“Depende de qué consideraciones
se realicen podré, o no, ser catalogado como autor. Pienso que sólo hago
películas paródicas, y en la medida en que parodio a otros autores puedo ser
autor; pero no tengo obsesiones personales muy marcadas. En cuanto a la
parodia, creo que ha sido muy maltratada. El efecto irónico de la repetición de
una técnica tiene gran tradición en la historia de la cultura. Si no se
entiende la parodia, jamás se podrá entender verdaderamente a Góngora, ni a
buena parte de las obras del Renacimiento, que no eran otra cosa que parodias.
Lo que hoy se llama posmoderno, ese gusto por reexaminar técnicas del pasado,
de alguna manera ha existido muchas veces en la humanidad, y en cine, en todo
caso, siempre. Desde sus comienzos, el cine ha sido posmoderno, y lo sigue siendo”.
-RR-
El
cineasta Raúl Ruiz falleció el 19 de agosto de 2011, con apenas setenta años de
edad, tras una carrera deslumbrante en la que llegó a dirigir, entre largos y
cortos, alrededor de ciento cincuenta películas. Ruiz fue dueño de uno de los
universos cinematográficos de ficción más absorbentes e hipnóticos de cuantos
ha producido este arte audiovisual desde sus orígenes, sin dejar de
proporcionar al mismo tiempo una reflexión metaficticia
sobre el sentido estético del medio fílmico y el impacto inconsciente u onírico
en sus espectadores.
Más
que un cine de exiliado, el de Ruiz era un cine extraterritorial. El territorio
privilegiado de su creación se circunscribía al laberinto de su cerebro, como
evidencia en medio del horror y la risa su película El territorio. Un dominio inabarcable y promiscuo, un barroco mundo
de mundos decorado con imágenes fascinantes y enigmáticas al mismo tiempo, como
un gabinete de coleccionista, donde todas las dimensiones de la cultura y la
vida se entrecruzaban sin orden ni primacía: la teología y el humor, el sexo y
la pedagogía, los retruécanos y los acertijos pictóricos, las lenguas babélicas
y las paradojas lógicas, la filosofía y la piratería, la infancia y la muerte,
etc.
Hay
todo un estudio que hacer, en particular, sobre las relaciones de Ruiz con la
literatura (sin olvidar su faceta como novelista y dramaturgo). Tratándose de
uno de los autores más inventivos en el diseño de imágenes y empleo de recursos
visuales, fue el director que mantuvo una conexión más intensa con la
literatura universal. Su obra incluye un brillante currículum de adaptaciones
heterogéneas, con soluciones figurativas siempre asombrosas, lo mismo un cuento
chino que una novela surrealista persa (La
lechuza ciega de Sadegh Hedayat), un poema provenzal o un drama barroco de
Calderón, Shakespeare o Tirso de Molina, un clásico infantil como Peter Pan o juvenil como La isla del tesoro, un relato de Kafka (La colonia penal), La vocación suspendida y El
Baphomet de Pierre Klossowski o El
tiempo recobrado de Proust, entre otros autores adoptados por Ruiz como
motivo de inspiración para sus delirios fílmicos. Y, por encima de todos ellos,
Borges, como instigador de las paradojas culturales y juegos lógicos que
inseminan su cine y máximo inspirador conceptual de sus ficciones y artificios para
conjurar los banales estereotipos de ese horror académico que es el cine
adaptado. Quizá, como reconoce François Margolin, porque el designio de Ruiz
consistía, sobre todo, “en hacer del cine un arte mayor, igual, al menos, a la
literatura”.
Este
cine de la perplejidad y la incertidumbre es, también, qué duda cabe, un cine
de la seducción que maneja como pocos la conciencia artística de que es la
realidad, y no solo el cine, la que está compuesta de sombras sin sustancia, de
formas sin profundidad, de fantasmas y presencias superficiales. De simulacros
y solo de simulacros, como creía Lucrecio y, después de él, todos los
materialistas inteligentes de su estirpe. En el fondo, Ruiz veía el cine como
un medio con el que desnudar las pretensiones ontológicas de “esa gigantesca
impostura que es la existencia”, como escribió el crítico Jacinto Lageira.
En
este sentido, se podría discutir si su inscripción teórica en ciertos
parámetros del posmodernismo y el neobarroco es pertinente o solo fruto de la
concesión a las modas culturales. No hay duda, para quien haya seguido las
declaraciones del propio cineasta, de que Ruiz supo flirtear con astucia retórica
con las etiquetas del tiempo que le tocó vivir, hacerlas suyas y desviarlas,
como todo lo demás, hacia derroteros creativos imprevisibles. En cualquier
caso, Ruiz fue más posmoderno que los posmodernos y más barroco que ningún
barroco, sin perder en ningún momento de vista que solo el futuro, ignorándolo
todo del pasado, sabría reinventar la visión de su cine conforme a categorías
que, de un modo u otro, su ingenio infinito fue capaz de cifrar y anticipar en todas
y cada una de sus imágenes (y en sus escritos teóricos).
A
fines de los años noventa, según cuenta Melvil Poupaud, esa criatura ruiziana por excelencia, unos
investigadores norteamericanos exploraron durante varios días en su laboratorio
universitario el extravagante funcionamiento del cerebro de Ruiz sin llegar a
ninguna conclusión de validez científica. Cabe pensar que ese cine especular y
ese cerebro especulativo compartían una cualidad infrecuente, la de ser
inaprensibles con criterios demasiado racionales.
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