En el contexto de su reflexión universal sobre
todos los temas de la tradición de la filosofía epicúrea, cínica y hedonista,
este magnífico libro, escrito después de haber sufrido un infarto brutal que
casi le hace paladear la experiencia de la muerte prematura, se convierte en
una especulación fundamental, no exenta de polémica, sobre el modo en que se ha
concebido o vivido la muerte en la historia. Onfray no tenía aún cuarenta años
cuando lo escribió y si seguimos el hilo incisivo de su pensamiento tal como se
desglosa partiendo de casos, anécdotas, citas y referencias biográficas,
podemos concluir que la forma singular de pensar y vivir la vida está en
directa relación con la forma de imaginar o concebir la muerte.
Cien entradas de estilo aforístico, como los
tratados fragmentarios de Nietzsche o Cioran, constituyen este glosario
enciclopédico sobre el motivo central. El programa del libro ya demuestra el
espíritu libertario y la lucidez intempestiva que lo guían hasta sus tesis
definitivas en el modo de pensar la muerte sin tabúes ni prejuicios protectores.
“Morir solo”, el fragmento XLVII, lo expresa con contundencia: “hay que morir
solo, como se ha vivido, gozado, sufrido, amado, envejecido o pensado; solo,
desesperadamente solo”. Es, por tanto, un libro escrito en la primera madurez
que cobra pleno sentido en los años postreros, los años de la espera del final,
pero que debe leerse durante toda la vida para guiar esta por el camino
adecuado. Este obliga a comprender la vida y la muerte como momentos del mismo
acontecimiento trascendental, prolongado uno y postergado otro hasta el último
suspiro, como diría Buñuel.
Un filósofo combativo que ha hecho del hedonismo y
el ateísmo su campo de batalla no puede desaprovechar la ocasión de ajustar las
cuentas al ideario ascético y religioso, judeocristiano, islámico o budista, que
engaña a sus fieles con la creencia en una vida más allá de la muerte y los
conduce a odiar y despreciar la única vida digna de ser vivida. “Puesto que la
muerte es la única certeza que tenemos”, sentencia Onfray, “es de gozo de lo
que hay que llenar esa espera”. La vida de la carne, en sus numerosas
variantes, es la vida que los teólogos y los patriarcas consideran despreciable
para ofrecer en su lugar una entelequia como la existencia desencarnada de las
almas. Y, sin embargo, presagiando perspectivas posteriores, Onfray afronta la humanidad
de Cristo y su cadáver crucificado, glosando a Grünewald y Huysmans, en estos
términos provocativos: “el cuerpo de Cristo es carroña”.
No tiene desperdicio el último fragmento, cuando Onfray, para no ser menos que los personajes que cita en las páginas del libro, se enfrenta a la supervivencia y la desnudez de su cadáver del modo menos melodramático y sentimental pensable, desdeñando cualquier consideración moral sobre su destino ulterior, ya que lo primordial de la vida es lo que el cuerpo vive con intensidad antes de morir: “Después, nada. Antes, todo; lo esencial”.
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