno de los puntos fuertes del libro a la hora de
prestarle autoridad y credibilidad a su discurso. Tammet es un excelente
divulgador, además, en un ámbito especializado donde los científicos se arrogan
con soberbia los prestigios del saber y los charlatanes opinan sin fundamento.
Partiendo del poema de Emily Dickinson donde se celebra
la magnitud del cerebro (“El cerebro es más amplio que el cielo”), Tammet
despliega un recorrido argumental asombroso, orbitando en torno al cerebro y a
su problemática con admirable amenidad y gran conocimiento. La especie humana
ha sentido siempre veneración y temor al cerebro. Cuando era ignorado, se le
atribuían cualidades divinas y a medida que la ciencia lo fue diseccionando se
lo quiso reducir al funcionamiento maquinal de un ordenador, como pretendieron
los cognitivistas, más interesados en crear cerebros artificiales utilizando
como modelo precursor el cerebro humano que en indagar en la prodigiosa vida de
este.
Capítulo tras capítulo, Tammet tiene la
inteligencia de ir analizando las múltiples formas de la inteligencia, las
experiencias y las ideas históricas sobre el cerebro, con el fin de esclarecer
cuál debería ser nuestra relación más provechosa con él y su extraordinario
potencial y disipar las mistificaciones que nos han impedido comprender su plasticidad
y enorme poder. Para empezar, el cerebro es democrático. Salvo que exista
alguna enfermedad hereditaria, todos los humanos, sea cual sea su raza o sexo,
nacen con las mismas oportunidades formativas. El contexto será, en gran parte,
el que formatee e instruya ese cerebro y le permita o no desarrollar sus
facultades intelectivas. Aquí reside la importancia de la educación: corregir
los déficits de los entornos sociales, culturales o familiares. Un cerebro debe
alimentarse bien desde el principio y Tammet habla sin complejos del “alimento
para la mente”.
Vivimos en una sociedad tecnocrática dominada
por el saber trivial y la intoxicación informativa. Uno de los capítulos más
luminosos del libro afronta esta trascendental cuestión. Cómo sobrevivirá el
cerebro a los excesos de información inútil y los vicios intelectuales y nuevos
modos de conocimiento inducidos por el abuso de internet. Al menos si queremos
preservar la posibilidad de un futuro humano, como dice Tammet: un futuro donde
el límite entre humano y máquina sea tan nítido como la luz del amanecer.
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