No existe
una sola América sino muchas. Una entidad plural, ramificada y contradictoria
que se multiplica al infinito en la galería de espejos de la cultura de masas y
se refracta y fragmenta en el cerebro de los consumidores de cine, literatura y
televisión tanto como en los de sus intérpretes más avezados. No conviene
reducir América a una realidad territorial. Quizá la verdad del escenario
americano haya que encontrarla en otro lugar, en una pantalla de cine o
televisión, desde luego, y entre las páginas de algunos libros. Un ente más
mitológico que real, más imaginario que realmente percibido, menos localizado
en un espacio geográfico definido por categorías sociales y políticas que en un
continente ilimitado e inabarcable que reside en las saturadas mentes de los
ciudadanos de la megalópolis global, más atentos a los últimos productos
aparecidos en todas las pantallas de los dispositivos puestos a su alcance que
en comprender críticamente el designio de ese consumo ferviente y masivo. En
cierto modo, América somos todos, lo reconozcamos o no de forma abierta, y en
el escenario americano, guste o no a los críticos del sistema, se dirime una parte decisiva de los
conflictos esenciales que caracterizan a la vida humana del siglo XXI.
“La
cultura americana, al revés de la europea,
se caracteriza por no haber pasado por los valores y gustos de la
burguesía… La cultura americana, en lo que tiene de específico, se situaría así
entre lo primitivo y salvaje y el simulacro más sofisticado. De ahí su
fascinación, tanto en los productos de alta cultura como en los de la cultura
de masas, donde reside una parte importante de su fuerza mundial. Es por eso
que la búsqueda de obras de arte y espectáculos cultivados me ha parecido
siempre fastidiosa y desplazada. Una marca de etnocentrismo cultural. Si es la
incultura lo que es original, entonces es la incultura lo que hay que captar.
Si el término gusto tiene un sentido, entonces nos ordena que no exportemos
nuestras exigencias estéticas allí donde no tienen nada que hacer… La
banalidad, la incultura, la vulgaridad no tienen aquí el mismo sentido que en
Europa”
-Jean Baudrillard, Amérique
(pp. 98-99; la traducción es mía)-
[Manuel Vilas, América,
Círculo de Tiza, 2017, págs. 215]
Este no es un libro sobre América ni sobre los
americanos. Este es un libro de Vilas sobre Vilas mirando y admirando una
América que entiende y no entiende, dándose de cabezadas contra un muro de
opacidad y ruido que no es todavía el de Trump pero se le parece en lo esencial.
Es el libro de un poeta español que viaja por una América excéntrica y que
habla consigo mismo sobre lo que ve y sobre lo que vive sin dejar de pensar que
es español y poeta y que esa doble condición impone su marca expresiva y
existencial en todo cuanto toca.
El viajero Vilas es plenamente consciente de
pertenecer a la tribu itinerante de los marginales y los minoritarios de la
cultura, a pesar de la inteligencia y agudeza de sus juicios y percepciones, y
a la raza de los oscuros, los parias de la tierra, esos pueblos meridionales a quienes
Estados Unidos atrae y repele, por sistema, con la misma fuerza fatal con que el
fuego atrae a la polilla. El muro ciclópeo de Trump es el muro del miedo y el
odio, como reconoce Vilas, erigido con saña contra quienes no pueden evitar
sentir la atracción casi sexual de esa utopía realizada que es América para sus
mestizos habitantes. Esta es la gran originalidad del país llamado América: ser
el único paraíso en la tierra que posee todos los atributos del infierno.
Los viajes de Vilas por la América profunda, o
por sus urbes más rutilantes, son como un interrogatorio paródico a una
realidad inmensa cuyo misterio final es indescifrable para la inteligencia. Es
el misterio de las superficies y las cosas instaladas en su banalidad artificial,
el secreto insondable de la esfinge americana: el misterio de los restaurantes
y los coches, las carreteras rurales y las ciudades inexistentes, los ríos
anchos y caudalosos, el resplandor de los hoteles y las comidas copiosas, los
escritores antiguos y los cantantes populares, Warhol, los Walmart y los
Simpson, las hamburguesas y la Coca-Cola, las casas prefabricadas y los sótanos
repletos de residuos siniestros y malolientes.
La América de Vilas es una vibrante colección de
recuerdos e impresiones, sensaciones e instantáneas que el viajero va
registrando con prosa ingeniosa para que el lector pueda viajar con él, sentado
en el peligroso asiento del copiloto. Al viajero Vilas todo en la construcción
cultural americana, tan primitiva y salvaje como sofisticada, le provoca
curiosidad morbosa y comentarios ocurrentes y con la misma energía verbal con
que penetra en las menudencias triviales que le salen al paso se entromete en
el gran bucle de la literatura americana.
Mientras viaja por América, a Vilas, como en libros
anteriores, también le duele España de un modo persistente e incisivo. Ese
dolor arraigado en lo más profundo de su yo de escritor le permite decir lo
indecible sobre su país. La estafa y la impostura, la miseria y la desgracia
del ser español en la historia y en el presente. No hay ocasión en que las
analogías críticas no se dirijan con ironía a la madrastra cernudiana a la que
culpa con humor de sus desdichas y a la que ama como solo un poeta puede amar a
la matriz que le dio la vida. La madre patria del cordero español: “un país
previsible o anestesiado, un país con más pasado que futuro, pero con un pasado
imprecisable y oligarca, siempre huyendo de la imaginación carnavalesca y de la
celebración vulgar de la vida” (es la diatriba entera de Vilas contra España y
no solo este breve extracto (pp. 19-20) lo que habría que leer partiéndose de
la risa y difundir entre los incrédulos y los fariseos, los mojigatos y los
oportunistas, los monaguillos y los trepas, etc.).
Una sola corrección, insignificante quizá, le
haría al gran viajero Vilas, yo que viajé mucho a Estados Unidos en los años
noventa, me casé en Las Vegas y juré amor eterno a esa ciudad artificial como
pocas (y a Los Ángeles y a Nueva York) y en este siglo también viví allí largo
tiempo y escribí sobre América una novela excéntrica (Providence). La teleserie Stranger
Things no representa tanto la alternativa al modo de vida americano, como dice él y tendremos ocasión de discutir en
nuestro próximo encuentro, él sobrio por dentro y por fuera y yo disfrutando de un buen bourbon para
variar, como su dimensión oscura y
maléfica. Ese reverso tenebroso del que el gran cineasta David Lynch ha creado una fantástica
cartografía en imágenes.
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