Con ocasión de la muerte de Philippe Sollers
recupero este ensayo, incluido en un libro futuro titulado Batallas de amor, y que aspira a retratar a Sollers a partir
de la imagen singular que producen sus Memorias, publicadas en francés en 2007. Entre Sollers y yo ha habido, a lo
largo del tiempo, tantas afinidades como diferencias. Cuando en enero de 2014 se
publicó Karnaval en francés, novela
en la que aparecía como uno de los personajes del documental ficticio que
escinde el libro en dos mitades asimétricas, me criticó amablemente en una
columna de prensa por no entender el verdadero sentido de la palabra “libertino”.
Yo creo que no me perdonaba, en el fondo, que le hiciera decir en la novela que
había compartido orgías con DSK, violador consumado y falso libertino. En este texto
digo todo lo que pienso de bueno sobre él, más allá del bien y del mal, como
quería el maestro…
[Philippe Sollers, Una verdadera novela. Memorias, Mauro
Armiño (trad.), Páginas de Espuma, Madrid, 2008, págs. 430]
La primera
condición para escribir unas buenas Memorias
es haber tenido una vida incomparable. Una vida digna de ser vivida, una y otra
vez, en la experiencia y en el recuerdo. No es el caso de muchos memorialistas,
simples cronistas de la rutina y la nimiedad, pero sí de Philippe Sollers (1936-2023),
cuya vida, digan lo que digan sus enemigos, es más que memorable y merece
repetirse al infinito, como él mismo propugna, siguiendo la estela del círculo
vicioso, el eterno retorno nietzscheano. (Por otra parte, conviene recordar que L´Infini
es el nombre de la revista que Sollers fundó y dirigió en Gallimard desde 1982,
llamada así en homenaje al libro erótico destruido y luego recuperado de Louis
Aragon (La Défense de l’infini;
1923-1927/1997), y que sucedió a la desaparición de Tel Quel.)
Sollers
siempre ha escrito novelas donde la fuerte presencia de lo autobiográfico
marcaba sus peripecias con el sello de la subjetividad de su autor. Era hasta
cierto punto lógico que al escribir sus memorias quisiera atribuirles, con
notable ironía, la condición de novela, aunque los acontecimientos de la vida
de Sollers no necesiten ser contados recurriendo a las categorías de la
ficción, incluso en un contexto cultural donde el exceso de autoficciones y
ficciones biográficas apenas si encubre la homogeneización de los modos de vida
y la ramplonería del concepto de ficción vigente.
En este
sentido, Sollers tiene la gran ventaja de partir de la biografía de un sujeto
de nombre seudónimo (su verdadero apellido es Joyaux), es decir, de una
plataforma narrativa ya definida por la ficción del yo. Quizá sea ésa la mayor
limitación de su literatura, pero también es ahí donde se fundaría su grandeza.
Una de las grandes originalidades de este libro radica en su atrevimiento. No
podía ser menos si tenemos en cuenta que para justificar la existencia del
mismo Sollers se remonta hasta el Big Bang: “Me concederéis que insistir en
escribir unas Memorias en estas condiciones”, refiriéndose a las asombrosas
características del cosmos descrito por los científicos, “responde a lo
novelesco integral” (ibid., p. 297). Quizá por esto también se trata de un
libro escrito con una discreción y una sutileza, una elegancia y un
refinamiento singulares.
Es un
placer leer a Sollers cuando escribe sobre los temas que más le apasionan: el
siglo dieciocho francés, con su corte de libertinos y libertinas, sus fiestas
galantes y sus fulgores carnales; las aventuras literarias del siglo XX, en las
que ha participado como adalid, miembro destacado de la vanguardia europea; la
gran literatura y la gran pintura de la historia europea; su complicidad con
grandes figuras como el semiólogo Roland Barthes y el psicoanalista Jacques
Lacan, sus ciudades (Venecia, París o Nueva York) o sus escritores de elección
(Voltaire, Baudelaire, Rimbaud, Sade, Céline, Proust, entre otros). También
fascinan los fogonazos de su incisiva inteligencia al comentar la política del
siglo pasado y del presente, con opiniones de una lucidez aplastante. A Sollers
lo odia mucha gente, en la extrema derecha y en la extrema izquierda, en el
centro con tendencia diestra y en el centro con tendencia siniestra. No puede
pensar mal alguien que molesta a todas las facciones del espectro con su
insobornable independencia y autonomía de juicio. Y es que Sollers, que cometió
algunos errores estratégicos en el pasado (¿un burgués maoísta y
revolucionario? Pecados de juventud, como suele decirse) es un superviviente de
las guerras ideológicas del pasado y, por tanto, un inmejorable observador de
la farsa institucionalizada del presente (a la que su amigo y maestro Guy
Debord denominó la “sociedad del espectáculo” y Sollers, sin quitarle la razón,
prefiere llamar “desmundo” al
“Espectáculo”; ibid., p. 300).
Sin
embargo, el territorio exclusivo donde da más placer aventurarse con este
Casanova del siglo de la X doble (“la vida paralela, la vida verdaderamente
libre, el amor libre, tienen su dios singular. Sequere deum, dice la divisa de Casanova”; ibid., p. 121) es cuando
escribe, con gran desparpajo y sensibilidad, sobre su gran debilidad y su gran
fuerza, las mujeres. De las mujeres más importantes de su vida, según las
épocas: su madre Marcelle y su tía Laure (“Deseé vivamente a mi madre y a mi
tía”; ibid., p. 29), la joven vasca refugiada, Eugénie, con la que descubrió el
amor físico y la ternura de los marginados. Y luego la novelista belga
Dominique Rolin, su gran amor juvenil, y la prestigiosa escritora y
psicoanalista Julia Kristeva, su esposa y compañera de viaje de tantas
aventuras intelectuales. Sin identificarlas, como no podía ser de otro modo en
un escritor discreto como él, también escribe anécdotas confidenciales sobre
otras mujeres con las que ha vivido intensos amoríos, romances episódicos que
marcan las páginas de sus novelas con una estela sexual y sentimental
inigualable entre los contemporáneos (“He reunido muchas complicidades
femeninas en mis aventuras. Aparecen contadas en mis novelas, de forma más o
menos traspuesta”; ibid., p. 127).
Admirable
escritor este Sollers. Después de liderar la última vanguardia literaria de que
se tenga noticia, el grupo Tel Quel,
durante los años sesenta y setenta, y de haber capitaneado la gran renovación
europea del género con experimentos que, sin embargo, nunca estuvieron a la
altura de los presupuestos teóricos y filosóficos con que se quiso arroparlos,
su novelística dio un salto cuántico a partir de Mujeres (1983), donde abandona el corsé abstracto que comprimía su
talento y da rienda suelta a una visión tan penetrante como cáustica del mundo
contemporáneo. A partir de esta novela
magistral, que se ganó la admiración de Philip Roth, Sollers comenzó a
practicar una concepción narrativa relativamente más accesible en cuanto a
formatos y estilo, pero en la que seguía inoculando el mismo discurso
intransigente de los ensayos y artículos que prodigaba también con metódica
puntualidad (“El Arte sin el Sexo no es el Arte, pero el Sexo sin el Arte no es
el Sexo”; ibid., p. 195). Y es que Sollers, además de un novelista provocativo
e innovador, es una de las grandes cabezas pensantes de la tradición francesa
que se remonta a Rabelais y Montaigne y, pasando por los ilustrados más
ilustres, Voltaire y Diderot, se va diluyendo en el siglo XX hasta hacerse
irreconocible. Une vie divine (2006),
consagrada a la figura de ese intempestivo supremo que fue Nietzsche, otro gran
libertador moral como Sade, es tal vez la novela europea más original de la primera
década del nuevo siglo, al atreverse a mantener en el foco de la ficción a un Nietzsche
ventrílocuo que habla como Sollers, y viceversa, y vive instalado en París
entre modelos hermosas y mundanas y la necedad espectacular. Como declara Sollers
en estas Memorias; “para mí, el gran
liberador e inspirador habrá sido, y sigue siendo, Nietzsche” (ibid., p. 313).
El
propósito último de este libro es nietzscheano y responde a la necesidad íntima
de Sollers de “verificar si he tenido razón viviendo como he vivido”. O como
escribió con anterioridad: “ha sonado la campana del Tiempo, y ese es el
momento natural de preguntarse si uno ha vivido como tenía que hacerlo, y si,
eterno retorno, le gustaría revivir de la misma forma para siempre” (ibid., p. 303).
En Venecia, bajo la influencia de Venus, Sollers recibe una respuesta
afirmativa. Como viera Nietzsche, mentor supremo, y reitera Sollers, la vida solo
merece ser vivida si uno llega a desear que cada instante de la misma se repita
siempre sin cesar. El eterno retorno de Philippe Sollers se cifra en un deseo
de revivirlo todo, esta máxima voluntad de poder realizada a través de la
“reanudación”: así se llama el capítulo que sirve de apoteosis o
(auto)endiosamiento a Sollers y precede, no por casualidad, al capítulo sobre
Nietzsche (ibid., pp. 303-311). Esta reanudación perpetua es enunciada en todas
y cada una de las páginas de estas Memorias
irrepetibles como una expresión afirmativa de sí mismo: “Quiero llevar luego al
mismo tiempo una vida amorosa, una vida depravada, y una vida de literatura de
vanguardia” (ibid., p. 307).