[Gillian Flynn, El adulto, Reservoir Books, trad.: Óscar
Palmer, 2018, págs. 75]
Un modo de entender el designio de este relato
largo o novela corta comenzaría por el principio. Las primeras frases de la
narración. Esas líneas que debieron sumir a George R. R. Martin, instigador de su
escritura, en el estupor o la fascinación por el descaro de la autora. Me
encargas que escriba una breve ficción para una antología de géneros cruzados, diría Gillian Flynn para justificar su crimen literario si alguien se hubiera molestado en
preguntarle, así que no te hagas el inocente, ni creas que puedes salir impune
del hecho, y mucho menos te extrañes del artefacto explosivo que pongo en tus
manos. Esto se lo diría a Martin, antes y después de su primera lectura, y aún
más al posible lector de este relato, tan ambiguo e inquietante, sobre la
inocencia y la culpabilidad como grandes falacias sobre las que se sostiene el
mundo humano.
¿Y qué dicen esas líneas tan
escandalosas? A ver cómo suena esto al comienzo de una historia que ganó el prestigioso
premio Edgar en la categoría de relato de misterio: “No dejé de hacer pajas
porque no se me diera bien. Dejé de hacer pajas porque era la que mejor las
hacía”. Ya está todo dicho sobre la deslenguada narradora. Una pícara nada
inocente que desde la infancia ha sido educada por su madre tuerta y luego por
la vida perra en los vicios de la supervivencia cotidiana, la dimensión más
sórdida y degradante de la realidad. Un mundo ficcional donde todo el mundo
tiene su nombre o su apodo menos la protagonista y narradora es una trampa para
incautos, como el laberinto donde el minotauro acecha al visitante, en la que
tantos lectores han caído reprochándole a Flynn el inconcluso desenlace y los enredos
sin resolver de la trama.
La joven protagonista combina los trabajos
manuales, dando gratificación con sus manipulaciones a tímidos solteros o a timoratos
hombres casados, y las tareas de adivinación del futuro para mujeres con
problemas. La ironía es que gracias a su doble condición de muñeca fatal y
lectora de auras vitales conocerá al matrimonio Burke, marido adúltero y mujer
celosa, y se verá envuelta en una esotérica historia en torno a la supuesta
maldición de la mansión victoriana donde habitan y la presunta malignidad del
hijastro. Entre la picaresca existencial, el misterio del pasado reprimido y la
posesión maligna se mueve la narración, con malicioso sentido de la parodia de géneros, despistando a los lectores ingenuos que buscan
una explicación inexistente.
Esa es toda la inteligencia maquiavélica de la escena
final, donde la narradora contumaz y el niño maldito, tras fugarse juntos, se
disponen a pasar la noche en habitaciones contiguas de un motel de carretera. Es
un final abierto que frustra las expectativas convencionales y propulsa la
hipótesis de una novela posible generada a partir de todo lo que se queda
latente. Quizá a Flynn le diera miedo abrir esa puerta condenada en estos
tiempos puritanos, donde la infancia, en vez de ser mirada con lucidez
freudiana, es vista con infantilismo ciego, y la cierra, como su narradora, con
todas las precauciones. Si está equivocada, el niño la matará o intentará
matarla a lo largo de la noche. Si no, a la mañana siguiente serán una falsa
madre y un falso hijo dispuestos a embaucar a todo el mundo con sus mentiras y
engaños.
En 2016, Flynn publicó en el New York Times un interesante
artículo sobre “Otra vuelta de tuerca” donde explica muchas cosas. En el fondo,
Flynn reescribe la escalofriante novela de Henry James en clave aún más
perversa y calculadora.
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