Si utilizo las nociones del neurocientífico
Antonio Damasio sobre la multiplicidad mental del yo para explicar el modo de
escritura del libro, es para demostrar que no es un manual de autoayuda
emocional, ni una autobiografía psíquica al estilo de Hermann Broch, ni una confesión de fracaso, aunque
sea todo eso también, entre líneas. Este libro brota del deseo del autor de
entender los motivos por los que, a partir de un momento crítico de su vida, su
mente decidió naufragar haciendo pagar al cuerpo el precio de ese hundimiento. Los
síntomas estaban ahí desde siempre, pero no se hicieron visibles hasta el
momento en que ya fue demasiado tarde para diagnosticarlos y curarlos. El autor
hace bien en recordarle al lector que la terapia y la farmacología forman parte
de las rutinas de su enfermedad y quizá no le sean ajenas. Cualquier intento de
cura posible roza la locura de lo imposible en la medida en que la normalidad
es un engaño clínico.
Pero el autor no se limita a realizar una anatomía
en vivo de sus dolencias y males, vicios y manías. El “aullido” de este libro
no resuena como el “grito” mudo de Munch, al que cita como icono de la ansiedad
y la angustia históricas, sino como el “aullido” estridente de Allen Ginsberg,
el poeta revolucionario que en los años cincuenta transmitió a la poesía los
gritos desgarradores de los locos encerrados en los manicomios americanos en
nombre de la sacrosanta normalidad. El autor de “Los brotes negros” se hace eco
también del aullido de frustración e impotencia de los mejores cerebros de su
generación, la más preparada de la historia, la primera verdaderamente
posfranquista. Esos jóvenes malogrados padecieron sucesivas experimentaciones educativas
en que la exigencia de competir y ser los mejores se adornaba con los valores
contraculturales al uso. Esa bipolaridad de la disciplina y el hedonismo los ha
condenado a la precariedad, el trabajo a destajo, los escasos ingresos, la
soledad, la desubicación y el triste reconocimiento de las redes sociales como
única alternativa.
Las paradojas e incongruencias del mundo social y
cultural aparecen retratadas al fondo de este autorretrato saturnino como
causas colaterales del sufrimiento del autor. Eres un cerebro superdotado, un
escritor brillante, pero el mundo te trata con desprecio, como a un perturbado,
un tarado, un inútil o un desgraciado, o con condescendencia, como a un incapaz,
un discapacitado para la vida mediocre, el trabajo y el amor. Un desecho, en
suma, de un modo de vida convencional en el que no puedes encajar ni integrarte
sin sentirte, como les pasó a Antonin Artaud y a Leopoldo María Panero, otro
paciente del síndrome de inadaptación.
En este sentido, la experiencia de su lectura
puede ser tan difícil para el lector como la experiencia de su escritura para
el escritor. La gran diferencia es que el escritor conoce desde el principio lo
que el lector solo descubre al final. Este pequeño, gran libro es un espejo
trucado donde uno no puede mirar impunemente sin reconocerse enseguida.
Posdata extrapolada: El grito de Eloy es otra versión del grito de Munch, sí, pero pasada por los filtros de la sensibilidad afterpunk. Eloy se identifica con la figura de Charlotte Corday, la religiosa del puñal, como la llamaba Michelet, pero ya no tiene a un Marat al que matar en su bañera como signo de rebelión contra la institucionalización de la Revolución. Solo persisten en el oído de Eloy los gritos y aullidos de los locos que la jalean en el manicomio concebido por Peter Weiss, con Sade al mando de la representación, y lo incitan a cometer un crimen imaginario contra sí mismo…
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