Hay muchas guerras en esta “Guerra”
que ha revolucionado la comprensión de la obra celiniana. Una obra que parecía
ya encerrada en coordenadas críticas muy bien cartografiadas. Y, sin embargo,
he aquí que salen de la nada, como si de un capítulo del “Quijote” se tratara,
una maleta de manuscritos robados al final de la Segunda Guerra Mundial del
domicilio parisino de Louis-Ferdinand
Céline (1894-1961) entre los que se encuentran esta novela inacabada y espléndida,
un borrador redactado con mano maestra y escritura febril en 1934, y su
continuación aún más procaz, “Londres”, que los lectores franceses ya conocen y
disfrutan desde octubre pasado.
La experiencia de la guerra es la
fisura en el cráneo creativo de Céline,
abierta como una brecha por la que las voces del mundo penetran después de
recibir un balazo en el brazo y estampar la cabeza contra un árbol durante un
episodio insignificante de la Primera Guerra Mundial. Tras padecer en carne
viva el horror de la guerra y la miseria moral de la hospitalización y la
retaguardia, Céline estaba en condiciones de convertirse en el novelista
francés más importante del siglo XX y uno de los grandes creadores de la forma
novelesca moderna. Mientras Proust se encerraba en los salones decadentes con
sus aristócratas y burgueses a respirar el oxígeno viciado de sus vidas
asfixiantes, Céline se convierte en el profeta vociferante y provocador de la
edad de las masas.
Esta novela póstuma tiene la originalidad de ser
una secuela anómala del “Viaje al fin de la noche” (1932). Autobiografía y
ficción, al mismo tiempo. Crónica de las vivencias del doble de Céline, ese
Ferdinand narrador que le sirve para dar voz a los instintos más primarios, el
ánimo melancólico, la negra hilaridad y una visión de la vida exacerbada hasta
el paroxismo libidinal y morboso. Y poderosa fabulación, en la parte final,
como si Céline se sintiera de pronto arrebatado por las posibilidades
narrativas del mundo caótico puesto en escena y se dejara arrastrar por las tentaciones
de una trama tan picaresca como utópica.
La narración en primera persona comienza
bruscamente, respondiendo a las páginas faltantes del manuscrito y a la
violencia que ha abatido al protagonista, hiriéndolo en el cuerpo y en el alma
para siempre. Los escabrosos episodios en el hospital, con las relaciones eróticas
con la enfermera L´Espinasse, que goza atendiendo a los heridos más graves, y
la escabrosa amistad con Bébert-Cascade, un proxeneta parisino que se alistó
para huir de un crimen y se ha autolesionado en un pie para ser licenciado,
como luego denunciará su mujer, la prostituta Angèle, como focos explosivos del
relato de lo vivido por Ferdinand en esta parte central.
Si esta novela puede sumarse al canon celiniano
como una pieza significativa es debido, fundamentalmente, a la parte final,
donde la narración se desliza de la biografía grotesca y truculenta a la
ficción carnavalesca sin alterar su estilo y visión del mundo. Fusilado su
amigo Cascade, Ferdinand es instruido por Angèle, la viuda prostituta y
pelirroja irresistible, en las artes de la cetrería de militares británicos de
alta graduación y fortuna, tan viciosos como generosos. El viaje a Londres en
pos de una nueva vida, con su dulce promesa de placer y riqueza, alegoriza la
salida del laberinto histórico y patriótico que conduce a la aberración y
estupidez de la guerra. A ese estilo de vida hedonista y desprejuiciado, Ferdinand
lo llama “la felicidad del mundo” y cabe pensar que era el ideal libertario que
Céline tenía en mente a pesar de todo el ruido y la furia con que trató de
negarlo.
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