jueves, 25 de julio de 2024

LO IRREPARABLE


 [Salman Rushdie, Cuchillo, Random House, trad.: Luis Murillo Fort, 2024, págs. 207]

Este es un libro sobre lo irreparable. Lo irreparable, como decía Agamben, es que las cosas sean como son. Como el mundo es, esto es lo irreparable. Pero esto no lo vuelve trascendente. Al contrario, como dice Rushdie, evocando a Kundera, en este libro conmovedor y veraz como pocos: la insoportable levedad del ser es la única verdad de la vida y del mundo. Y, por tanto, el atentado que sufrió el 12 de agosto de 2022 por parte de un fanático descerebrado en nombre de Alá se integra en esa cadena de absurdos que constituyen la trama de la existencia humana. La diferencia es que el cuchillo afirma de manera absoluta, durante el acto por el que un terrorista integrista pretende acabar con la vida de un escritor ateo, el poder criminal de la ortodoxia y el fundamentalismo frente al arte y la libertad de pensamiento y expresión.

Si la vida no es trascendente, en suma, cualquier acto cometido contra ella tampoco. Esto es lo que obsesiona a Rushie, maltrecho, tuerto, casi ciego como Borges y manco como Cervantes. Un emblema de la sabiduría de la literatura y la cultura frente a la barbarie y la irracionalidad. Como decía Christopher Hitchens sobre la fetua contra Los versos satánicos: en un lado se pone todo lo que odio, la dictadura, la religión, la estupidez, la demagogia, la censura, el acoso y la intimidación, y en el otro todo lo que amo, la literatura, la ironía, el humor, el individuo y la libertad de expresión. Treinta y cinco años después de la sentencia del ayatolá contra el autor del libro sacrílego, y casi dos años después de su ejecución parcial, la elección del programa político al que deberíamos apoyar no ofrece alternativa, aunque cierta izquierda sectaria naufrague hoy en la confusión moral y el dogmatismo ideológico del multiculturalismo mal entendido.

Lo irreparable es que nada vuelva a ser igual para Rushdie después del atentado, ni para su cuerpo ni para su cerebro creativo. Las dudas sobre las expectativas de una vida mermada, a pesar de todo, las dudas sobre la vivencia cotidiana y sobre la posibilidad de volver a crear novelas que estén a la altura de su obra anterior, se ven resueltas por el acto de amor que entraña también la escritura de esta confesión dolorosa. La lectura del libro es un testimonio del combate de la inteligencia contra el fanatismo y de la recuperación del escritor que necesita superar el trauma y creer de nuevo en sí mismo. Y, al mismo tiempo, la constatación de que solo el amor de una mujer como Rachel Eliza Griffiths está por encima de todo. El amor lo vence todo, como decía Virgilio. El amor humano, no el divino, tan peligroso como el odio.

Una religión que utiliza la muerte como instrumento de su credo, o como defensa de su doctrina, es una religión que merece ser considerada como religión de la muerte. Y eso es lo que revela a Rushdie el cuchillo que estuvo a punto de acabar con su vida. La muerte es la antítesis del amor. La religión del amor no enarbola cuchillos ni armas mortíferas. La religión del amor es la única religión, o creencia moral, o ética, que los seres humanos deberían profesar para dar un salto evolutivo que dejara atrás la violencia y la incultura. Este libro de Rushdie es, en el fondo, un alegato humanista para una sociedad que le está volviendo la espalda, por cinismo y estupidez, a los valores culturales del humanismo. Solo por esto, sería de lectura obligatoria. 

domingo, 14 de julio de 2024

MALDITO SADE


 [Joel Warner, La maldición del marqués de Sade, Crítica, trad.: Efrén del Valle, 2024, págs. 330] 

Pero el cuerpo tenía sus propias formas de cultura. Tenía su propio arte. Las ejecuciones eran sus tragedias, la pornografía era su romanticismo. 

-Margaret Atwood, Oryx y Crake-


         Un libro apasionante como este, aparecido en un momento crítico como el final de la pandemia, tiene la virtud de obligarnos a reflexionar sobre el significado de la figura equívoca del marqués de Sade en el mundo del siglo XXI. La inteligencia de Warner en la construcción del libro se manifiesta en una doble narrativa, convergente y divergente al mismo tiempo, que tiene el acierto de poner en perspectiva la historia cultural de los últimos dos siglos.

El origen de ambas series es común. La noche del 22 de octubre de 1785 en la que Sade, prisionero en la Bastilla, comienza a escribir su novela más terrible, Las 120 jornadas de Sodoma, ese artefacto supremo de la contabilidad aplicada a la pasión criminal, de un horror insuperable en la descripción y clasificación de las conductas psicopatológicas vinculadas al instinto sexual, un antecedente ficcional del célebre libro de Krafft-Ebbing (Psychopathia Sexualis; 1886). Sade lo escribe en secreto cada noche, en sesiones de tres horas, durante treinta y siete días, pegando hojas de papel con ánimo maníaco y dándole la vuelta al rollo para escribir por el anverso con una letra diminuta. Terminado, enrolla el manuscrito y lo guarda en un escondrijo de la pared de su celda. En julio de 1789, antes de que estalle la revolución, Sade es trasladado al manicomio de Charenton y olvida llevarse consigo el rollo novelesco, lo que le ocasionará un sufrimiento indecible. Aquí comienza la maldición de esta obra a lo largo del tiempo, pasando de mano en mano, de coleccionistas y bibliófilos a sexólogos y seguidores de la literatura de Sade, hasta terminar en poder del Estado francés, que lo custodia con celo republicano como a una preciosa reliquia de su patrimonio cultural.

La doble serie del libro alterna los episodios de la biografía de Sade, con toda su carga de sensualidad desbocada, lujo aristocrático, libertinaje, violencia, provocación y desgracia, y las vicisitudes del pergamino original, entre Francia y Alemania. Más allá de bibliófilos codiciosos o lectores viciosos, fueron dos los personajes más fascinantes, ambos judíos, que tuvieron una relación fecunda con el perverso manuscrito: Iwan Bloch, experto en enfermedades venéreas e interesado en descubrir las causas profundas del desafuero libidinal de la modernidad urbana; y, en especial, la vizcondesa de Noailles, Marie-Laure, tataranieta de Sade, a la que la lectura del manuscrito de Las 120 jornadas de Sodoma le cambió la vida burguesa de la que disfrutaba en el corazón de París junto con su marido, el vizconde de Noailles, fomentando con su financiación las más audaces aventuras de la vanguardia artística del momento, como La edad de oro de Buñuel, tan impregnada de lecturas sadianas (Buñuel leyó también el manuscrito custodiado por la vizcondesa y rindió un sarcástico homenaje a la novela con ese final ofensivo en el que Jesucristo aparece disfrazado como el libertino más contumaz de los que abandonan el castillo tras consumar la gigantesca orgía). Bloch apadrinó con su autoridad científica y su rigor moral las primeras ediciones restringidas de la obra sadiana y, en gran parte, a él se debe el prestigio y la consideración del discurso del autor de Juliette; mientras Marie-Laure, dueña exclusiva del rollo erótico y destinataria ideal de sus signos efusivos, supo comprender mejor que nadie a comienzos del siglo XX la promesa de libertad individual y la invitación al placer cifradas en Sade.

Comparados con el sexólogo alemán y la aristócrata parisina, los otros bibliófilos y coleccionistas que se disputaron hasta ayer mismo la propiedad del rollo maldito demuestran que la pasión por el dinero y el fetichismo de los objetos son directamente proporcionales al desinterés por el valor simbólico de la obra sadiana. Incluso así, Warner logra transmitir una lección esencial sobre el papel de la literatura de Sade en el desarrollo de la espiritualidad humana. 

lunes, 1 de julio de 2024

EN BUSCA DEL CHISME PERDIDO

Nos pasamos la vida esperando que Mefistófeles nos ofrezca cumplir todos nuestros deseos a cambio de un alma que no vale nada o muy poco a nuestros ojos en comparación con las promesas y tentaciones que la vida nos hace a diario. Nos pasamos la vida esperando ese momento y nunca llega, para nuestra desgracia, o, si termina llegando, los deseos se revelan insatisfactorios y las promesas indignas. No hay solución. Capote lo sabía. Todo lo demás son cuentos, o novelas, ficciones inútiles, hechas para el entretenimiento y el consuelo masivos, como esta maravillosa novela incompleta, una de las más cáusticas (en el sentido celiniano de la expresión) de un siglo como el veinte que abundó en ironías y sátiras más o menos canallescas… 

[Truman Capote, Plegarias atendidas, Anagrama, trad.: Ángel Luis Hernández, 2024, págs. 189] 

      Inconclusa y póstuma. Suena a maldición y no lo es. Esta novela interminable es la punta del iceberg de una obra que Capote concibió para ajustar las cuentas al mundo en el que se movía como una piraña hambrienta y, al mismo tiempo, la consumación de su talento, conocimiento mundano e ingenio cáustico. Como Proust, sí, debió pensar, al verla diseñarse en su mente, pero con la malicia canalla de un navajero en horas bajas. En 1966 firmó un sustancioso contrato a cambio de esta novela en curso, semanas antes de que el éxito avasallador de A sangre fría le mostrara el valor lucrativo de su escritura y el morbo infinito de los lectores.

Todo esto, por cierto, no habría vuelto a la actualidad de no ser por la magnífica miniserie Feud: Capote contra los cisnes, de Gus Van Sant y Ryan Murphy. Esta joya televisiva ha creado el contexto perfecto para leer esta novela inacabada de Capote y comprender al fin las motivaciones de su gestación traumática y los móviles de la escritura del autor americano. Más que una novela en clave, como suele repetirse sin reflexionar demasiado, Plegarias atendidas (1986-87) es una novela clave en el canon de Capote.

El difunto Edgardo Cozarinsky hablaba en un ensayo antiguo (“El relato indefendible”, escrito en 1973, dos años antes de que Capote diera a conocer algunos polémicos y chismosos capítulos del libro en la revista Esquire) de los orígenes de la novela (“o, menos taxativamente, de los relatos de ficción”) y descartaba la mayoría de las teorías corrientes, refrendando el chisme, el cotilleo, el subproducto oral de la vida social como factor determinante en la génesis peculiar de este género. Cozarinsky pensaba en Jane Austen y en su influencia en las estrategias narrativas de la “mujer araña” (Manuel Puig), aunque no lo declaraba abiertamente, pero se apoyaba en las teorías y la narrativa de Marcel Proust, Henry James y Jorge Luis Borges para validar su hipótesis, nada descabellada. Años después, en una revisión virtual del texto, bien podría haber utilizado los tres espléndidos capítulos de esta novela de Capote y, muy en especial, el memorable “La Côte Basque”, el último de ellos, que le acarreó un sinfín de desgracias y una quiebra insondable del lazo que lo unía al grupo de amigas de alta cuna y alta cama con las que compartía mesa y mantel en el lujoso restaurante neoyorquino del mismo nombre.

En “Monstruos perfectos”, el capítulo más extenso, se nos presenta la figura de P. B. Jones, un pícaro moderno, tan lleno de ambiciones artísticas como de deseos insaciables, un aspirante a escritor cuya autobiografía incluye la orfandad temprana, la celosa educación católica y las precoces experiencias sexuales que lo convierten en un amante polimorfo, tan dotado para la prostitución como para la compañía íntima más gratificante. Entre los monstruos logrados que reciben las caricias y zarpazos irónicos de Jones se encuentran la escritora eternamente becada y subvencionada Alice Lee Langman (en realidad, Katherine Anne Porter) y el dramaturgo de éxito y perverso integral Mr. Wallace (en realidad, Tennessee Williams).

Como modelos y musas, Capote eligió un sexteto singular de mujeres de la alta sociedad neoyorquina (Slim Keith, Lee Radziwill, C. Z. Guest, Gloria Guinness, Marella Agnelli y, sobre todo, Babe Paley) a las que quiso transfigurar literariamente, como escribe la novelista Kelleigh Greenberg-Jephcott (El canto del cisne; 2019), en personajes dignos de Flaubert, Tolstói y Proust, utilizando los cotilleos y chismorreos sensacionalistas sobre sus vidas privadas como material precioso con que nutrir sus cínicos relatos. El resultado, a juzgar por lo que ha sobrevivido al holocausto del manuscrito, podría haber sido una supernova narrativa con la que fundar un nuevo estilo de escribir, mitificador e iconoclasta a partes iguales, una innovadora chismografía que sirva para desnudar las imposturas de las élites y mostrar sin tapujos sus miserias y vergüenzas, y también, por qué no, sus placeres y privilegios.

Todo aquello, en suma, que las convierte en carne de revista glamurosa, como Esquire, donde Capote publicó como anticipo “La Côte Basque” en noviembre de 1975 y se labró la condena definitiva de sus cómplices cotillas, destruyendo para siempre el ambicioso proyecto de la novela. Con ese gesto melodramático, Capote demostraría que nunca comprendió que los destinatarios reales de su novela malograda no eran, precisamente, quienes la habían inspirado, sino la masa resentida y chismosa de lectores y lectoras que ardían por saciar su instinto morboso, su infinita curiosidad por el modo de vida de la clase alta y su irreprimible afán de venganza social.