Un jardín
francés es un espacio presidido por la majestad del orden geométrico. El jardín
inglés, en cambio, lo rigen las emociones primarias, los paisajes pintorescos y
la nostalgia artificial. En un jardín francés, la vegetación se clasifica por tamaños
y formas constituyendo un suntuoso modelo de organización cartesiana de la
realidad. La racionalidad no es belleza, pero si es eficiente termina
resplandeciendo como la luz del sol. Este es el modelo ideológico de Emmanuel Macron, el nuevo Napoleón
del Elíseo.
En
Francia mandan las élites y Macron se ha erigido en su líder novelesco renovando
el pacto de modernidad que convirtió al país en una potencia mundial en la
posguerra, cuando los principales estamentos del poder y la industria se
aliaron para crear una tercera vía más ilustrada entre el capitalismo americano
y el comunismo soviético. Con altos y bajos, Francia ha sido desde entonces un Estado
tecnocrático eficaz dirigido por la todopoderosa razón y la inteligencia matemática
de sus élites. Francia no podía caer en las manos ineptas del populismo identitario
sin arruinarse. La tecnocracia francesa es la gestión de altos funcionarios
formados en grandes escuelas mientras el lepenismo solo representa el
movimiento reactivo de los que se sienten aplastados por las élites. Y Macron,
filósofo antes que financiero, presidirá una Francia hipermoderna que apuesta
por consumar su destino tecnológico en la era digital.
Los que
juegan sucio con su nombre no comprenden que Macron no es un apellido común sino
un acrónimo. Siglas de un ente corporativo que nadie sabe descifrar. Su ambiguo
programa está diseñado como síntesis política para gustar a todo el mundo
excepto a los populistas. La incertidumbre cuántica de su ideario permite que
se le pueda considerar de izquierdas o de derechas según la perspectiva del
observador. Tras el semblante mediático de Macron se oculta un histrión
maquiavélico instruido por su mujer desde la adolescencia para seducir con sus
maneras eclécticas a unos votantes hartos de pugnas espurias entre partidos
amortizados.
El mustio
Mitterrand fomentó el Frente Nacional para debilitar a la derecha gaullista. Es
un signo propicio de los tiempos que el partido socialista y sus rivales
históricos fracasaran en estas elecciones a la vez que el lepenismo descubría
sus límites. Francia solventa así los desaguisados del siglo veinte y se
instala en el veintiuno, procurando una lección política al mundo occidental.
Todo esto
me cuenta el domingo frente al mar un cónsul retirado para convencerme de solicitar
cuanto antes la doble nacionalidad. Si Macron gobierna con inteligencia, podría
salvar la democracia tricolor y destruir a la chusma fascista. El viejo cónsul
recupera el orgullo patriótico silbando “La Marsellesa” mientras el día se
apaga como un candelabro versallesco hasta dar paso a la noche. En el cielo
vacío se perfila ya el ascenso de la influyente constelación Macron.
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