[Voltaire, Cándido, Blackie Books, ilustraciones: Quentin Blake, trad.: Carlos
Pujol, 2018, págs. 211]
Antes de nada, una pregunta
pertinente. ¿Qué hay en una novela dieciochesca que la hace tan atractiva? ¿Qué
espíritu la alienta que se preserva siglos después? No es una pregunta baladí. El
siglo XVIII es un período literario admirable (incluso en la lejana China, donde brilla con luz prodigiosa el "Sueño en el aposento rojo" de Cao Xueqin). El romanticismo y el realismo
echaron encima de la novela una pesadez insoportable que hemos tardado mucho en
aligerar, sin eliminarla nunca del todo. De ahí la fascinación con la narrativa
de una época donde el humor y la seriedad, la frivolidad y la gravedad, la
picardía erótica y la lucidez moral, la diversión y la filosofía, compartían las
páginas de una novela sin estorbarse. Pensemos en Fielding, Diderot, Swift, Sade,
Sterne y Laclos. O lo que es lo mismo: en “Tom Jones”, “Santiago el fatalista”,
“Los viajes de Gulliver”, “Historia de Julieta”, “Tristram Shandy” o “Las
relaciones peligrosas”. Solo con estas obras maestras tendríamos suficiente
para comprender las virtudes estéticas e intelectuales de aquel siglo luminoso por
el que muchos escritores (Barth, Pynchon, Kundera, Cabrera Infante, Cunqueiro, entre otros) sintieron en pleno siglo XX una añoranza artística.
“Cándido” (1759) pertenece a este canon selecto
de novelas irónicas, escépticas y antiidealistas que engendra el “Quijote”. El viejo rabelesiano Voltaire
escribió “Cándido” en tres días, agitado por una fiebre creativa álgida, y esa
velocidad de vértigo que impuso a la escritura del artefacto, como señaló Italo
Calvino, es una de sus cualidades más perdurables. Una trama narrativa que
comienza en Westfalia y acaba en Estambul, pero que a lo largo de su acelerada
historia viaja por territorios reales de Portugal, España, América del Sur,
Francia, Inglaterra, Italia o Turquía, entre otros, y fantásticos como la
utopía de Eldorado, se propone cartografiar un mapa cognitivo de su tiempo. Representar
una imagen del mundo coetáneo empleando, como coordenadas, los horrores y
absurdos, las injusticias, la violencia, las desgracias y sufrimientos, la
maldad y la estupidez humanas, en suma. Es, por tanto, un mapa terrestre hecho con valores ilustrados.
En los años setenta, Calvino sostenía que la
intención filosófica del relato era menos importante que el virtuosismo de su
composición. Hoy, sin dejar de admirar la ingeniosa técnica con la que Voltaire
logra encadenar a ritmo endiablado los múltiples episodios de la trama, los
encuentros y desencuentros, situaciones equívocas, discusiones bizantinas y
peripecias grotescas donde siempre se impone una versión disparatada o ridícula
de la realidad, lo que nos seduce es el poder de totalización narrativa, su capacidad
para sintetizar una visión global del mundo en una ficción tan sincopada como
caprichosa. El motor explosivo de la acción novelesca es un debate entre
filosofías antagónicas, el optimismo metafísico y el maniqueísmo gnóstico: o el
mundo es el mejor de los mundos posibles, como sostenía Leibniz, o el mundo es
así, maligno y destructivo, porque no puede ser de otro modo. Ambas visiones se
personifican en sendos filósofos que tutelan el alma cándida del protagonista
durante el cómico periplo: el Doctor Pangloss, optimista vocacional, y el sabio
Martín, pesimista ontológico.
Como cervantino excelso, Voltaire permite que
estas perspectivas adversas tengan voz en la polifonía de la novela y se enfrenten entre
sí, o con creencias religiosas como el cristianismo y el islam, con objeto de
evidenciar su inutilidad manifiesta. Cuando al final Cándido parece haber
aprendido que la mejor actitud en el peor de los mundos posibles consiste en
ocuparse de sus propios asuntos y despreocuparse del mundo (“hay que cultivar
su jardín”), no debemos creer que esa es la moraleja cínica de la novela, su
conclusión pragmática. Al contrario. El racionalista Voltaire se burla de la
necesidad humana de juzgar la vida con categorías dogmáticas. Es tiempo de
recuperar el espíritu risueño de Voltaire.
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