Hace diez años fallecía el
cineasta Raúl Ruiz, uno de los
directores más prolíficos y fascinantes de la historia moderna del cine. Tuve
ocasión de estar en París en su emotivo funeral, como conté aquí. Aún no ha llegado el
momento de relatar en detalle cómo fueron nuestras relaciones, entre marzo de 1989,
cuando conocí a RR en la Filmoteca española mientras organizaba un ciclo universitario
dedicado a su cine, y marzo de 1994, cuando me reencontré con él en París en la
época en que vivía bajo la sombra del fracaso comercial de L´oeil qui ment, presentada en Cannes en 1992, y finalizaba el
montaje de Fado majeur et mineur. Tuve
entonces el privilegio de que me invitara un domingo a su casa de Belleville a
uno de esos banquetes rabelesianos donde las más suculentas ideas, el chispeante
champán y los vinos más deliciosos y los platos más especiados intercambiaban
durante horas sus atributos en la mejor compañía imaginable. En el tiempo de
esos intensos encuentros RR y yo hablamos de muchas cosas (Calderón y el teatro
barroco español en general, Velázquez y la expulsión de los moriscos, el
discreto encanto de la teología católica, Menéndez Pelayo, Edogawa Rampo,
Dinesen, Klossowski, Baudrillard y Foucault, Peter Pan y Lezama Lima, Alfred
North Whitehead, Fredric Jameson y el Pseudo-Dionisio el Aeropagita, sobre
quien había escrito un relato que le había dedicado, etc.) y muy poco de cine,
es curioso.
Para quien no haya tenido
demasiado contacto con el cine de RR, y no sepa por dónde empezar con una
filmografía de esta extensión, me atrevo a sugerir una sucinta selección de sus
mejores películas: en los setenta, La
hipótesis del cuadro robado; en los ochenta, Las tres coronas del marinero, La ciudad de los piratas, Memorias de
apariencias (La vida es sueño), La lechuza ciega; en los noventa, Tres vidas y una sola muerte, Genealogías de un crimen, El tiempo
recobrado, Combate de amor en sueños, una de sus películas más creativas y asombrosas
de la etapa final; y en los 2000, Misterios
de Lisboa, una obra maestra absoluta. Todas ellas serían de obligada visión
en cualquier escuela del cine que entienda este como arte y no como negocio o
entretenimiento, que es la ideología dominante contra la que RR combatió por
todos los medios durante toda su vida creativa.
En el último año he
revisado esta filmografía con curiosidad y fascinación y he vuelto a ver
películas que había visto una sola vez y apenas recordaba, y he visto al fin películas
importantes que nunca había logrado ver como Bérenice, Fado majeur et
mineur (una maravilla menospreciada en su tiempo por una crítica inepta), La telenovela errante, El tango del viudo. A día de hoy, me
cuento entre los privilegiados (the happy few)
que conocen la inmensa obra de Ruiz casi en su integridad. Esta extensa revisión
me ha permitido comprobar, además, que el tipo de cine que Ruiz practicaba a
finales de los ochenta y comienzos de los noventa era de una novedad absoluta y
apenas si admitía comparaciones entre sus contemporáneos. A mediados de los
noventa, forzado por la falta de público y de financiación, se vio obligado a
rebajar sus pretensiones estéticas, sin nunca perder el sentido de la
excentricidad narrativa y la poderosa visualidad de sus propuestas.
Para concluir esta introducción,
nada mejor que mencionar un par de anécdotas referidas a la presencia de
escritores en el cine de RR como corolario a su especial relación con la
literatura. En The Golden Boat, su
primera película norteamericana rodada en el corazón del corazón del cine indie neoyorquino mientras daba clases en Harvard, la gran Kathy Acker
interpreta a una antropóloga patafísica de la Columbia que dirige la tesis
doctoral del desventurado protagonista. Y en El tiempo recobrado, Robbe-Grillet tuvo el goce perverso de
encarnar al realista decimonónico Edmond de Goncourt durante una cena mundana,
prestándole voz de barítono engolado a su ideario antagónico.
Y una anécdota aún más
significativa, sobre sus relaciones con la exégesis de sus obras. Fredric
Jameson, admirador de su cine, se atrevió a incluir a RR en la nómina de los
cineastas postmodernos en un célebre ensayo (“El postmodernismo y lo visual”,
título de la primera versión). Cuando a mediados de los noventa invitó a RR a
dictar unos cursos en la universidad de Duke, Ruiz se lo recriminó y, desde ese
momento, desapareció del texto la polémica parte que le estaba dedicada, como
se puede ver en El
giro cultural, donde aparece recogido en
una versión revisada como “Transformaciones de la imagen en la posmodernidad”.
Y, sin embargo, basta con leer el epígrafe que incluyo más abajo, extraído de
una entrevista de El País realizada en
mayo de 1988, para darse cuenta del sentido del humor y la ironía con que RR
abordaba siempre los discursos, los suyos, por supuesto, y los de los otros. En
mi opinión, constituye su mejor autorretrato como gran cineasta paradójico y
burlón.
“Depende de qué consideraciones
se realicen podré, o no, ser catalogado como autor. Pienso que sólo hago
películas paródicas, y en la medida en que parodio a otros autores puedo ser
autor; pero no tengo obsesiones personales muy marcadas. En cuanto a la
parodia, creo que ha sido muy maltratada. El efecto irónico de la repetición de
una técnica tiene gran tradición en la historia de la cultura. Si no se
entiende la parodia, jamás se podrá entender verdaderamente a Góngora, ni a
buena parte de las obras del Renacimiento, que no eran otra cosa que parodias.
Lo que hoy se llama posmoderno, ese gusto por reexaminar técnicas del pasado,
de alguna manera ha existido muchas veces en la humanidad, y en cine, en todo
caso, siempre. Desde sus comienzos, el cine ha sido posmoderno, y lo sigue siendo”.
-RR-
El
cineasta Raúl Ruiz falleció el 19 de agosto de 2011, con apenas setenta años de
edad, tras una carrera deslumbrante en la que llegó a dirigir, entre largos y
cortos, alrededor de ciento cincuenta películas. Ruiz fue dueño de uno de los
universos cinematográficos de ficción más absorbentes e hipnóticos de cuantos
ha producido este arte audiovisual desde sus orígenes, sin dejar de
proporcionar al mismo tiempo una reflexión metaficticia
sobre el sentido estético del medio fílmico y el impacto inconsciente u onírico
en sus espectadores.
Más
que un cine de exiliado, el de Ruiz era un cine extraterritorial. El territorio
privilegiado de su creación se circunscribía al laberinto de su cerebro, como
evidencia en medio del horror y la risa su película El territorio. Un dominio inabarcable y promiscuo, un barroco mundo
de mundos decorado con imágenes fascinantes y enigmáticas al mismo tiempo, como
un gabinete de coleccionista, donde todas las dimensiones de la cultura y la
vida se entrecruzaban sin orden ni primacía: la teología y el humor, el sexo y
la pedagogía, los retruécanos y los acertijos pictóricos, las lenguas babélicas
y las paradojas lógicas, la filosofía y la piratería, la infancia y la muerte,
etc.
Hay
todo un estudio que hacer, en particular, sobre las relaciones de Ruiz con la
literatura (sin olvidar su faceta como novelista y dramaturgo). Tratándose de
uno de los autores más inventivos en el diseño de imágenes y empleo de recursos
visuales, fue el director que mantuvo una conexión más intensa con la
literatura universal. Su obra incluye un brillante currículum de adaptaciones
heterogéneas, con soluciones figurativas siempre asombrosas, lo mismo un cuento
chino que una novela surrealista persa (La
lechuza ciega de Sadegh Hedayat), un poema provenzal o un drama barroco de
Calderón, Shakespeare o Tirso de Molina, un clásico infantil como Peter Pan o juvenil como La isla del tesoro, un relato de Kafka (La colonia penal), La vocación suspendida y El
Baphomet de Pierre Klossowski o El
tiempo recobrado de Proust, entre otros autores adoptados por Ruiz como
motivo de inspiración para sus delirios fílmicos. Y, por encima de todos ellos,
Borges, como instigador de las paradojas culturales y juegos lógicos que
inseminan su cine y máximo inspirador conceptual de sus ficciones y artificios para
conjurar los banales estereotipos de ese horror académico que es el cine
adaptado. Quizá, como reconoce François Margolin, porque el designio de Ruiz
consistía, sobre todo, “en hacer del cine un arte mayor, igual, al menos, a la
literatura”.
Este
cine de la perplejidad y la incertidumbre es, también, qué duda cabe, un cine
de la seducción que maneja como pocos la conciencia artística de que es la
realidad, y no solo el cine, la que está compuesta de sombras sin sustancia, de
formas sin profundidad, de fantasmas y presencias superficiales. De simulacros
y solo de simulacros, como creía Lucrecio y, después de él, todos los
materialistas inteligentes de su estirpe. En el fondo, Ruiz veía el cine como
un medio con el que desnudar las pretensiones ontológicas de “esa gigantesca
impostura que es la existencia”, como escribió el crítico Jacinto Lageira.
En
este sentido, se podría discutir si su inscripción teórica en ciertos
parámetros del posmodernismo y el neobarroco es pertinente o solo fruto de la
concesión a las modas culturales. No hay duda, para quien haya seguido las
declaraciones del propio cineasta, de que Ruiz supo flirtear con astucia retórica
con las etiquetas del tiempo que le tocó vivir, hacerlas suyas y desviarlas,
como todo lo demás, hacia derroteros creativos imprevisibles. En cualquier
caso, Ruiz fue más posmoderno que los posmodernos y más barroco que ningún
barroco, sin perder en ningún momento de vista que solo el futuro, ignorándolo
todo del pasado, sabría reinventar la visión de su cine conforme a categorías
que, de un modo u otro, su ingenio infinito fue capaz de cifrar y anticipar en todas
y cada una de sus imágenes (y en sus escritos teóricos).
A
fines de los años noventa, según cuenta Melvil Poupaud, esa criatura ruiziana por excelencia, unos
investigadores norteamericanos exploraron durante varios días en su laboratorio
universitario el extravagante funcionamiento del cerebro de Ruiz sin llegar a
ninguna conclusión de validez científica. Cabe pensar que ese cine especular y
ese cerebro especulativo compartían una cualidad infrecuente, la de ser
inaprensibles con criterios demasiado racionales.